Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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—No, no temo ninguna amenaza física. —Quién sabe, pensó Aliyat, y sonrió—: Puede ser una ayuda contar con alguien de aspecto fornido. El propósito será llevar un mensaje y luego conferenciar.

El mensaje: Corinne ha sabido que Kenneth Tannahill está bajo vigilancia, al parecer por órdenes de un senador. Iba a enviar la advertencia por correo cuando llegué yo. Decidí llevarla personalmente, para desconcertar a ese hombre, contar con la iniciativa y… ¿y qué? ¿Evaluarlo? Cadoc, Hanno, sólo puede ser él, a quien robé y traté de hacer matar. Él dijo que me había perdonado, y novecientos años sería mucho tiempo para guardar un rencor, a menos que se haya agudizado con el tiempo. Tenemos que decidir si unirnos a él y ver quién lo acompaña; y cómo unirnos, en qué condiciones. Me creo capaz de reconocer a un malandrín o un monstruo más rápidamente que Mama-lo.

—Esto será especial, Randy —dijo—. Necesito entrar en ese sitio y salir sin que se entere nadie. Puede haber alguien vigilando desde fuera. Inventaré algún disfraz. Tal vez me corte el pelo, me oscurezca la cara, me vista de hombre. Llevaremos herramientas para parecer obreros realizando una tarea de reparación. Iremos en un coche viejo y feo, y conseguiré placas de New Hampshire. —La Unidad combatía el delito, pero había que saber quién vendía ciertas cosas por cierto precio—. Nos turnaremos para conducir.

Una excitación casi olvidada superó los malos presentimientos. Arroja los dados y al demonio con las autoridades. ¿Todavía soy una renegada de corazón?

Pero aquí está este muchacho. —Lo lamento —concluyó—. No podrás estar presente en las conversaciones, y no puedo contártelo todo. Sólo te puedo jurar que se trata de un asunto honesto.

—No lo dudaría un segundo, señorita-lo —respondió él.

Ella le cerró los dedos sobre la mano parda.

—Eres un encanto.

Oyeron un estrépito y un grito.

—¿Qué? ¿Ellos? —Castle cruzó la habitación. Se oyeron más ruidos—. ¡Quédese aquí, señorita-lo! —Castle cogió un objeto metálico de una caja de cartón y se lanzó hacia la puerta—. ¡Ya voy, hermanos! ¡Resistid!

—No, espera, deja eso, Randy. —Aliyat no tuvo tiempo de pensar. Siguió al hombre que empuñaba la pistola, un arma que se prohibía a la gente común.

Corredor abajo. Más allá del vestíbulo habían destrozado el vidrio de seguridad. Había una humareda. Había irrumpido media docena de hombres jóvenes.

Los guardianes… Dos invasores tenían a un guardián contra la pared. ¿Dónde estaba el compañero? Otros miembros de la Unidad salieron a espaldas de Aliyat.

—¡Deteneos, bastardos! —rugió Castle. Su arma lanzó un estampido de advertencia.

Un atacante respondió disparándole al cuerpo.

Castle se tambaleó, se inclinó, atinó a disparar antes de caer. Aliyat vio la sangre que le manaba de la garganta.

Un martillazo la abatió.

12

Moriarty estaba desayunando cuando le llamó Stoddard. El senador también tenía teléfono en esa habitación. Incluso en su residencia de verano, en su propio Estado, debía estar siempre alerta; y el número no figuraba en la guía, lo cual le daba cierta protección.

La voz lo despabiló de inmediato. Soltó un silbido y un resuello.

—Por Dios —respondió al fin—. Sube al primer avión de National. Coge un taxi al llegar aquí. No repares en gastos. Trae todo el material que tengas. Necesito ponerme al corriente. Estuve de gira, ya sabes, concurriendo a mítines. De acuerdo. Parece prometedor, ¿eh? Apresúrate. Adiós.

Colgó.

—¿De qué se trata? —preguntó su esposa.

—Lo lamento, alto secreto —le respondió Moriarty—. Oye, ¿podrás reorganizar mis citas de hoy?

—¿Incluida la fiesta de los Garrison? Recuerda quién estará allí.

