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David Brin: Tiempos de gloria

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David Brin Tiempos de gloria

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La joven Maia, una descastada nacida en verano, debe abandonar el clan de sus privilegiadas medio hermanas clones nacidas en invierno. Su difícil y peligroso viaje iniciático arranca en los muelles de Puerto Sanger y prosigue a bordo de uno de los barcos tripulados por los escasos hombres (menos de un veinte por ciento) que forman la población de Stratos, un mundo creado por y para las mujeres. Sólo el difícil y lejano éxito le permitirá ser la fundadora de un nuevo clan. Las manipulaciones genéticas de la Madre Fundadora Lysos han creado en Stratos un mundo nuevo y distinto, dominado por mujeres que se reproducen por clonación. Una nueva opción sociopolítica, tecnológica, ecológica y, sobre todo, en el ámbito de la relación entre ambos sexos. En la senda de la literatura que denuncia las relaciones entre los sexos o propone establecer nuevos vínculos, se une a obras ya clasicas como de Ursula K. Le Guin.

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—Te doy las gracias por tu tiempo y sabiduría, señora —dijo el cofrade, haciendo que Maia parpadeara—. Al alquilar uno de nuestros barcos a las salvajes piratas, perjudicamos inintencionadamente a las de tu casa. Sin embargo, has sido generosa con nosotros.

—Yo… —Maia se quedó sin habla al ser interpelada de aquella manera.

El comodoro continuó.

—Si llega un invierno en que tu casa busque a hombres diligentes, preparados para cumplir su deber con orgullo y placer, cualquiera de éstos —hizo un gesto hacia sus camaradas más jóvenes, que asintieron—, acudirá alegremente, sin pensar en recompensas del verano. —Hizo una pausa—. Sólo yo debo declinar, por la Regla de Lysos.

Mientras Maia permanecía en silencio, atónita, él hizo una nueva reverencia. Con confundido decoro, añadió:

—Espero que volvamos a vernos, Maia. Mi nombre… es Clevin.

Hubo escarcha de gloria esa noche. Cayó lentamente desde la estratosfera en una bruma cuyos suaves tentáculos de polvo titilante se posaron sobre las barandillas de madera, las losas y los lirios del estanque. La mayor parte se deshizo enseguida, llenando el aire de un leve perfume seductor. Maia vio los tentáculos iridiscentes caer, y le pareció estar ascendiendo a través de una bruma de estrellas microscópicas. Hasta pasado un buen rato no pudo dormir, temerosa de lo que pudiera suceder. Tendida en la cama, la piel cargada de extrañas sensaciones, se preguntó qué sucedería si soñaba. ¿Qué rostro acudiría a ella? ¿El de Brod? ¿El de Bennett? ¿Los de los hombres de la Cofradía de Pinniped?

¿Dispararían las hormonas femeninas un renovado y doloroso anhelo por Renna, su primer, aunque casto, amor masculino?

La impresión de haber conocido a su padre natural no había remitido. Sus pensamientos se agitaban, confundiéndola. Cuando por fin soñó, fue una fantasía extrañamente intangible: caía, flotaba, entre las sorprendentes y abstractas figuras de la pared de las maravillas de Jellicoe, siempre cambiantes.

Poco después del amanecer, llegó la doctora y anunció con satisfacción que sería su penúltima visita. Cuando quitó la ventosa agónica, Maia tuvo oportunidad de mirar de cerca la caja que había reprimido la viveza del dolor de su cuerpo y la pena de su corazón. Parecía un artículo modesto, producido en cadena para ser utilizado incluso por los médicos más humildes, en cualquier lugar de Stratos. Ahora Maia sabía también que era otro producto de un Formador inferior, una de aquellas fábricas automáticas que aún funcionaban bajo la atenta vigilancia del Consejo Reinante. Claramente, algunos artículos manufacturados eran demasiado importantes para ser dejados al puritanismo pastoral. Sin embargo, si el Perkinismo prevalecía, incluso aquellas piadosas cajitas desaparecerían.

—Aún necesitarás seguir descansando y recuperándote aquí, en Ursulaborg —le explicó Naroin más tarde, esa misma mañana, cuando regresó de su urgente misión—. Luego irás a Caria para declarar ante un grupo de sabias como nunca has visto. ¿Qué te parece?

Maia desplegó los brazos de su nuevo sextante y enfocó una flor cercana.

—Me parece que eres una policía, y que no debería decir nada más hasta que no vea a una abogada.

—¿Una abogada? —La otra mujer frunció el ceño—. ¿Para qué necesitas a una?

