Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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11

El chófer del taxi puso mala cara cuando Aliyat le dio la dirección. Obviamente, se alegró de dejarla allí y largarse. Por un momento, ella se sintió abandonada. El crepúsculo se demoraba en el cielo, pero las paredes decrépitas lo ocultaban y la noche ya dominaba la calle. El escaso fulgor de los faroles mostraba un pavimento desnudo, aceras resquebrajadas, trozos de plástico y papel, fragmentos de vidrio, latas vacías, colillas y múltiples desechos inclasificables. Unas pocas ventanas sin tapias resplandecían. Nadie se asomaba en ellas. Era como si Aliyat pudiera oler el miedo, un hedor más entre los que impregnaban el aire caliente.

Caminó deprisa hacia el inquilinato de la Unidad. La fachada era tan mugrienta como las demás. Esas reparaciones debían esperar su turno, pero por dentro las cosas debían de estar más avanzadas. Los obreros se habían marchado horas atrás. ¿El vecindario habría demostrado mayor vitalidad cuando ellos estaban allí con su cháchara jovial?

La puerta estaba cerrada con llave. No lo había estado en su visita anterior. Miró por encima del hombro mientras apretaba el timbre, la cañera apretada contra las costillas.

Un perfil oscuro se delineó contra el vidrio de seguridad. Alguien la estudiaba lentamente por un orificio. Aliyat reconoció a ese hombre, pero no a los demás, aunque todos llevaban la placa de voluntario. Bien, ya no podía conocer a todos los miembros. Ninguno de ellos era el hombre que esperaba.

—¡Señorita-lo! —exclamó el primero—. ¿Qué hace aquí?

—Tengo que ver a Randy Castle —dijo ella deprisa—. Me dijeron que estaría aquí.

—Sí, está. —El otro chasqueó la lengua—. No debió usted venir, señorita-lo. Y menos sola.

Me di cuenta en cuanto llegué, pensó ella, sin animarse a decirlo en voz alta.

—Bien, él trabaja todo el día… —Para una compañía de mudanzas que lo mantenía en movimiento y le impedía verlo—. Pensé que estaría en Flor de la Esperanza… —El complejo de la Unidad donde él tenía un apartamento, en un distrito más seguro que éste—. Como no respondió a mis llamadas, llamé a sus padres y me dijeron dónde estaba. Lo necesitamos para un trabajo y aquí no tiene teléfono.

—Tenemos. —El guardia señaló el teléfono: estaba en una mesa entre las herramientas de los carpinteros—. Yo lo hubiera ido a buscar.

—No, lo lamento, pero se trata de un asunto confidencial.

—Entiendo. —La confianza fue instantánea y absoluta—. Bien, él está pasillo abajo, en el numero tres. —Señaló, forzando una sonrisa—. No se preocupe, señorita-lo. La acompañaremos a casa. —De un modo u otro —murmuró el compañero.

Más allá del vestíbulo habían restaurado el pasillo y sólo faltaba pintarlo y alfombrarlo. Llamó a una puerta nueva. El hombre abrió.

—¿Qué? —gruñó, y luego, al verla—: ¿Qué sucede?

—Tengo que hablar contigo —dijo Aliyat.

Con torpe y conmovedor respeto él la hizo entrar y cerró la puerta. El apartamento estaba pulcramente terminado pero poco amueblado, pues aún no se esperaban inquilinos. Había varios libros en una mesa, junto a un calentador y un papel con ejercicios garrapateados. Como la mayoría de los jóvenes de la Unidad, Castle mejoraba su educación, soñaba con ser ingeniero.

—Póngase cómoda, señorita-lo —murmuró—. Me alegra verla, pero ojalá no hubiera venido. ¿Sabe a qué me refiero? ¿En qué puedo servirla?

Ante la insistencia, ella se sentó en la única silla. Él le ofreció café. Aliyat negó con la cabeza y él se sentó en el suelo.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella—. ¿Por qué te has mudado? ¿Dónde está Gus? —El sereno anterior.

—En cama, señorita-lo. Una pandilla de matones vino hace cuatro noches y le dio una tunda.

—¿Lo sabe Mama-lo? —preguntó Aliyat, anonadada.

