Wili había aprendido lo suficiente para saber que aquellas comunicaciones no eran tan fáciles de establecer como las llamadas locales. Las comunicaciones entre las ciudades de la costa eran muy fáciles gracias a la fibra óptica, donde podía caber casi cualquier anchura de banda. Para distancias algo mayores, como, por ejemplo, desde el palacio de Naismith hasta la costa, era todavía fácil tener comunicación en vídeo. Las antenas radiantes coherentes que estaban en el tejado podían lanzar haces de microondas y de infrarrojos en cualquier dirección. En un día despejado, cuando se podía usar la antena de infrarrojos, era casi igual que con la fibra (incluso con todos los trucos que Naismith empleaba para disimular su localización). Pero cuando se trataba de hablar más allá de la curvatura de la Tierra, a través de bosques y de ríos donde no se había instalado la fibra y no había línea visual, la historia era muy diferente. Naismith usaba lo que él llamaba «ondas cortas» (pero que, en realidad, estaban en la zona de uno a diez metros). Estas eran inadecuadas para las comunicaciones de alta fidelidad. Para poder transmitir vídeo (incluso el parpadeante blanco y negro con figuras planas que Naismith usaba para sus comunicaciones intercontinentales) hacía falta una codificación terriblemente complicada y un tiempo de adaptación a las condiciones reales que hubiera en la alta atmósfera.
La gente que estaba al otro lado de la comunicación planteaba problemas a Naismith, y éste les daba la respuesta. Desde luego no en el acto. En ocasiones necesitaba semanas pero, al final, daba con ella. Sus interlocutores eran felices por fin. A pesar de que entonces Wili todavía no veía claro en qué forma la gratitud del otro lado del continente podía ser de utilidad para Naismith, empezaba a comprender cómo se había pagado el palacio y por qué Naismith podía permitirse proyectores holo de escala natural. Naismith había pasado uno de estos problemas a su aprendiz. Si tenía éxito, podrían ser capaces de captar las fotografías que hacían los satélites espías de la Autoridad.
Pero no eran únicamente personas lo que aparecía en las pantallas.
Una tarde, poco después de la primera nevada de la temporada, Wili llegó frente al establo y encontró a Naismith contemplando lo que parecía ser un sector de campo vacío cubierto de nieve. La imagen daba sacudidas cada pocos segundos, como si un borracho sostuviera la cámara. Wili se sentó junto al anciano. Su estómago estaba más alterado que otras veces y el balanceo de la imagen no ayudaba a mejorarlo, pero su curiosidad no descansaba nunca. La cámara, de repente, bajó su ángulo y enfocó una casa a través de los pinos, poco visible a causa de la poca luz del atardecer. Wili jadeó. Era la misma casa en donde ahora estaban.
Naismith apartó los ojos de la pantalla para mirarle a él y sonrió.
—Es un ciervo, creo. Está al sur de la casa. Lo he seguido durante las dos últimas noches.
Wili tardó un segundo en darse cuenta de que se refería a lo que sostenía la cámara. Wili trató de imaginar cómo alguien era capaz de coger un ciervo y montarle una cámara encima. Naismith pareció darse cuenta de su perplejidad.
—Espera un segundo.
Rebuscó en un cajón que tenía cerca y entregó a Wili una pequeña bola de color pardo.
—Esto es una cámara como la que lleva el animal. Es lo bastante ancha pata que pueda tener la misma resolución que el ojo humano. Y puedo hacer variar los parámetros del decodificador para que pueda «mirar» en diferentes direcciones sin necesidad de que el ciervo se mueva.
—Jill, mueve el eje de visión, ¿quieres?
—De acuerdo, Paul.
La imagen se desplazó hacia arriba hasta que pudieron ver las ramas que colgaban por encima del animal, y después hacia abajo por el otro lado. Wili y Naismith vieron un escuálido lomo y parte de una oreja peluda.
Wili miró el objeto que tenía en la palma de la mano. La «cámara» no tenía más de tres o cuatro milímetros de diámetro. En su mano parecía cálida y pegajosa. Estaba muy lejos de las complicadas cámaras de lentes que había visto en las villas de los Jonques.
