Pasaron latidos, uno a uno. Los contó, al principio para pasar el tiempo. Luego, incrédula, porque no mostraban ningún signo inminente de parar. Experimentando, Maia abrió un poco la boca, exponiendo la lengua y los labios para sentir lo que su rostro magullado y cubierto de polvo no podía: ¡un leve hilillo de aire fresco que parecía correr por el mango de la hoja desde algún lugar cercano a sus cabellos! Sin embargo, tenía que haber al menos un metro de carbón por encima de su cabeza. ¡Probablemente mucho más!
No había una respuesta fácil a este acertijo, y trató de no pensar demasiado. Incluso cuando distinguió pasos sobre ella, y el rápido roce de las herramientas, apenas prestó atención, aferrada a la cobertura de aturdida aceptación. La esperanza, si llegaba a su metabolismo, era lo último que necesitaba en aquel momento.
Tal vez sería mejor si durmiera un poco .
Así, Maia entró y salió de un sueño anóxico, mientras las vibraciones a lo largo de la hoja de la pala le indicaban lo lento que era el progreso de sus rescatadores. Como si importara .
Sin advertencia previa, la herramienta se movió, y la hoja que la había salvado amenazó de pronto con cortarle el cuello, por lo que Maia se rebulló de terror. De inmediato, la negra pared de carbón pareció más tensa, más constrictora, más asfixiante que nunca. La histeria, tanto tiempo mantenida a raya gracias a su aturdimiento, envió temblores de renovada furia a través de sus lacerados brazos y piernas. Maia luchó desesperadamente contra el grito de su garganta. Entonces, inesperada y sin paliativos, la luz le golpeó los ojos con un brillo repentino y doloroso, superando incluso el pánico, ahogando todos los pensamientos con su pura y cegadora belleza. Sus oídos se llenaron de ruido: golpes, arrastrar de objetos y gritos roncos. Maia jadeó estremeciéndose mientras las formas borrosas se convertían en siluetas y finalmente en caras manchadas de hollín, claramente delimitadas por las oscilantes bombillas. Arrodillados, marineros y pasajeras usaron sus manos desnudas para despejar más carbón de su cabeza. Alguien con un trapo y un cubo le limpió los ojos, la nariz y la boca, y después le dio agua.
Finalmente, Maia pudo pronunciar unas cuantas palabras.
—N—no… os m—molestéis… con… migo… —Sacudió la cabeza, abriéndose nuevos arañazos en el cuello—. Ho… hombre… ahí… abajo.
Apenas fue un gemido, pero actuaron como si la comprendieran, y comenzaron a cavar furiosamente allí donde Maia les indicó con la barbilla. Mientras tanto, otro grupo liberó gradualmente el resto de su cuerpo. Cuando estaba casi libre, un cubo amarillo volcado apareció debajo, y el trabajo se aceleró.
En ese punto, Maia podría haberles ahorrado el esfuerzo. La mano que aún le agarraba el tobillo estaba cada vez más fría. Sin embargo, no fue capaz de decirlo. Siempre había una posibilidad…
Nunca supo su nombre. Ni siquiera era un miembro de su raza. Sin embargo, se echó a llorar cuando vio su cara púrpura y sus ojos hinchados. Unas manos soltaron los dedos del hombre de su pierna, y con esa rotura de contacto supo con trágica certeza e inusitada sensación de pérdida que nunca más volverían comunicarse a este lado de la muerte.
Las aves marinas emitían posesivas llamadas territoriales, advirtiendo a otras de su especie que se mantuvieran apartadas de sus nidos, cincelados en los empinados acantilados que daban a la bahía de Grange Head. Celosas de sus vecinas, las aves ignoraban a un pequeño grupo de bípedos que recorrían los acantilados colgados de frágiles cuerdas, recolectando por turnos plumas dispersas en grandes bolsas y recogiendo alternativamente más criaturas para la recolecta de parejas de aquel año. Desde lejos, o incluso desde el cercano punto de observación de los pájaros, nadie podía diferenciar a las bronceadas mujeres de pelo negro y finos huesos que ejecutaban estas extrañas tareas. Todas parecían idénticas.
