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Larry Niven: La paja en el ojo de Dios

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Larry Niven La paja en el ojo de Dios

La paja en el ojo de Dios: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 3017 d.C. Aunque el Segundo Imperio del Hombre abarca cientos de sistemas solares, todavía no se ha contactado con otros seres inteligentes. El hallazgo de una insólita nave espacial con el cuerpo exánime de un alienígena en el interior conducirá a los humanos hasta una lejana estrella inmersa en una densa nube de polvo estelar: la Paja. Una expedición descubrirá allí una antiquísima civilización, amable y hospitalaria, pero que rehúye tratar de ciertos aspectos de su sociedad. Y es que bajo las sonrisas tranquilizadoras, los pajeños ocultan un secreto planetario de impacto universal y devastador. Compuesta a cuatro manos en perfecta sintonía, esta novela conjuga acción, drama, suspense, tecnología y alienígenas verosímiles, política y violencia. Su extraordinario poder de entretenimiento y sorpresa la ha convertido en una auténtica obra de culto.

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Aquello se convirtió en una pesadilla interminable. Su nombre apareció en la verja: el Comité de Salud Pública la reclamaba. Los otros compañeros juraron que Sally Fowler había muerto, y, como los guardianes raras veces entraban en la zona de los prisioneros, pudo librarse del destino que tuvieron otros miembros de las familias gobernantes.

Cuando las condiciones empeoraron, Sally encontró una nueva fuerza interior. Intentó convertirse en un ejemplo para el resto de los de su tienda. Todos la consideraban su jefe, con Adam como su primer ministro. Si ella lloraba, cundía el pánico. Y así, a los veintidós años normales de edad, el pelo negro convertido en una maraña, la ropa sucia y rota y las manos ásperas y sucias, Sally no podía siquiera refugiarse en un rincón y llorar. Lo único que podía hacer era soportar la pesadilla.

En la pesadilla se oyeron rumores de naves imperiales en el cielo sobre la cúpula negra… y rumores de que los prisioneros serían sacrificados antes de que las naves pudiesen penetrar. Sally había sonreído fingiendo no creer posible tal cosa. ¿Fingiendo? Una pesadilla no era algo real.

Luego habían irrumpido los infantes de la Marina Imperial, dirigidos por un hombre alto cubierto de sangre, con las maneras de la Corte y un brazo en cabestrillo. La pesadilla había terminado entonces, y Sally esperaba despertar. La habían limpiado, alimentado, vestido… ¿Por qué no despertaba? Sentía su alma envuelta en algodón.

La aceleración le oprimía el pecho. Las sombras en la cabina eran afiladas corno cuchillas. Los reclutas de Nueva Chicago se apretujaban en las ventanillas, charlando. Debían de estar ya en el espacio. Pero Adam y Annie la observaban con ojos preocupados. Estaban gordos cuando llegaron por primera vez a Nueva Chicago. Ahora la piel de sus caras colgaba en pliegues. Sally sabía que le habían dado gran parte de sus propios alimentos. Sin embargo parecían haber sobrevivido mejor que ella.

Me gustaría poder llorar, pensó. Debería llorar. Por Dorothy. Esperaba que ellos le dijesen que Dorothy había aparecido. Nada. Desapareció en el sueño.

Una voz grabada dijo algo que ni siquiera intentó escuchar.

Luego sintió que la opresión del pecho desaparecía y que estaba flotando.

Flotando.

¿Iban a dejarla realmente marchar?

Se volvió bruscamente hacia la ventana. Nueva Chicago brillaba como cualquier mundo semejante a la Tierra, sus rasgos distintivos indiferenciables ya. Mares resplandecientes, tierras, todos los matices del azul, se combinaban con el blanco escarcha de las nubes. Su tamaño iba disminuyendo. Sally apartó la vista ocultando la cara. Nadie debía ver aquel gesto feroz. En aquel momento podría haber ordenado que destruyesen por completo Nueva Chicago.

Después de la inspección, Rod dirigió las ceremonias del culto en la bodega hangar. Cuando acabaron el último himno el vigía de control anunció que los pasajeros llegaban a bordo. Blaine se ocupó de que la tripulación volviese a su trabajo. No habría domingos libres mientras la nave no estuviese en perfectas condiciones de combate, dijesen lo que dijesen las tradiciones del servicio sobre domingos en órbita. Blaine escuchó a los hombres mientras pasaban, atento a cualquier indicio de descontento. Pero oyó, por el contrario, conversaciones normales, y sólo los refunfuños esperados.

