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Larry Niven: La paja en el ojo de Dios

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Larry Niven La paja en el ojo de Dios

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Año 3017 d.C. Aunque el Segundo Imperio del Hombre abarca cientos de sistemas solares, todavía no se ha contactado con otros seres inteligentes. El hallazgo de una insólita nave espacial con el cuerpo exánime de un alienígena en el interior conducirá a los humanos hasta una lejana estrella inmersa en una densa nube de polvo estelar: la Paja. Una expedición descubrirá allí una antiquísima civilización, amable y hospitalaria, pero que rehúye tratar de ciertos aspectos de su sociedad. Y es que bajo las sonrisas tranquilizadoras, los pajeños ocultan un secreto planetario de impacto universal y devastador. Compuesta a cuatro manos en perfecta sintonía, esta novela conjuga acción, drama, suspense, tecnología y alienígenas verosímiles, política y violencia. Su extraordinario poder de entretenimiento y sorpresa la ha convertido en una auténtica obra de culto.

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¡Y llevo a bordo sólo una hora!, pensó. Con el capitán fuera, y todo este caos. ¡No puedo irme ahora! Se volvió al brigadier.

—¿Ahora mismo?

—Sí, señor. La señal indicaba que era urgente.

No había nada que hacer, entonces, y cuando el capitán volviese a bordo sería un infierno para Rod. El teniente Cargill y el ingeniero Sinclair eran hombres competentes, pero Rod era oficial ejecutivo y el control de los daños era responsabilidad suya, aunque hubiese estado fuera de la MacArthur cuando ésta había recibido la mayoría de los impactos.

El asistente de Rod carraspeó discretamente y señaló el uniforme sucio.

—Señor, ¿tendremos tiempo de ponerlo más decente?

—Buena idea.

Miró el tablero de posición para asegurarse. Sí, aún faltaba media hora para que pudiese tomar un vehículo para descender a la superficie del planeta. Descender antes no le llevaría más deprisa a la oficina del almirante. Sería un alivio desprenderse de aquellas ropas de trabajo. No se las había quitado desde que le habían herido.

Tuvieron que enviar por un cirujano para desvestirle. El médico examinó la tela blindada embebida en su brazo izquierdo y murmuró:

—No se mueva, señor. Este brazo está hecho un buen guiso. —Su tono era desaprobatorio—. Debería haberse internado hace una semana.

—Imposible —replicó Rod.

Una semana antes la MacArthur había estado combatiendo con una nave de guerra rebelde, que la había alcanzado más veces de lo que debiera antes de rendirse. Después de la victoria Rod tuvo que hacerse cargo de la nave enemiga, y allí no había servicios para un tratamiento adecuado. Cuando le retiraron la venda olió algo peor que sudor de una semana. Aquel olor podía ser de gangrena.

—Sí señor. —El médico retiró más vendas. La tela sintética era dura como el acero—. Ahora tendrá que someterse a cirugía, comandante. Para que puedan trabajar los estimuladores regenerativos hay que quitar todo esto. Y mientras esté usted internado podremos arreglar esa nariz.

—Me gusta mi nariz —le dijo Rod fríamente.

Se tocó el apéndice, ligeramente torcido, y recordó la batalla en la que se lo había roto. Rod consideraba que le hacía más viejo, lo que no estaba mal a los veinticuatro años normales; y era la enseña de un triunfo ganado, no heredado. Rod estaba orgulloso de sus antecedentes familiares, pero había veces que la reputación de los Blaine resultaba algo difícil de mantener.

Por fin le retiraron las vendas y le aplicaron numbitol en el brazo. Los camareros le ayudaron a ponerse un uniforme de un azul polvoriento, faja roja, cordón dorado y charreteras; estaba todo arrugado, pero era mejor que los monos de monofibra. La rígida chaqueta le hacía daño en el brazo pese a la anestesia, pero descubrió que podía apoyar el antebrazo en la culata de la pistola.

Una vez vestido subió al trasbordador de desembarco de la bodega hangar de la MacArthur, y el piloto condujo el vehículo a través de las grandes puertas del ascensor volante sin eliminar el giro de la nave. Era una maniobra peligrosa, pero ahorraba tiempo. Se encendieron los retros, y el pequeño planeador alado se hundió en la atmósfera.

NUEVA CHICAGO: Mundo habitado, Sector Trans-Saco de Carbón, aproximadamente a veinte parsecs de la Capital Sectorial. El primario es una estrella amarilla F9 llamada comúnmente Beta Hortensis.

