—Probablemente, pero esa afirmación es tan vaga y general que resulta inútil. Es casi una tautología. —Giannotti suspiró—. Pero no creas que aquí tenemos mucho más que una pieza del rompecabezas, si la tenemos siquiera. Y es un rompecabezas en tres dimensiones, o cuatro, o n, en un espacio no necesariamente euclidiano. Por ejemplo, tu regeneración de partes tan complejas como los dientes implica algo más que estar libre de la senectud. Implica retención de la juventud, incluso características fetales, no en la mera anatomía sino tal vez en el nivel molecular. Y tu fantástico sistema de inmunidad debe de estar conectado de algún modo.
—Sí —asintió Hanno—. El envejecimiento no es una sola cosa. Es un complejo de diversas… enfermedades, todas con síntomas similares, como la gripe o el cáncer.
—No creo que sea así —replicó Giannotti. Habían conversado varias veces sobre el tema, pero el fenicio tenía razón en insistir. Debía de haber obtenido un apabullante conocimiento sobre sí mismo, pensaba a veces Giannotti—. Parece haber un factor común, en el caso de cada organismo mortal con más de una célula, y quizá también en los unicelulares, aun en los procariotes y virus… pero no sabemos cuál. Quizá el fenómeno de la desmetilación nos dé una pista. En todo caso, ésta es mi opinión. Admito que mis fundamentos son más o menos filosóficos. Siendo biológicamente fundamental, la muerte tendría que figurar en la trama de la evolución, virtualmenté desde el comienzo.
—Aja. Una ventaja para la especie, o mejor dicho, la línea de descendientes. Eliminar las viejas generaciones, crear espacio para el cambio genético, permitir el desarrollo de tipos más eficaces. Sin muerte, aún seríamos trozos de gelatina en el mar.
—Tal vez haya algo más. —Giannotti meneó la cabeza—. Pero no puede ser todo. No explica que los humanos sobrevivan a los ratones por un orden de magnitud, por ejemplo. Ni las especies que viven indefinidamente, como el Pinus aristata. —Sonrió con fatiga—. No, lo más probable es que la vida se haya adaptado al hecho, aprovechándolo del mejor modo posible, de que tarde o temprano, de un modo u otro, la entropía bajará el telón de sus maravillosos juegos malabares químicos. No sé si tu especie representa el próximo paso en la evolución, un conjunto de mutaciones que crearon un sistema con mecanismos de seguridad.
—Pero no lo crees, ¿verdad? —preguntó Hanno—. Nuestros hijos no son como nosotros. —No, no lo son —dijo Giannotti con una mueca fugaz—. Sin embargo, eso puede llegar. La evolución es experimental. Aunque esto suene antropomórfico —añadió—. A veces cuesta no serlo.
Hanno chasqueó la lengua.
—Cuando dices esas cosas, me cuesta admitir que seas católico y creyente.
—Esferas separadas —respondió Giannotti—. Pregunta a cualquier teólogo competente. Ojalá lo hicieras, pobre ateo solitario, —y añadió—: Lo cierto es que el mundo material y el mundo espiritual no son idénticos.
— Y sobreviviremos a las galaxias, tú y yo y todos — había dicho una vez hacia el alba, cuando habían bebido más de la cuenta —. Puedes tener una vida corporal de diez mil años, o un millón, o mil millones, pero no importarán mucho más que los tres días que tuvo un bebé prematuro. Quizá menos; el bebé murió inocente… Pero éste es un problema fascinante, y tiene potencialidades ilimitadas para todo el mundo, si podemos resolverlo. Tu existencia no puede ser un mero accidente estocástico.
Hanno no discutió, aunque prefería sus chanzas cotidianas, o las charlas directas acerca del trabajo. Al cabo de años de conocerlo, había descubierto que Giannotti era uno de los pocos a quienes podía confiar su secreto; y en este caso era posible que contribuyera a terminar con la necesidad de guardar tal secreto. Si Sam Giannotti soportaba la idea de que ciertas vidas se prolongaban durante milenios, sin contarlo ni siquiera a la esposa, a causa de una fe cuyos elementos eran tan antiguos, por lo que Hanno recordaba, como la Tiro de Hiram, que así fuera.
