Se recostó en el mullido asiento de cuero. Así pues, Schelling era «inocente». Bien, entonces ¿compraría la historia que Avery había intentado venderle? ¿En realidad era realmente un cuento? Cada una de las palabras que Avery había pronunciado en aquella reunión era estrictamente verdadera, ensayada una y otra vez por los equipos científicos de Livermore. Pero no era toda la verdad. Los oficiales de Nuevo México no sabían nada de la burbuja de diez metros que había explotado en Asia Central. Aquella teoría podía explicar también este incidente, pero ¿quién iba a creer que la degeneración de dos burbujas podía producirse en un solo año, después de cincuenta años de estabilidad?
Como polluelos saliendo a la vez de sus cascarones. Ésta fue la imagen que Álvarez había utilizado. El equipo científico estaba seguro de que, simplemente, era la degeneración de la vida media, pero ellos no habían podido ver el cuadro general, la evidencia que había estado latiendo allí durante un año. Como los huevos incubados… Cuando se trata de la supervivencia, las reglas de la evidencia se convierten en un arte, y Avery sentía con absoluta certeza que alguien, en alguna parte, había descubierto cómo anular las burbujas.
El fuego de los rifles de los bandidos iluminó los árboles. Una andanada seguía a otra. Wili oyó que Jeremy se movía, como si se estuviera preparando para devolver el fuego. Se dio cuenta de que los rusos estaban tirando contra ellos mismos. La reflexión que antes le había engañado a él, también lo hacía con ellos. ¿Qué pasaría cuando se dieran cuenta de que aquello que tenían delante era solamente una burbuja? Una burbuja y un rifle en las manos de un tirador muy malo.
El tiroteo se fue apagando poco a poco.
—¡Ahora, Jeremy! —dijo Naismith.
El muchacho más grande saltó a campo abierto e hizo oscilar su arma de uno a otro lado del barranco. Disparó todo el cargador. El rifle tartamudeó de un modo irregular, como si estuviera a punto de encasquillarse. El resplandor de su boca recortada iluminó el barranco. El enemigo era visible, a excepción de un individuo que se podía distinguir vagamente delante de las piedras de color claro que estaban a un lado de la cortadura. Este tuvo mala suerte. Casi saltó sobre sus pies cuando un impacto de bala le dio en el pecho y le lanzó sobre la roca.
Unos gritos de dolor salieron de todo el barranco. ¿Cómo lo había podido hacer Jeremy? Para él, un solo impacto logrado habría sido una suerte fantástica, porque Jeremy Kaladze era de los pocos que a plena luz del día podían errar el tiro contra la tapia más grande de un corral.
Jeremy dio un salto para ponerse a su lado.
—¿Les di… a todos?
Había algo de horror en su voz, pero metió otro cargador en su arma recortada.
Nadie había contestado a sus disparos. El bandido que había quedado tendido en el suelo… ¡se había levantado y corría alejándose de ellos! El impacto debería haberle dejado muerto, o por lo menos gravemente herido. A través de la maleza, pudieron oír que los otros se juntaban y echaban a correr hacia el lado mas lejano del barranco. Vieron sus siluetas, una a una, cuando corrían.
Jeremy se puso de rodillas, pero Naismith tiró de él hacia abajo.
—Hijo, tienes razón. Hay algo raro en todo esto. No queramos forzar nuestra buena suerte.
Estuvieron tendidos en silencio durante mucho tiempo, hasta que se volvieron a oír los ruidos de los animales y hasta que la luz de las estrellas les pareció más brillante. No había ni señal de otros humanos dentro de un radio de quinientos metros, por lo menos.
¿Proyecciones? Jeremy iba pensando en voz alta. ¿Zombies? Wili se preguntaba en silencio a sí mismo. Pero no podía ser ninguna de las dos cosas. Habían sido heridos, los habían tumbado; y luego se habían levantado y echado a correr empavorecidos. Y esto no se parecía en lo más mínimo a las leyendas de zombies de Ndelante. Naismith no tenía dudas que quisiera compartir con nadie. Cuando llegaron los que iban a rescatarles, había empezado a llover otra vez.
