Tampoco podrías haber esperado por siempre jamás.
Busco a aquella que nunca tendrá que abandonarme.
La caravana de Trípolis partiría al romper el alba. Nebozabad, el jefe, quería que todo estuviera listo la noche anterior. Quería que cada hombre ensayara cómo instalar y levantar el campamento. Las demoras no sólo costaban dinero, sino que multiplicaban los riesgos.
Así pensaba él. Algunos le decían que se lo tomara con calma. Afirmaban que la paz era segura, con Siria en manos árabes. ¿Acaso el califa mismo no había pasado por Tadmor, en su camino hacia la santa Jerusalén, tres años atrás? Nebozabad era menos confiado. Durante su vida había visto demasiadas guerras, con el consiguiente desmoronamiento del comercio, el colapso del orden y el auge del bandidaje. Se proponía usar cada hora de oportunidad que Dios le brindara.
Por lo tanto sus acompañantes no dormían en un caravasar sino en un terreno más allá de la Puerta de Filipo. Él iba de aquí para allá, hablando con los conductores de camellos, los guardias, los comerciantes, los plebeyos, dando órdenes cuando era necesario, dando al tumulto una forma y un sentido. Era bien entrada la noche cuando terminó. Se detuvo, pues, para disfrutar de un momento a solas. El humo de las fogatas que chispeaban en el campamento flotaba en el aire fresco. Alrededor todo era negrura. Distinguió la punta de algunas tiendas, alzadas por sus viajeros más prósperos, y a veces la luz rebotaba en la punta de la lanza de un centinela. Nebozabad quería que todo lo rutinario funcionara desde el principio. Le llegaban murmullos a los oídos, palabras de hombres que permanecían levantados, en ocasiones el suave relincho de un caballo o el gorgoteo gutural de un camello.
Un sinfín de estrellas titilaba en el cielo. Desde el oeste una luna gibosa alumbraba el valle angosto, escarchando colinas, palmares, las tumbas monumentales que se elevaban en las sombras, las torres y almenas de la muralla de la ciudad. Esa pared blanca y grisácea se elevaba como si hubieran levantado una franja de la estepa que rodeaba esta cuenca. Parecía tan eterna e inquebrantable como si la vida que ahora dormía a su amparo pudiera palpitar todos los días para siempre.
Nebozabad se mordió el labio ante esta idea. Bien sabía que no era así. En su propia vida los persas habían expulsado a los romanos, y luego los romanos habían expulsado a los persas, y por aquel entonces, ambas naciones huían de la espada del Islam; y aunque las rutas comerciales de Tadmor aún llevaban y traían fortunas, la gloria de la ciudad había pasado. Ah, haber vivido cuando ella —Palmira en las lenguas latina y griega— era la reina de Siria, antes de que el emperador Aureliano aplastara el intento de liberación de Zenobia…
Nebozabad suspiró, se encogió de hombros, dio media vuelta y echó a andar. Una ciudad, como un hombre, debía someterse a los designios de Dios. En eso, al menos, los musulmanes tenían razón.
A su paso oyó y respondió varios saludos: «Cristo sea contigo, señor.» «Y con tu espíritu.» Todos reconocían su forma corpulenta en el sencillo djellakak, sus gruesos rasgos a la intemperie. La luz de la luna le rozaba las estrías blancas del pelo y de la barba recortada.
Se acercó a su tienda. Era de buen material, aunque de tamaño modesto. Nunca llevaba un peso que podría ir, en cambio, en artículos de valor.
El fulgor amarillo de la lámpara se filtraba por la entrada abierta.
Una mano le aferró el tobillo. Se paró en seco, ahogó un suspiro, cerró los dedos sobre la empuñadura del cuchillo.
—Silencio. —Un susurro frenético—. Por la misericordia de Dios, te lo suplico. No quiero hacerte daño.
No obstante sintió un escalofrío al mirar. Alguien estaba agazapado en el suelo, una palidez entre las sombras.
—Necesito ayuda —dijo la voz, y Nebozabad creyó reconocerla—. ¿Podemos hablar a solas? Mira, no llevo armas.