—Pero no importa —continuó el científico—. Lo que deseo, ahora y siempre, es lo mismo. Que me liberes de mi promesa y me permitas darme a conocer, mejor dicho, que dé a conocer lo que eres. —Lo lamento —dijo Hanno—. ¿Debo repetirte mis razones?
—Olvida esa suspicacia, por favor. No sé cuántas veces te lo he dicho: la Edad Media ha quedado atrás. Nadie te quemará por brujo. Muestra al mundo las pruebas que me mostraste a mí.
—He aprendido a no cometer actos irrevocables.
—¿Cómo hacerte entender? Estoy encadenado. No puedo decir la verdad ni siquiera a mi personal. Giramos en círculos… Si tú revelas lo que eres, Bob, descubrir el mecanismo de la inmortalidad se transformará en máxima prioridad para la raza humana. Se invertirán en ello todos los recursos. Te aseguro que saber que es posible equivale a media batalla ganada. Podrían descubrirlo dentro de diez años. ¿No comprendes que entretanto, con semejante perspectiva para todos, se extinguirían la guerra, la carrera armamentista, el terrorismo y el despotismo? ¿Cuántas muertes innecesarias puedes soportar en tu conciencia?
—Insisto, dudo que el resultado sea tan bucólico —replicó Hanno—. Aunque tres mil años de experiencia importen poco, indican lo contrario. Una revelación repentina corno ésa causaría mucho alboroto.
No era preciso repetirle cómo controlaba ese veto. Si era necesario, eliminaría las pruebas que había usado para convencer a Giannotti. Peregrino, Tu Shan y Asagao estaban habituados a seguirlo, pues era el mayor. Si uno de ellos se rebelaba —y se revelaba —, no contaría con pruebas como las que había reunido Hanno. Al cabo de cuarenta o cincuenta años de observación, la gente tomaría sus afirmaciones en serio, ¿pero por qué un inmortal pasaría tanto tiempo bajo custodia? Richelieu había tenido razón, tres siglos y medio atrás. Los riesgos eran excesivos. Si tu cuerpo permanecía joven, conservabas el fuerte afán de vivir de un animal joven.
Giannotti se hundió en la silla.
—Qué diablos, no revivamos una vieja discusión —masculló. En voz más alta—: Te pido que olvides el pesimismo y el cinismo y recapacites. Cuando todos puedan tener tu longevidad, ya no tendrás razones para ocultarte.
—Claro —convino Hanno—. ¿Por qué crees que fundé este lugar? Pero dejemos que el cambio llegue gradualmente, con aviso previo. Deja que mis amigos, el mundo y yo tengamos tiempo para prepararnos. Entretanto, como has dicho, es una vieja discusión.
Giannotti rió como un hombre que se quita un peso de encima.
—De acuerdo. Negocios y chismes. Cuéntame qué hay de nuevo.
En buena compañía, el tiempo corre.
Eran más de las seis cuando Hanno frenó ante la casa de Cauldwell.
El austero edificio de Queen Anne Hill tenía una vista magnífica. La disfrutó durante un minuto. Las lejanas montañas titilaban bajo el sol poniente, irreales como un sueño o el país de nunca jamás. Al sur, bajo la esbelta silueta de la Aguja Giratoria, la luz transformó la bahía de Elliot en plata derretida y bañó de oro las copas de los árboles. Más allá, el Rainier se elevaba al cielo, roca azul y pureza blanca. El aire era más fresco. Los ruidos del tráfico apenas eran un susurro, y un petirrojo gorjeaba melodiosamente. Sí, pensó, era un planeta encantador, un tesoro de Aladino. Lástima que los humanos lo estropearan. No obstante, planeaba quedarse allí.
Entró a regañadientes. Natalia Thurlow estaba allí, y la puerta no tenía puesto el pestillo. Ella miraba las noticias de la televisión. Una cara de mandíbula ancha y nariz ganchuda llenó la pantalla. La voz era suave y sonora:
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