No eran más que las nueve de la mañana de un día de abril y ya el aire estaba caliente y húmedo, con treinta grados de temperatura. Sobre el arco de la Cúpula había nubes tormentosas. Por la tarde seguramente llovería. Wili Wáchendon y Jeremy Sergeivich Kaladze andaban por el ancho camino de grava que iba desde la granja hasta algunos edificios aislados que estaban cerca de la Cúpula. No hacían buena pareja. Uno de los muchachos medía dos metros de altura, era blanco y larguirucho; el otro era bajito, delgado, negro y además parecía que aún no había alcanzado la adolescencia. Pero Wili empezaba a darse cuenta de que también había algunas similitudes entre ellos. Resultó que ambos tenían la misma edad: quince años. Y el otro muchacho era agudo, aunque no de la misma forma que Wili. Nunca había intentado imponerse por su corpulencia, más bien parecía temer un poco a Wili (si esto era posible en alguien tan movido y hablador como Jeremy Sergeivich).
—El coronel dice… —Jeremy y los demás nunca llamaban «abuelo» al viejo Kaladze aunque no parecía que hubiera temor en su actitud, sino un gran afecto—. El coronel dice que alguien está vigilando la granja desde que llegamos nosotros tres.
—¡Oh! ¿Los bandidos?
—No lo sabemos. No podemos tener los aparatos que el doctor Naismith puede comprar: esas microcámaras y cosas por el estilo. Pero tenemos un visor telescópico y una cámara, que funciona durante las veinticuatro horas del día, instalada en el tejado. El ordenador que va con el equipo descubrió algunos destellos entre los árboles —señaló con la mano hacia donde el borde del bosque casi llegaba hasta la plantación de bananas de la finca—, probablemente eran reflejos que venían de aparatos ópticos anticuados.
Wili notó un escalofrío, a pesar de estar al sol y de que hacía calor. Por allí había mucha gente, en comparación con la mansión de Naismith, pero no era un sitio debidamente fortificado. No tenían muros, torres de vigía ni globos de observación. Había varios niños de muy corta edad, y la mayor parte de los adultos ya había cumplido los cincuenta años. Existía la típica distribución por edades, pero era muy poco adecuada para la defensa. Wili se preguntó cuáles podrían ser los recursos secretos que los Kalazdes podían tener.
—Entonces, ¿qué vais a hacer?
—Muy poca cosa. No deben de ser muchos, porque son demasiado tímidos. Les hubiéramos perseguido si tuviésemos más gente. La verdad es que no tenemos más de cuatro buenos rifles y el mismo número de hombres que puedan utilizarlos. El sheriff Wentz ya conoce cómo están las cosas… Vamos, no te preocupes.
No había advertido la piel de gallina que se le había puesto a Wili. El muchacho más pequeño la había disimulado bastante bien. Empezaba a darse cuenta de que Jeremy no tenía la menor malicia.
—Quiero enseñarte lo que producimos por aquí.
Salió del camino de grava y se dirigió a un gran edificio de una planta. Estaba claro que no era un almacén. Toda su cubierta estaba llena de baterías solares.
—Si no fuera por la Cúpula de Vandenberg, creo que la California Central sería sólo famosa por los productos Flecha Roja, que es nuestra marca comercial. No somos tan sofisticados como los Green de Norcross, o tan grandes como los Quen de Beijing, pero lo que nosotros hacemos es lo mejor.
Wili aparentó indiferencia.
—A mí me parece que esto no es más que una granja grande.
—Seguro, tan seguro como que el doctor Naismith es un ermitaño. Ésta es una finca muy grande y muy buena. Pero, ¿de dónde crees que mi familia sacó el dinero para comprarla? La verdad es que hemos tenido mucha suerte. Mi abuela y el coronel tuvieron cuatro hijos después de la guerra, y cada uno de éstos ha tenido por lo menos dos. Prácticamente, formamos un clan y además hemos adoptado a otra gente que puede resolver cosas que nosotros no podemos. El coronel cree en la diversificación. Entre la granja y nuestro software nadie puede con nosotros, somos indestructibles.
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