—Aún no. Pensamos que era mejor hablar primero con usted, saber su opinión. —Los discípulos tratando de proteger a la santa, pensó Aliyat. Y era posible que Corinne, a pesar de todo, ordenara abandonar el proyecto antes que practicar la violencia. Los hombres que han aprendido el orgullo no reculan fácilmente—. Pero usted no estaba en la ciudad.

—Sí, he estado fuera estas dos semanas. Lo lamentó, debí dejar aclarado cómo comunicarse conmigo, pero nunca creí que se presentara semejante emergencia.

—Claro —dijo él, con sinceridad—. Usted no podía saberlo. Y necesitaba unas vacaciones. Notamos que se estaba agotando.

No tanto, pensó ella. Al menos, no físicamente. Aunque es verdad que la administración, la tesorería, las cuentas, el asesoramiento, todo lo que hago sola porque no podemos contar con personal adecuado, me fatiga un poco. Aunque la Unidad signifique mucho para mí, no puede ser mi vida entera. No tengo el ánimo ni la bondad. Cada tanto debo largarme, tomar lo que he ahorrado de mis cheques e ir a otra parte con otro nombre, disfrutar de ciertos lujos, placeres, diversiones, tener un amorío si encuentro una persona atractiva. (Y estos últimos años casi siempre fueron hombres y no mujeres; la Unidad me ha purgado de la amargura y muchas heridas empiezan a cicatrizar.) ¿Por qué me digo estas cosas? ¿Para no sentirme culpable de mi ausencia?

—¿Cómo está Gus?

—Estará bien. Fue atendido por el curandero Jules, quien ahora lo tiene en su casa.

—¿Entonces no avisasteis a la policía?

—¿Para qué? Sólo nos traería problemas.

—Escucha —protestó Aliyat—, ¿cuántas veces Mama-lo y yo debemos explicar que los enemigos no son los policías sino los delincuentes?

Soy hipócrita sólo a medias, pensó. Calculo que muchos polizontes tienen buenas intenciones, pero están atados por leyes que fomentan el crimen aún más que la Prohibición.

—Bien, en todo caso, tienen pocos medios —exclamó Castle a la defensiva—. No pueden apostar una guardia las veinticuatro horas. Y Gus nos dijo que esos canallas prometieron algo peor si no nos largamos. Quizás hasta bombas incendiarias. Decidimos reforzar la seguridad nocturna para desalentarlos. Por eso otros hombres y yo nos quedamos aquí.

Aliyat sintió un escalofrío. La calle estaba desierta y silenciosa. Demasiado silenciosa. ¿Se había corrido el rumor de que había algo en ciernes ?

¿Qué podía hacer ella? Nada por el momento.

—Ten cuidado —suplicó—. Todo esto no vale una vida. —Tal vez te queden cincuenta o sesenta años, querido Randy.

—También usted, señorita-lo. No vuelva aquí después del anochecer. Por lo menos, no hasta que limpiemos la zona. —Se irguió de repente— ¿Qué desea usted? ¿Cómo podemos ayudarla?

Eso reavivó el cosquilleo que ella había sentido al hablar con Corinne a su regreso. Olvidó ese sórdido entorno. Se puso de pie.

—Tengo que realizar un largo viaje, hasta New Hampshire. Necesito un chófer y…, quizá no sea necesario, pero llevaré un guardaespaldas. Alguien fuerte y de confianza, y capaz de mantener la boca cerrada. He pensado en ti. ¿Estás dispuesto?

Él también se había levantado.

—¡A su servicio, señorita-lo, y gracias! —dijo con entusiasmo.

—Tal vez no sea necesario que pierdas tiempo de trabajo. Ahora que sé que puedo contar contigo, escribiré de antemano pidiendo que me esperen. —No creía que interceptaran la correspondencia, pero usaría un servicio de mensajería urgente privado para mayor seguridad y para que se entregara con rapidez. Tannahill podría responder del mismo modo—. Nos iremos el sábado por la mañana. Si todo va bien, regresaremos el domingo por la noche. O tal vez yo me quede allá y tú regreses solo. —Si decido confiar en ellos. —Claro. —Randolph puso tono de preocupación—. Mencionó usted un guardaespaldas. ¿Puede resultar peligroso? No me gustaría llevarla hacia el peligro.

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