—Lo lamento. Esto es muy importante. Ve tú, presenta mis excusas y halaga a esos personajes con tus encantos.

—Haré lo que pueda.

—Que es mucho, mi amor. —Qué magnífica primera dama sería ella… Algún día, algún día, cuando se cumpliera su destino. Entonces ella no se preocuparía por las otras mujeres—. Perdona, pero tengo que ponerme en marcha. Tengo que organizar muchas cosas en menos tiempo del que esperaba.

Así era. El Congreso estaba en receso; pero los votantes nunca olvidaban sus problemas y él no podía descuidar ciertos intereses. Y la convención le había dejado varios problemas que debía resolver antes de las elecciones. Y tenía que revisar su discurso. Era sólo un homenaje en una escuela secundaria, pero si decía las cosas acertadas en frases convincentes, quizá los medios citaran alguna. Tenía que hallar un lema identificador, como el de Roosevelt: «Lo único que debemos temer es el temor mismo.» O el de Kennedy: «No preguntéis qué puede hacer vuestro país por vosotros…»

Horas después recibió a Stoddard en el estudio. Era una habitación aireada, con una rutilante vista al mar, donde bailaban las blancas alas de los veleros. Las paredes no exhibían fotos autografiadas de Moriarty en compañía de personas famosas, como en la oficina de Washington. Sólo retratos de familia, un paisaje pintado por su hija, un trofeo de equitación de su época de estudiante, una estantería con libros de referencia y recreo que no eran meramente ornamentales.

—Hola —saludó desde el escritorio—. Siéntate. —Notó que había sido muy brusco—. Disculpa. Supongo que estoy más nervioso de lo que esperaba.

Stoddard se sentó en una silla giratoria, se reclinó, se apoyó el maletín en las rodillas.

—También yo, senador. ¿Le molesta si fumo?

—No. —Moriarty esbozó una tímida sonrisa—. Ojalá yo me atreviera.

—Estamos solos. —Stoddard le alcanzó el paquete.

Moriarty meneó la cabeza.

—No, gracias. Me costó dejarlo. Me pregunto qué diría Churchill de una sociedad donde ya no puedes fumar si aspiras a un puesto público.

—A menos que usted venga de un Estado tabacalero. —Stoddard encendió una cerilla—. De lo contrario, sí, uno vota por precios concertados, subsidios y fomento a la exportaciones tabacaleras, mientras incita a una guerra contra las drogas adictivas peligrosas.

¡Al demonio con ese hijo de perra! Lástima que fuera tan útil. Bien, con ese sarcasmo se había perdido el trago que Moriarty pensaba ofrecerle.

—Vamos al grano. £ Cuántos detalles tienes sobre este asunto?

—¿Cuántos tiene usted?

—Leí ese artículo del Times cuando llamaste. No fue muy informativo.

—No, supongo que no. Porque en la superficie no es una gran noticia. Otro incidente entre indigentes neoyorquinos.

Moriarty sonrió satisfecho.

—¡Pero está relacionado con Tannahill!

—Tal vez —advirtió Stoddard—. Sólo sabemos que estuvieron involucrados miembros de la Unidad, y que Tannahill visitó a la directora el mes pasado. Y es una organización extraña. No clandestina, pero… ¿evasiva? Tuvimos que gastar mucho para obtener información, y podría ser en balde. Tannahill pudo visitar a esa mujer por otras razones. Tal vez quería escribir un artículo. Él estaba en casa durante el episodio. Aún está allí, según mis últimas noticias.

Moriarty trató de apaciguarse. ¿Será una ridiculez?, se preguntó. ¿Por qué apunto mi artillería contra un tábano?

Porque un instinto afinado por mi profesión me indica que hay aleo grande detrás de esto, grande, grande. Descubrirlo sería algo más que silenciar a un reaccionario vocinglero. Me pondría en órbita. Dentro de cuatro años, ocho a lo sumo, podría tener el nuevo amanecer que tanto temen Tannahill y sus cavernícolas.

Se reclinó en el cuero gastado, acogedor, crujiente, y trató de relajar los músculos uno por uno.

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