—O sea que se ponen pegadas en el pelo, ¿verdad? —dijo Wili.
—Más fácil todavía —contestó Naismith—. Estas cámaras las puedo comprar, a cientos, a los Verdes de Norcross. Las distribuyo por el bosque, en las ramas y por ahí. Las recogen toda clase de animales. Esto nos proporciona una mayor seguridad. Ahora las colinas son más seguras que eran antes, pero todavía quedan allí algunos bandidos.
Si Naismith tuviera armas semejantes a sus aptitudes, la mansión estaría mejor protegida que cualquier castillo de Los Ángeles.
—La protección sería mucho mayor si hubiera gente que vigilara constantemente todas las imágenes.
Naismith sonrió y Wili se acordó de Jill. Ahora ya sabía que se podía hacer un programa que hiciera todo aquello.
Wili estuvo más de una hora viendo las escenas que le enseñaba Naismith desde muchas cámaras, incluyendo una que estaba en un pájaro. Con ésta podía obtener la misma panorámica que imaginaba se podía alcanzar desde una aeronave de la Autoridad de la Paz.
Cuando, por fin, Wili se retiró a su dormitorio, estuvo durante mucho tiempo encorvado, mirando por la ventana a los árboles cubiertos de nieve, mirando lo que había visto hacía poco rato, con la claridad que pudiera tener un dios que dispusiera de docenas de ojos. Finalmente se incorporó, intentando no hacer caso de los calambres de sus intestinos, los cuales se habían vuelto muy persistentes en los últimos días. Sacó sus ropas del armario y las dejó sobre la cama para poder inspeccionar cada centímetro cuadrado con sus dedos y sus ojos. Su chaqueta favorita y los pantalones de trabajo tenían pequeñas bolas pardas incrustadas en los puños o en las costuras. Wili las sacó. Parecían completamente inofensivas vistas a la pálida luz de la lámpara de la habitación.
Las guardó en un cajón, y devolvió sus ropas al armario.
Estuvo despierto algunos minutos, meditando sobre un lugar y un tiempo que había decidido olvidar. ¿Qué podían tener en común un tugurio en Glendora y un palacio en las montañas? Nada. Y todo. Allí había estado a salvo. Allí estaba el Tío Sylvester. Allí había podido aprender, también, aritmética y algo de lectura. Antes de los Jonques, antes de los Ndelante. Había sido su paraíso cuando era niño, un pasado perdido para siempre.
Wili se levantó sin hacer ruido y volvió a poner las cámaras en su ropa. Tal vez aquel pasado no estaba perdido para siempre.
Durante todo el mes de enero hubo tempestades de nieve casi sin interrupción. Los vientos que llegaban desde Vandenberg amontonaban la nieve de tal modo que al final alcanzó hasta el segundo piso de la mansión, y hubiera quedado bloqueada la entrada de no ser por los heroicos esfuerzos de Bill y de Irma. El dolor que Wili sentía era constante e intenso. Los inviernos siempre habían sido malos para él, pero éste estaba resultando el peor de todos. Los otros se dieron cuenta de ello, porque ya no podía ocultar los gestos de dolor y los quejidos. Siempre estaba hambriento, siempre estaba comiendo, y sin embargo perdía peso.
Pero también había cosas buenas. ¡Había sobrepasado las fronteras de los libros de Naismith! ¡Paul aseguraba que nadie más tenía los conocimientos que requería el problema de codificación que estaba tratando de resolver! Wili ya no necesitaba las máquinas de Naismith. Sus imágenes mentales eran mucho más completas. Permanecía sentado en el cuarto de estar durante horas, casi todo el tiempo que estaba despierto, sin enterarse del mundo exterior, casi sin enterarse de su dolor, soñando con sus problemas y sus planes para resolverlos. Toda su existencia consistía en grupos, gráficas y una inacabable combinación de refinamientos en la descripción de la estrategia que creía iba a resolver el problema.
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