A menudo Nebozabad tenía que tomar decisiones rápidas.
—Espera —murmuró. La mano implorante lo soltó. Nebozabad dio la vuelta hasta el frente de la tienda y entró en ella tratando de que nadie lo viera. Dentro, la tela de pelo de camello encerraba algo de tibieza. Una lámpara de arcilla alumbraba el lecho preparado, la jarra y el cuenco de agua y dos o tres pequeñas comodidades. Su sirviente lo saludó tocando la tierra con las rodillas, las manos y la frente.
—¿Qué desea mi amo? —preguntó.
—Espero una visita —dijo Nebozabad—. Sal cautelosamente, tal como yo llegué. Cuando haya cerrado la entrada, no dejes que nadie venga, ni menciones una palabra sobre esto. —Que caiga sobre mi cabeza, amo. —El esclavo se fue con el mayor sigilo. Nebozabad lo había escogido y lo había adiestrado bien; era del todo leal. Cuando se hubo marchado, Nebozabad se asomó un instante, susurró «Adentro» y se retiró.
La otra persona se escurrió, se enderezó, y lo miró cara a cara. A pesar de que lo sospechaba, Nebozabad jadeó. Una mujer. ¡Oh, vaya mujer!
Ella se había acuclillado, las manos tendidas sobre el regazo. Las trenzas le cubrían los hombros, se le derramaban sobre los pechos. Nebozabad supuso que no era por mera coincidencia. No tenía nada más encima, excepto mugre, una estría de sangre coagulada en el brazo izquierdo, sudor que resplandecía a la luz de la lámpara, y ese aire de abatimiento. Su cuerpo podía haber pertenecido a una diosa antigua, esbelto, pechos firmes, cintura delgada, caderas redondas. Tenía pómulos altos, nariz recta, labios carnosos sobre la tersa mandíbula. La tez era ligeramente dorada y los grandes ojos, bajo cejas arqueadas, eran castaños. En ella, el romano de Occidente, el romano de Oriente, el heleno y el persa se habían mezclado con Siria.
Él la observó. Parecía una doncella, no, una matrona joven, no, algo para lo cual no tenía nombre. Pero la conocía.
—Oh Nebozabad, viejo amigó —dijo ella con voz trémula y acariciante—, tú eres mi única esperanza. Ayúdame, como una vez mi casa te ayudó. Nos conoces desde siempre.
Cuarenta y pico de años. El pensamiento fue como un mazazo. Su mente retrocedió una treintena de esos años.
Aliyat ansiaba el retorno de Barikai, pero también lo temía. Tendría el solaz de abrazarlo y brindarle su amor sin freno. Así habían permanecido juntos al perder otros niños, pero ésos eran bebés. Ante todo debería contarle qué había ocurrido.
Él estaba en otra parte de Tadmor, hablando con el mercader Taimarsu. Las noticias del frente eran desalentadoras. Los persas infligían una derrota tras otra a los romanos, internándose en Mesopotamia, con las escasas defensas de Siria a la izquierda. Cada vez más, el comercio con la costa se encerraba en su caparazón y aguardaba el desenlace. Los caravaneros como Barikai sufrían. La mayoría tenía miedo de aventurarse en cualquier parte. Él, más audaz, persuadía a los mercaderes para que no permitieran que las mercancías se estropearan en los depósitos.
Ella imaginó el ímpetu, la risa de Barikai: «Los llevaré. ¡Los precios de Trípolis y Berytus estarán en alza! La recompensa es para los valientes.» Ella lo había alentado. Hija de un hombre del mismo oficio, estaba más cerca del marido que la mayoría de las mujeres, casi un socio además de amante y madre de sus hijos. Eso calmaba la angustia que sentía cuando subía a la muralla de la ciudad para verlo marchar más allá del horizonte.
Pero ese día… Una esclava la halló en el jardín y anunció: «El amo está aquí.» El corazón se le encogió. Se armó de coraje, como deben hacerlo las mujeres en el lecho del parto o junto a un lecho de muerte, y se apresuró. Sus faldas susurraron a través de un silencio lleno de ojos. Todos los criados estaban al corriente.
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