Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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—De todos modos, quería hablar con usted —dijo Castle cuando echaron a andar—. Si no le molesta.

—No, claro que no. Para eso estoy, ¿verdad?

—Esta vez no son problemas personales —dijo él forzando la voz—, sino problemas comunes. Pero no sé cómo decírselo a Mama-lo.

Aliyat se acarició el puño con los dedos.

—Continúa. Sea lo que fuere, guardaré el secreto.

—Lo sé, lo sé. —Ella había oído sus confesiones y le había ayudado a enderezar las cosas. Oyeron unas pisadas alarmantes. Castle continuó cuando los pasos se alejaron—: Mama-lo no sabe cuan peligrosa es esta zona. Ninguno de nosotros Ip sabía, de lo contrario no habríamos comprado el edificio. Pero he hecho algunas averiguaciones.

—Crímenes, drogas. Ya nos hemos encontrado antes. ¿Quemas?

—Nada. Pero estos vendedores de drogas son peligrosos. No quieren que entremos en su territorio.

Aliyat sintió un escalofrío. Siglo tras siglo se había topado con el mal absoluto, y conocía su poder.

Una vez lo había tomado a risa.

¿A quién le importa, mientras mantengamos limpia a nuestra gente?dijo —. Que otros se arruinen si lo desean. Tú bacías contrabando de alcohol y llevabas bares clandestinos durante la Prohibición. Y yo hice algo parecido ¿Cuál es la, diferencia?

Me sorprende que lo preguntesrespondió Corinne, e hizo una pausa —. Bien, te has esforzado para mantenerte al margen de todo lo malvado. Escucha, querida. El material que entra en estos días es diferente. En la Unidad no nos oponemos a un trago ocasional, usamos vino en algunas ceremonias, pero enseñamos a nuestros miembros a no embriagarse. No puedes dejarte arrastrar por una droga como el crack. Y… los viejos hampones podían ser peligrosos, y hoy no sé si hice bien en condonar su negocio, pero comparados con los traficantes de hoy, eran los Santos Inocentes.Entrelazó los dedos —. Es como si hubiera vuelto el tráfico de esclavos.

Eso era años atrás, cuando las cosas empezaban a andar mal. Aliyat había aprendido mucho desde entonces. Y la Unidad actuaba en cada uno de sus establecimientos. Un grupo de residentes que montaba guardia y llamaba a la policía cuando tenía información daba el ejemplo, ayudando a los perdidos a encontrar el camino de regreso a la humanidad, y tenía una organización cuasimilitar, podía volver un vecindario poco lucrativo para los camellos hasta peligroso.

—A mí me han amenazado —dijo Castel—. También a otros. Creemos que si no nos largamos, la mafia nos hará pedazos.

—No podemos abandonar el proyecto —dijo Aliyat—. Hemos invertido demasiado para perderlo. La Unidad no es rica.

—Sí, lo sé. ¿Pero qué podemos hacer? —Castel irguió los hombros—. Contraatacar, eso podemos hacer.

—La gente no se puede defender sola en Nueva York —replicó Aliyat.

—No, sólo…, bien, claro, no podemos contárselo a Mama-lo. No podemos permitir que lo sepa. Ella tendría que prohibirlo, ¿verdad? Por mucho que perdiéramos. Pero si algunos contraatacamos y el rumor se difunde, bueno, quizá no tengamos que perder nada. ¿Qué le parece? Usted tiene experiencia. ¿Qué opina?

—Tendré que saber más. Y reflexionar. —Aliyat ya sospechaba cuál sería su decisión.

—Claro. Hablaremos cuando usted disponga de tiempo, señorita-lo Rosa. Dependemos de usted.

¡De mí!, pensó Aliyat con orgullo.

Caminaron en silencio hasta el edificio de Rosa. Ella le dio la mano.

—Gracias por tu franqueza, Randolph —dijo.

—Gracias a usted, señorita-lo. —Bajo la luz más brillante, la sonrisa de Castle resplandecía—. ¿Cuándo podemos reunimos?

Ella sintió la tentación. ¿Por qué no ahora? Randolph era fuerte y apuesto a su manera tosca, y hacía un largo tiempo que… Aliyat se preguntó si al fin sería capaz de entregarse sin reservas, sin odio ni desprecio ni suspicacia.

Pero no. Él quedaría desconcertado. Igual que muchos miembros de la Unidad, si se enteraban. Era mejor no correr riesgos.

—Pronto —prometió—. Ahora debo terminar algunas tareas. De hecho, será mejor que me quede un par de horas esta noche, antes de dormir. Pero pronto.

6

Desde la sala donde estaba, hojeando una revista inglesa sin prestar mucha atención al texto, Hanno veía el vestíbulo. Dos veces entró una mujer y él dio un respingo, pero en ambos casos fueron hacia el ascensor.

La tercera vez fue la que esperaba. La mujer habló con el conserje, se volvió y caminó titubeando hacia él. Hanno se levantó del sillón de cuero. Quizá no bastara la prolongada residencia en ese país para inculcar a una rusa los hábitos occidentales de puntualidad; y una rusa de cientos de años…

Ella se acercó y se detuvo. Él la examinó rápidamente. La descripción de Becker era escueta, y el alemán tenía órdenes de no pedir fotografías por si un posible candidato se alarmaba. Era alta como Hanno, con lo cual era baja entre los nórdicos modernos pero de estatura media entre los de su especie. Su figura llena, ágil y erguida, daba la impresión de mayor altura. Los rasgos eran anchos, toscos, agradables. El pelo rubio y corto, a la holandesa, enmarcaba una tez blanca. Vestida con discreción, usaba zapatos bajos y llevaba una cartera colgada del hombro.

Ella enarcó las cejas. Se humedeció los labios con la lengua. Si estaba nerviosa, lo cual sería comprensible, lo manejó con maestría.

—¿Señor… Cauldwell?

¿Por qué esa voz sedosa le resultaba familiar? Sólo deja vu, sin duda. Hanno se inclinó.

—A su servicio, doctora Rasmussen. Gracias por venir.

Ella sonrió.

—Bastará con «señorita Rasmussen», por favor. Recuerde que soy veterinaria, no doctora. —Hablaba inglés con soltura, aunque el acento era más eslavo que danés—. Lamento llegar tarde. Tuve una emergencia en el consultorio.

—Descuide. No podía dejar sufriendo a un animal. —Hanno recordó que aquí daban importancia al apretón de manos y tendió la suya—. Me alegra que haya venido.

Ella le estrechó la mano con firmeza. Le clavó una mirada azul e intensa. Había perdido la timidez, pero aún manifestaba cautela. Cautela de cazador. Sí, pero también…, desconcierto, una reacción extraña en este curioso encuentro.

—Su agente dio detalles… interesantes —dijo ella—. No puedo prometer nada sin oír más.

—Desde luego. Necesitamos hablar; y luego, si no soy indiscreto, me agradaría contar con su compañía para la cena. —Ganar o perder, pensó. ¿Por qué ella le excitaba tanto?—. La charla debería ser privada. Este hotel no tiene bar, pero podemos encontrar uno en las cercanías, o un café o lo que usted quiera, mientras nadie interfiera ni fisgonee.

Ella fue al grano, sorprendiéndolo.

—Creo que es usted un caballero, señor Cauldwell. Usemos su habitación.

—¡Maravilloso! —Recobrando viejos hábitos, le ofreció el brazo. Ella lo cogió con una naturalidad que compensaba su obvia falta de práctica.

En el ascensor no hablaron ni se miraron. Demonios, pensó Hanno, algo en ella me evoca algo. ¿La habré visto antes? Imposible. Oh, visité Dinamarca en ocasiones pero, aunque ella es atractiva, no sobresaldría entre esas mujeres despampanantes.

Se alojaba en una habitación del piso superior. El viejo hotel no era el mejor de Copenhague, pero las ventanas daban al bullicioso centro y las encantadoras torres. Los desvaídos muebles eran acogedores y evocaban una nobleza que el mundo había perdido. Ella sonrió, más cómoda que al principio.

—Tiene usted buen gusto para el alojamiento —murmuró.

—Este hotel es uno de mis favoritos. Lo ha sido durante mucho tiempo.

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