—Muy bien, sé perfectamente lo que es una paja —decía Stoker Jackson a su compañero—. Puedo entender lo que es tener una paja en un ojo. Pero, en nombre de Dios, ¿cómo puedo tener en un ojo una viga? Tú me dijiste eso, pero ¿cómo puede meterse una viga en el ojo de un hombre sin él saberlo? Es absurdo.

—Claro, claro. ¿Qué es una viga?

—¿Qué es una viga? Ah, ya, tú eres de Tabletop, ¿verdad? Bueno, una viga es madera cortada…, madera. Viene de un árbol. Un árbol, es decir, un gran…

Las voces se perdieron. Blaine siguió caminando rápidamente hacia el puente. Si Sally Fowler hubiese sido la única pasajera se habría sentido feliz de encontrarla en la bodega hangar, pero deseaba que aquel Bury comprendiese su relación inmediatamente. No quería que pensara que el capitán de una de las naves de guerra de Su Majestad salía a recibir a un comerciante. Desde el puente Rod observó las pantallas mientras el vehículo cuneiforme se situaba en la misma órbita y era remolcado a bordo, penetrando en la MacArthur entre las grandes alas rectangulares de las puertas del hangar. Su mano se posó junto a los marcadores del intercom. Aquellas operaciones eran complicadas.

Recibió a los pasajeros el brigadier Whitbread. El primero fue Bury, seguido de un hombre pequeño y oscuro que el comerciante no se molestó en presentar. Ambos llevaban ropa razonable para el espacio, pantalones bombachos con apretadas bandas en los tobillos, túnicas con cinturón, todos los bolsillos con cremallera o cerrados con velero. Bury parecía irritado. Maldijo a su sirviente, y Whitbread registró pensativo sus comentarios, proponiéndose hacerlos pasar más tarde por el cerebro de la nave. El brigadier envió al comerciante al interior con otro oficial de más baja graduación, pero esperó a la señorita Fowler para acompañarla él mismo. Había visto fotografías de ella.

Acomodaron a Bury en los compartimentos del capellán, y a Sally en la cabina del primer teniente. La razón ostensible de que ella tuviese habitaciones mayores era que Annie, su criada, tendría que compartir su camarote. Los criados varones podían acomodarse con la tripulación, pero las mujeres, aunque fuesen tan mayores como Annie, no podían mezclarse con los hombres. Los tripulantes que llevaban mucho tiempo alejados de los planetas desarrollaban nuevos criterios estéticos. Jamás molestarían a la sobrina de un senador, pero con una criada era distinto. Todo parecía razonable, y si la cabina del primer teniente estaba próxima a las habitaciones del capitán Blaine, mientras que la del capellán estaba una planta más abajo y tres mamparos después, nadie podía quejarse.

—Los pasajeros están a bordo, señor —informó el brigadier Whitbread.

—Bien. ¿Están todos cómodos?

—Bueno, la señorita Fowler lo está, señor. El oficial Allot acompañó al comerciante a su cabina…

—Me parece muy bien.

Blaine se retrepó en su asiento de mando. Lady Sandra (no, ella prefería que la llamaran Sally, según recordaba) no le había parecido que estuviese demasiado bien los breves momentos que la había visto en el campo prisión. Por lo que Whitbread decía, debía de haberse recuperado un poco. Rod había querido ocultarse cuando la reconoció saliendo de una tienda en el campo prisión. Estaba cubierto de sangre y polvo… y luego ella se había aproximado. Caminaba como una dama de la Corte, pero estaba flaca, hambrienta, y tenía grandes ojeras oscuras. Y aquellos ojos. Bueno, en dos semanas habría podido recuperarse, y ahora se libraba de Nueva Chicago para siempre.

—Supongo que le habrán mostrado las estaciones de aceleración a la señorita Fowler —dijo.

—Lo he hecho, señor —contestó Whitbread. Y las prácticas de gravedad nula, pensó.

Blaine miró divertido a su brigadier. Leía sus pensamientos fácilmente. Bien, podía tener sus esperanzas, pero el rango tiene sus privilegios. Además, él conocía a la chica, la había conocido cuando ella tenía diez años.

—Llaman de la Casa del Gobierno —informó el vigilante. La alegre y despreocupada voz de Cziller llegó hasta él.

—¡Hola, Blaine! ¿Preparado para salir?

El capitán de la flota estaba retrepado en una silla, soplando y chupando una enorme y recia pipa.

—Sí, señor. —Rod iba a decir algo más, pero se detuvo.

—¿Están bien acomodados los pasajeros? —Rod podría haber jurado que su antiguo capitán estaba riéndose de él.

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