Aburrida, sin mucho interés, Maia contemplaba a la familia de recolectoras trabajar su granja de plumas desde aquellas vertiginosas alturas. Era un nicho, desde luego. Uno que ella jamás se habría sentido tentada a ocupar. Sin embargo, en aquel momento su destino era algo igualmente en equilibrio.
Todos los anhelos y los ambiciosos planes de la infancia yacían rotos, y su corazón estaba aturdido.
Con un fuerte suspiro miró las cifras que había garabateado en la pizarra. Los cálculos no necesitaban otra comprobación. Con torpeza, porque cada movimiento aún le causaba dolor, le dio la vuelta a la tablilla y la deslizó sobre la mesa.
—He terminado, capitán Pegyul.
El alto marino de chupadas mejillas alzó la cabeza de sus propios cálculos y la miró un instante. Se rascó el cogote, tras la ajada gorra verde.
—Bueno, pues entonces dame otro minuto, ¿quieres?
Sentada en una barandilla cercana, la contramaestre Naroin fumaba en pipa. Sacudió la cabeza ante Maia. No te exhibas ante los oficiales. Ése sería su consejo .
¿Qué me importa? , respondió Maia, con un encogimiento de hombros. Con el navegante y el segundo oficial perdidos en la tormenta, y el primer oficial en cama con una concusión, sólo había una persona a bordo capaz de ayudar al capitán del Wotan a pilotar aquella bañera. Tras esforzarse por convertir una afición en una habilidad útil, Maia había aprendido rápidamente por qué según la tradición se requería más de un ojo en el sextante, para comprobar cada medición. La costumbre prevaleció durante las dos últimas terribles semanas, hasta que recuperaron el rumbo. Todos ellos habían cometido a menudo errores que podrían haber causado algún desastre, si los demás no hubieran estado allí para darse cuenta.
Pero aquí estamos. Eso es lo que importa, supongo .
Estaba dispuesta a satisfacer el deseo del capitán para este ejercicio final, comparando notas sobre técnica en una bahía segura, cuya posición oficial era conocida al centímetro. Ayudaba a pasar el tiempo mientras sus heridas sanaban, y mientras miraba por rutina el mar, esperando divisar una vela que sabía que nunca iba a aparecer.
El capitán recogió su punzón y descubrió una carta en la que aparecían las coordenadas de la bahía de Grange Head.
—Bien, tienes razón. No tenía visión de amanecer a causa del satélite rojo en el Arado. Son cinco pulsos, no tres. Por eso mi longitud estaba mal.
Maia intentó ser amable, por Naroin.
—Es un error fácil de cometer en el crepúsculo, capitán. Los Exteriores han colocado un nuevo señalizador este verano, como favor a la Autoridad de Navegación de Caria, después de que la antigua luz de cinco segundos se apagara.
—Mm. Si tú lo dices… Un nuevo satélite pulsador. Qué bien. Debe de haber sido publicado. Nuestra tele santuario ha estado estropeada, pero eso no es ninguna excusa. Ya debe estar arreglada, maldición.
»Lo hemos tenido fácil durante mucho tiempo —suspiró—. Es raro que una tormenta de verano se produjera tan tarde este año.
Puedes decirlo otra vez , pensó Maia. Los efectos de la galerna habían aparecido sobre las aguas aún revueltas al día siguiente, cuando los vientos por fin se calmaron lo suficiente para que pudieran buscar. Tablones y otros restos de naufragio rescatados indicaban que el suyo no había sido el único drama vivido durante la noche. El momento culminante llegó mientras surcaban las aguas de un lado a otro, buscando desesperados, y encontraron un trozo de madera a la deriva que, tras ser izado a bordo, mostró parte de las letras Z—E—U.
Las pasajeras y la tripulación se quedaron mirando en un aturdido silencio. Los días siguientes tampoco aportaron ninguna esperanza. El silencio en la radio se volvió desesperante. Ayudar a la tripulación a llevar a puerto su barco herido proporcionó a Maia una bendita distracción a su dolor y su ansiedad.
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