La atmósfera es muy parecida a la normal de la Tierra y respirable sin ayudas o filtros. La gravedad media es de 1,08. El radio planetario es de 1,15, y la masa de 1,12 según medida terrestre, lo que indica que se trata de un planeta de densidad superior a la normal. Nueva Chicago tiene una inclinación de cuarenta y un grados con un eje semimayor de 1,06 UA, moderadamente excéntrico. Las variaciones resultantes de las temperaturas estacionales han confinado las áreas habitadas a una faja relativamente estrecha en la zona sur templada.

Hay una luna a distancia normal, llamada comúnmente Evanston. El origen del nombre es oscuro.

Nueva Chicago tiene un setenta por ciento de mar. La tierra firme es predominantemente montañosa, con continua actividad volcánica. Las grandes industrias metalúrgicas del período del Primer Imperio fueron casi todas destruidas en las Guerras Separatistas; la reconstrucción de una base industrial ha ido desarrollándose satisfactoriamente desde que Nueva Chicago fue admitida en el Segundo Imperio en el 2940 d. de C.

La mayoría de los habitantes residen en una sola ciudad, que lleva el mismo nombre del planeta. Los otros centros de población están muy esparcidos, y ninguno de ellos tiene más de cuarenta y cinco mil habitantes. La población total del planeta era, según el censo del año 2990, de 6,7 millones de habitantes. Hay explotaciones mineras de hierro y ciudades metalúrgicas en las montañas, y extensos asentamientos agrícolas. El planeta es autosuficiente en la producción de alimentos.

Nueva Chicago posee una creciente flota mercante, y está localizado en un punto que resulta muy conveniente como centro de comercio interestelar del Sector Trans-Saco de Carbón. Está gobernado por un general gobernador y un consejo nombrado por el Virrey del Sector Saco de Carbón; hay también una asamblea elegida y han sido admitidos dos delegados en el Parlamento Imperial.

Rod Blaine miraba ceñudo las palabras que fluían a través de la pantalla de su computadora de bolsillo. Los datos físicos eran actuales, pero todo lo demás estaba anticuado. Los rebeldes habían cambiado incluso el nombre de su mundo, de Nueva Chicago había pasado a ser Señora Libertad. Su gobierno se reorganizaría por completo. Desde luego perdería sus delegados; podía perder incluso el derecho a una asamblea elegida.

Apartó el instrumento y miró hacia abajo. Estaba sobre una zona montañosa, y no vio signo alguno de guerra. Gracias a Dios, no se habían producido bombardeos en la zona.

Sucedía a veces: una fortaleza urbana se resistía con el auxilio de defensas planetarias basadas en satélites. La Marina Espacial no tenía tiempo para asedios prolongados. La política imperial era acabar con las rebeliones con el menor coste posible de vidas… pero acabar con ellas. Un planeta rebelde podía verse reducido a resplandecientes campos de lava, con la supervivencia de sólo unas cuantas ciudades rodeadas de las negras cúpulas de los Campos Langston; y luego ¿qué? No había naves suficientes para transportar alimentos a través de las distancias interestelares. Después vendrían las plagas y el hambre.

Sin embargo, pensaba Rod, era el único medio posible. Él había jurado fidelidad al ingresar en el servicio imperial. La humanidad debía agruparse en un solo gobierno, por la persuasión o por la fuerza, para que no volviesen a repetirse los centenares de años de Guerras Separatistas. Todos los oficiales imperiales habían podido ver los horrores que acarreaban tales guerras; por eso las academias estaban localizadas en la Tierra y no en la Capital.

Al aproximarse a la ciudad vio los primeros indicios del combate. Un anillo de tierras devastadas, fortalezas destruidas, cintas de hormigón del sistema de transporte rotas; luego la ciudad casi intacta, pues había permanecido al abrigo del círculo perfecto de su Campo Langston. La ciudad había padecido daños menores, porque, una vez retirado el Campo, había cesado toda resistencia efectiva. Sólo los fanáticos siguieron luchando contra la Infantería de Marina Imperial.

Pasaron sobre las ruinas de un alto edificio descabezado por la caída de una nave de aterrizaje. Alguien debía de haber disparado sobre los infantes de marina y el piloto no había querido que su muerte resultase inútil…

Rodearon la ciudad, aminorando para poder aproximarse a los muelles de aterrizaje sin destrozar todas las ventanas. Los edificios eran viejos, la mayoría construidos con tecnología hidrocarbónica, supuso Rod, con fajas arrancadas y sustituidas por estructuras más modernas. De la ciudad del Primer Imperio que se había alzado allí no quedaba nada.

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