Voces. No eran muy fuertes, pero no intentaban pasar desapercibidas. Además, se oía ruido de pisadas y de roturas de ramas. En las pantallas, que cada vez estaban más apagadas, Wili pudo ver por lo menos cinco pares de pies. Pasaban cerca de un árbol doblado y retorcido que recordaba haber visto a unos doscientos metros de donde ellos estaban. Wili aguzó sus oídos intentando captar el sentido de sus palabras, pero aquello no era ni inglés ni español, Jeremy murmuró:
—¡Después de todo, por lo menos es ruso!
Finalmente, el enemigo llegó a la cresta que marcaba el principio del barranco, en el extremo más alejado. Sorprendentemente no iban en fila india. Wili contó diez siluetas que se destacaban sobre el fondo estrellado del cielo. Como si se tratara de un solo hombre, el grupo se quedó inmóvil y luego todos saltaron, en busca de refugio, a la vez que disparaban sus armas en posición de tiro automático. El árbol que se apoyaba en la burbuja empezó a desprender broza y polvo, mientras las andanadas se dirigían hacia allí, incrustándose en los troncos. El ruido del rebotar de las balas, al dar sobre la burbuja, se parecía mucho al del granizo grueso cuando cae en un tejado. Wili mantenía su cara metida entre el húmedo lecho de agujas de pino y se preguntaba cuánto tiempo iban a durar los tres.
—Caballeros de la Autoridad de la Paz: Gran Tucson ha sido destruido.
El general de la Fuerza Aérea de Nuevo México golpeó con su fusta el mapa topográfico para dar más énfasis a sus palabras. Un pulido disco rojo se había colocado sobre el distrito del centro de la ciudad y una zona rosa señalaba la zona afectada por la lluvia radioactiva. Aquello parecía muy real aunque Hamilton Avery suponía que, en conjunto, era más teatro que otra cosa. El gobierno de Alburquerque tenía un equipo de comunicaciones casi igual al de la Autoridad, pero habría sido necesario un reconocimiento aéreo o por satélite para haber conseguido tan pronto un informe detallado sobre una de las ciudades del este. La detonación había ocurrido hacía menos de diez horas.
El general (Avery no podía ver su nombre en la tarjeta, y probablemente no tenía la menor importancia), prosiguió:
—Esto representa la muerte inmediata de tres mil hombres, mujeres y niños, y sólo Dios puede saber cuántos centenares más van a morir a causa de la radiación venenosa en los meses venideros.
Miró a través de la mesa a Avery y a los ayudantes que éste había traído para dar a su delegación una debida imagen de importancia.
Durante unos momentos pareció que el oficial había terminado de hablar, pero sólo estaba recuperando su aliento. Hamilton Avery se apoyó contra su respaldo y dejó que siguiera intentando apabullarle.
—Ustedes, los de la Autoridad de la Paz, nos niegan los aviones y los tanques. Ustedes han debilitado todo lo que quedaba de la nación que les vio nacer, hasta el punto de que sólo podemos utilizar la fuerza para proteger nuestras fronteras de los estados que antaño fueran nuestros amigos. ¿Y qué nos han dado a cambio?
La cara del hombre se iba poniendo roja. Las implicaciones habían estado allí, pero aquel loco intentaba deletrear todas sus letras. Si la Autoridad de la Paz no podía proteger a la República frente a las armas nucleares, entonces sería muy difícil que fuera la organización que pretendía ser. Y el general proclamaba que la explosión de Tucson era la prueba indiscutible de que alguna nación poseía armas nucleares y las estaba usando, a pesar de la Autoridad, de todos sus satélites, de todos sus aviones y de todos sus generadores de burbujas.
En un lado de la mesa, el de la República, algunas pocas cabezas hacían gestos afirmativos, pero aquellos individuos eran demasiado cautelosos para decir en voz alta lo que su chivo expiatorio gritaba a las cuatro paredes. Hamilton aparentaba escuchar y dejaba que aquel sujeto se ahorcara él mismo. Los subordinados de Avery siguieron su pauta, aunque a algunos les resultó difícil hacerlo. Después de tres generaciones de mando indiscutido, muchos miembros de la Autoridad creían que su poder lo habían recibido de Dios. Hamilton conocía mucho mejor el tema.