¿Para qué? Naroin podía ser su amiga, pero una clónica nunca era dueña de sí misma. Cuando la llevaran a Caria, habría una docena de excusas que los poderes que legislaban la Iglesia y el Consejo podrían emplear para encerrarla. En una prisión de verdad, esta vez. Una sin caminos secretos, patrullada por guardianas clónicas probadas durante siglos, potenciadas genéticamente para llevar a cabo su labor de vigilancia.

Maia había decidido no llegar a eso. Esta vez, actuaría primero. Antes de que se la llevaran de Ursulaborg, alguna oportunidad tendría de escaparse. Quizá durante su paseo diario. En cuanto pudiera confundirse entre la multitud, en la ciudad, buscaría refugio en algún lugar apartado donde la gente importante no pudiera encontrarla. Una ciudad costera tranquila y perdida. Encontraré un medio de ponerme en contacto con Leie y Brod. Abriremos una tienda para reparar los sextantes dañados por los marinos perezosos.

Quizá pudiera persuadir a Naroin para que mirara hacia otro lado en el momento adecuado. Pero sería mejor no contar con ello.

—No importa —le dijo a la mujer morena—. He tenido una pesadilla. No puedo escapar de la sensación de que aún estoy viviéndola.

—¿Quién podría reprochártelo, después de todo lo que te ha pasado? —Naroin sonrió. Como Maia no respondía, se inclinó hacia delante—. ¿Piensas que estás arrestada o algo así? ¿Es eso?

—¿Podría salir por la puerta principal, si quisiera hacerlo?

La delgada ex contramaestre frunció el ceño.

—No sería aconsejable, ahora mismo.

—Eso pensaba.

—No es lo que crees. Hay gente que no cuidaría de ti como nosotras.

—Claro. —Maia asintió—. Sé que sois mucho más amables que algunas. Olvida lo que he dicho.

Naroin se mordió el labio inferior tristemente.

—Quieres saber qué es lo que pasa. Pero todo cambia tan rápidamente… Mira, se supone que no puedo decir nada hasta que ella llegue, pero mañana vendrá alguien para hablar contigo, y luego escoltarte hasta la capital. Sé que no suena bien, pero es necesario. ¿Puedes confiar en mí hasta entonces? Te prometo que luego todo tendrá sentido.

Maia, en parte de mal humor, quería aferrarse al resentimiento. Pero era difícil desconfiar de Naroin. Habían soportado muchas cosas juntas. Preferiría estar muerta antes que no poder confiar en nadie.

—Muy bien —dijo—. Hasta mañana.

Naroin volvió a marcharse. Más tarde, Maia y sus escoltas estaban a punto de salir a dar su pequeño paseo de la tarde cuando llegó Hullin para entregarle una segunda hoja de papel sellada con cera roja. El corazón de Maia dio un brinco al ver la letra de Brod. Esperó a que el palanquín llegara a la plaza del mercado, y entonces la abrió.

Querida Maia:

Leie está bien y te envía su amor. Los dos te echamos de menos y nos alegramos de saber que estás en buenas manos. Esperamos que la vida sea bonita y aburrida para ti durante una temporada.

Maia sonrió. ¡Espera a que recibieran su próxima carta! ¡Leie se retorcería de envidia por no haber conocido a Clevin primero! Había otros asuntos más serios que discutir, pero sería bueno que supiera que una de sus fantasías infantiles se había cumplido.

¡Lysos, cómo añoraba a Brod y a Leie! Maia deseó desesperadamente que vinieran pronto.

Hemos estado menos ocupados últimamente. Nos pasamos casi todo el tiempo mirando mientras las madres de clase alta señalan y agitan los brazos y gritan un montón. De hecho, me sorprende que todavía estemos aquí, ya que un puñado de sabias llegaron de la universidad con grandes consolas, que han conectado a tu pared de imágenes. Han estado haciendo cosas sorprendentes. Dejaron de preguntarle a Leie cosas al respecto, así que supongo que piensan que la entienden.

¿Por qué esto hace que me sienta celosa? , se preguntó Maia. Ahora que el secreto se había difundido, tenía sentido que las eruditas investigaran las maravillas de otra era. Quizás aprendiesen un par de cosas… e incluso cambiaran de opinión respecto a algunos estereotipos.

Todos los hombres se han ido ya, excepto los que sirven en los barcos que traen suministros. También se han ido las vars y las policías locales que ayudaron a liberar Jellicoe de las saqueadoras. Nos han dicho que no hablemos con ninguno de los marineros, que tienen prohibido acercarse al Santuario y al Formador. Los hombres pasan el tiempo cargando y descargando cajas, remando por la laguna, explorando cuevas, viendo el paisaje. Creo que no tendré problemas entregando esta carta para…

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