¿La Estación Hawksbill? ¿Qué era eso? ¿Acaso algo relacionado con la máquina del tiempo? Barrett pronto lo descubrió.
Lo llevaron a una enorme habitación repleta de máquinas improbables. En el centro de todo había una reluciente placa metálica de unos ocho metros de diámetro. Encima, bajando del alto techo, había un conglomerado de aparatos que pesaban muchas toneladas, una serie de colosales pistones y núcleos de energía que parecían un monstruo prehistórico a punto de atacar… o quizá un gigantesco martillo. La sala estaba llena de técnicos muy atareados, mirando con atención diales y pantallas. Nadie habló con Barrett. Lo pusieron encima de la enorme placa parecida a un yunque debajo del martillo monstruoso. A su alrededor, la sala era pura actividad. Cuánto alboroto, se dijo, por un cansado prisionero político. ¿Irían a enviarlo ya mismo a la Estación Hawksbill?
En la sala había ahora un resplandor rojo. Pero durante un rato no ocurrió nada. Barrett se levantó pacientemente, sintiéndose un poco absurdo.
—¿Cómo está el calibrado? —dijo un voz a sus espaldas.
—Bien. Lo lanzaremos exactamente mil millones de años hacia atrás.
—¡Un momento! —gritó Barrett—. Mil millones de años…
No .le prestaron atención. No podría moverse. Se oyó un sonido agudo, y apareció un extraño olor en el aire. Entonces sintió el dolor, el dolor más intenso y desgarrador que había experimentado jamás. ¿Acaso habría bajado aquel martillo y lo habría aplastado? No veía nada. No estaba en ninguna parte. Y…
… caía…
… aterrizando…
… se incorporó, aturdido, sudando, desconcertado. Estaba en otra sala, rodeado por el mismo tipo de máquinas, pero las caras que lo rodeaban no eran las caras inexpresivas de técnicos impersonales. Reconoció esas caras. Miembros del Frente de Liberación Continental… hombres que no veía desde hacía años, hombres que habían sido arrestados, cuyo paradero no conocía nadie.
Allí estaba Norman Pleyel, con lágrimas en los dulces ojos.
—iJim… Jim Barrett… así que finalmente te mandaron aquí también, Jim! No intentes levantarte. Ahora estás bajo un shock temporal, pero pronto se te pasará.
—¿Ésta es la Estación Hawksbill? —dijo Barrett con voz ronca.
—Ésta es la Estación Hawksbill. Tal como la ves. —¿Dónde está?
—No dónde, Jim, sino cuándo. Esto queda en el pasado, a mil millones de años de distancia.
—No. No.
Negó con la cabeza aturdida. Así que la máquina de Hawksbill había funcionado, y los rumores tenían fundamento, y era allí adonde mandaban a los revolucionarios más problemáticos. Janet ¿estaba también en ese sitio?, preguntó. No, dijo Pleyel. Allí sólo había hombres. Veinte o treinta prisioneros que de algún modo se las arreglaban para sobrevivir.
A Barrett le costaba creerlo. Pero entonces le ayudaron a bajar del Yunque y lo sacaron del edificio para mostrarle cómo era el mundo, y se quedó mirando fascinado la curva de roca desnuda que bajaba suavemente hasta el mar gris, la costa deshabitada e impoluta, y entonces le cayó encima la realidad del destierro, y el golpe fue aún más doloroso que el que le había descargado el Martillo.
Al principio, en la oscuridad, Hahn no advirtió la presencia de Barrett. Se levantó despacio, sacudiéndose los abrumadores efectos de un viaje por el tiempo. Después de unos segundos se empujó hasta el borde del Yunque y dejó las piernas colgando. Las balanceó para reactivar la circulación. Aspiró profundamente varias veces. Por último se deslizó hasta el suelo. El resplandor del campo había desaparecido en el momento de su llegada, así que se movía con cautela, como tratando de no chocar contra nada.
De repente, Barrett encendió la luz y dijo: —¿Qué has estado haciendo, Hahn?
El joven retrocedió como si lo hubieran pinchado en el estómago. Ahogó un grito, saltó algunos pasos hacia atrás y levantó las dos manos en actitud defensiva…
—Contéstame —dijo Barrett.
Hahn pareció recuperar el equilibrio. Echó una rápida mirada más allá de la voluminosa figura de Barrett, hacia el vestíbulo, y dijo:
—Déjeme pasar. Ahora no se lo puedo explicar.
—Más vale que me lo expliques.
—Será más fácil para todos si no lo hago —dijo Hahn—. Por favor. Déjeme pasar.
Barrett siguió bloqueándole la puerta.
—Quiero saber dónde estuviste esta noche. Y qué anduviste haciendo con el Martillo.
—Nada. Sólo estudiándolo un poco.
—Hace un minuto no estabas en esta habitación. Después apareciste de la nada. ