Era una servidumbre numerosa en un gran edificio. Hasta tiempos recientes, Barikai, como su padre, había prosperado. Aliyat esperaba no tener que vender ningún esclavo; les tenía afecto. Estaba instituyendo la frugalidad… ¿Qué importaban esas cosas?
El atrio estaba oscuro en el anochecer. Aliyat miró la imagen de la Virgen, erguida en un nicho, un fulgor azul y oro contra la pared blanqueada. Se arrodilló un instante ante ella, rogando en silencio que la noticia no fuera cierta. La imagen la miró sin inmutarse.
Barikai acababa de entregar la capa a un sirviente. Debajo usaba una túnica decorada con hilo de oro, para demostrar poder y confianza. Aunque el tiempo le había agrisado el pelo oscuro y le había arrugado la cara enjuta, aún caminaba con agilidad.
—Cristo sea contigo, señora mía —comenzó como correspondía en presencia de criados. Aguzó los ojos. Se acercó a ella a grandes pasos y le cogió los hombros—. ¿Qué ha ocurrido?
Ella tuvo que tragar saliva dos veces antes de rogarle que la acompañara. Sin añadir ni una palabra más, la siguió en silencio hasta el jardín.
Rodeado por la casa, éste era un lugar tranquilo y fresco, un refugio apartado del mundo. Jazmines y rosas crecían alrededor de un estanque con lirios de agua. Las fragancias impregnaban el aire. El cielo se había vuelto espléndidamente azul mientras el sol se hundía detrás del tejado. Era un lugar donde dos personas podían estar a solas.
Aliyat se volvió a Barikai. Cerró los puños y exclamó:
—¡Manu ha muerto!
Él no se movió.
—El joven Mogim trajo la noticia esta mañana —prosiguió Aliyat—. Estaba entre los pocos que escaparon. El escuadrón patrullaba al sur de Khalep cuando lo sorprendió la caballería persa. Mogim vio que Manu recibía una flecha en el ojo, caía de la silla y rodaba bajo los cascos.
—Al sur de Khalep —graznó Barikai—. Ya. Entonces están entrando en Siria.
Ella supo que ese pensamiento de hombre era el primer escudo que él podía alzar. Era frágil, y pronto se resquebrajó.
—Manu —dijo Barikai—. Nuestro primogénito. Muerto. —Le tembló la mano mientras se persignaba una y otra vez—. Dios se apiade de él. Cristo lo acoja en su seno. Ayúdalo, santo Georgios.
Yo también debería rezar, pensó Aliyat y supo con vaga sorpresa que el deseo de hacerlo se había marchitado.
—¿Se lo has dicho a Aqmat? —preguntó Barikai.
—Desde luego. Creo que es mejor dejarla a ella y sus hijos en paz por un tiempo. —La joven esposa de Manu había vivido aterrada por esto desde que lo habían llamado para la guerra. La noticia había sido como un martillazo.
—Envié un mensajero a Haira, pero su amo lo ha despachado a Emesa con algún encargo —continuó Aliyat. El menor de sus hijos trabajaba para un vinatero—. Las hermanas guardan luto en casa. —Sus tres hijas vivas estaban bien casadas, y ella se alegraba de haberse esforzado para ahorrar buenas dotes para ellas.
—Creo…, para continuar mi trabajo…, creo que tomaré a Nebozabad como aprendiz —murmuró Barikai—. Lo conoces, ¿verdad? Hijo de la viuda Hafsa. Tiene sólo diez años, pero es un mozo capaz. Y sería un acto de bondad. Tal vez los santos sonrían al alma de Manu.
De pronto la apretó con mucha fuerza, haciéndole daño.
—¿Pero por qué divago de este modo? —gritó—. ¡Manu ha muerto! Ella le aflojó las manos, se cobijó en sus brazos y lo estrechó con fuerza. Así permanecieron largo rato, mientras las sombras se elevaban en el jardín y la luz se derramaba desde el cielo.
—¡Aliyat, Aliyat! —susurró él al fin, con voz trémula—, mi amor, mi fuerza. ¿Cómo puede ser que seas así? Esposa mía, madre, abuela, y sin embargo, bien podrías ser la joven con quien me desposé.
Cuando los persas ocuparon Tadmor, primero impusieron un oneroso tributo. Luego no fueron malos señores, no peores que los romanos, pensaba Aliyat en secreto. Los zoroastrianos, que consideraban sagrado el fuego, dejaban que todos adorasen de acuerdo con sus creencias, e incluso evitaron que los cristianos ortodoxos, los cristianos nestorianos y los judíos se molestaran entre sí. Entretanto, el firme control de los territorios que conquistaron permitió reiniciar el comercio, incluso con su propio país. Al cabo de doce años, la gente oyó que avanzaban aún más, que tomaban Jerusalén y luego Egipto. Aliyat se preguntaba si continuarían hasta la vieja Roma, pero, por lo que había oído decir sobre Italia, esa tierra arrasada, dividida entre jefes lombardos, el Papa católico y restos de guarniciones imperiales, supuso que no valía la pena.
Llegaron rumores de que un nuevo emperador, Heraclio, reinaba en Constantinopla, y se decía que era enérgico y capaz. Sin embargo, tenía problemas. Apenas había logrado impedir que los salvajes avaros tomaran la capital. En Tadmor esos acontecimientos parecían remotos e irreales. Aliyat era casi la única mujer de allí que siquiera tenía noticias de ellos. Uno debía solucionar su vida privada. Para ella, además, los años y los días se confundían. El nacimiento de un nieto, la muerte de un amigo, afloraban a la realidad y luego se erguían en la memoria como cerros solitarios espiando una larga caravana.
Así estaban las cosas en el momento en que llegaron a su fin.
Aliyat enfiló hacia el ágora con una corpulenta criada. Partieron temprano por la mañana, para terminar los regateos y nacer las compras antes de que el calor del día indujera a la gente a descansar. Barikai murmuró una despedida que ella apenas pudo oír. Últimamente él estaba débil, con espasmos en el pecho y resuellos; él, que había sido tan fuerte. Ni las plegarias ni los médicos servían de mucho.
Aliyat y Mará caminaron por la sinuosa calle hasta el peristilo y continuaron avanzando. La gran doble hilera de columnas relucía triunfalmente entre los arcos de ambos extremos, estallando en una florescencia allí donde los capiteles desafiaban el cielo. Desde un reborde de cada hilera, la estatua de un ciudadano célebre miraba hacia abajo, siglos de historia en actitud solemne. Debajo, las calles estaban atestadas de tiendas, oficinas comerciales, capillas, burdeles, seres humanos. Los olores eran punzantes: humo, sudor, estiércol, perfume, aroma de especias, aceites y frutos. El ruido era tumulto de pisadas, cascos, ruedas crujientes, martillazos, cánticos, gritos, discursos, en general en el arameo de ese país pero también en griego, persa, árabe y lenguas de tierras aún más distantes. Giraban los colores, una manta, una túnica, un velo, un tocado, un pendón ondeando sobre una lanza, un adorno, un amuleto. Un vendedor de alfombras estaba sentado entre los ricos matices de sus mercancías. Un vinatero mantenía en alto su vasija de cuero. Un calderero trabajaba el metal. Un carro de bueyes avanzaba entre las multitudes, cargado con dátiles del desierto. Un camello gruñía y se bamboleaba bajo los fardos, más allá de la vista de Aliyat. Un grupo de jinetes persas trotaba detrás de un heraldo que ordenaba a la multitud que despejara el camino; las armaduras centelleaban, los penachos ondeaban. Una litera trasladaba a un rico comerciante, y otra a una acicalada cortesana, y ambos miraban con indolente insolencia. Un sacerdote cristiano dejó pasar a un austero mago y se persignó. Arrieros que traían ovejas de las áridas estepas caminaban boquiabiertos entre tentaciones que quizá los dejaran sin un céntimo antes de regresar a sus tiendas. Una flauta gorjeaba, un tamboril repiqueteaba, alguien cantaba con voz aguda y trémula.
Ésta era su ciudad, Aliyat lo sabía, ésta era su gente, y sin embargo, estaba cada vez más lejos de ellos.
—¡Señora! ¡Señora!
Aliyat se detuvo y miró alrededor. Nebozabad se abría paso a codazos, y la gente lo maldecía agitando los puños. Él continuó sin prestar atención hasta llegar a ella. Aliyat le miró el semblante y sintió un nudo en el estómago.
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