Estudió a los que estaban sentados al lado del general. Algunos de ellos eran generales de la Armada, uno de ellos acababa de llegar de Colorado. Los demás eran civiles. Hamilton conocía a los de este último grupo. En los primeros años, había pensado que la República de Nuevo México era la amenaza mayor para la Autoridad de la Paz en Norteamérica, y en consecuencia la había vigilado. Este grupo era el Comité de Estudios Estratégicos. Su rango era mayor, en el gobierno de Nuevo México, que el del Grupo de los Cuarenta del Consejo de la Seguridad Nacional, y desde luego mucho más alto que el Gabinete. En cada generación, los gobiernos parecían crear un nuevo círculo interno a partir del anterior, quedando éste como una simple forma de satisfacer a un número mucho mayor de gente de menor influencia. Aquellos hombres, junto con el presidente, eran el verdadero poder de la República. Sus «estudios estratégicos» se extendían desde Colorado al Mississippi. Nuevo México era una nación poderosa. Podrían volver a inventar la burbuja y las armas atómicas si se les dejara.
No obstante, era fácil asustarles. El general de la Fuerza Aérea no podía ser un miembro de hecho y derecho del grupo. La Fuerza Aérea de Nuevo México sólo tenía unos cuantos globos de aire caliente y soñaba con los buenos viejos tiempos. Lo más cerca que podían estar de un avión moderno, era en un vuelo de cortesía en un aparato de la Autoridad. Estaba allí, sólo para decir las cosas que los de su gobierno querían que se dijesen, pero que no tenían el valor de decir directamente.
Por fin el oficial dejó de hablar y se sentó. Hamilton recogió sus papeles y se fue a la tribuna. Miró blandamente a los oficiales de Nuevo México y dejó que el silencio se alargara y adquiriera significación.
Era probable que el haber ido allí personalmente hubiese sido un error. Las conversaciones con los gobiernos se efectuaban normalmente por funcionarios de graduación inferior, en dos grados, a la que él tenía en la Autoridad de la Paz. Su aparición personal podía fácilmente dar a aquellos hombres una idea sobre la verdadera importancia del incidente. De todas maneras había querido ver de cerca a aquellos hombres. Había una lejana posibilidad de que estuvieran involucrados en una amenaza a la Autoridad que habían descubierto hacía pocos meses.
Finalmente, empezó:
—Gracias, general Halberstamm. Comprendemos su ansiedad, pero queremos subrayar la promesa que la Autoridad de la Paz hizo hace ya mucho tiempo. Ningún artefacto nuclear ha hecho explosión en los casi cincuenta años pasados, y ninguno explosionó ayer en Gran Tucson.
El general balbuceó:
—¡Señor! ¡La radiación! ¡La explosión! ¿Cómo puede usted decir que…?
Avery levantó la mano y sonrió pidiendo silencio. Había en su gesto un sentido de nobleza obliga y una ligera amenaza.
—Dentro de un momento, general. Sea indulgente conmigo, permítame. Es cierto, hubo una explosión y cierta cantidad de radiación. Pero le aseguro que nadie, aparte de la Autoridad, tiene armas nucleares. Si alguien las tuviera, nos ocuparíamos de él con los métodos que todos ustedes conocen.
»En realidad, si ustedes consultan sus archivos, comprobarán que el centro del área de la explosión coincide con la esfera de confinamiento de diez metros generada el… (simuló consultar sus notas)… el 5 de julio de 1997.
Vio varios grados de sorpresa, pero ni una sola palabra rompió el silencio. Se preguntaba si realmente estaban sorprendidos. Desde el principio había sabido que no tenía objeto el intentar esconder el origen de la explosión. El viejo Alex Schelling, el consejero técnico del presidente, hubiera sacado inmediatamente la conclusión correcta.
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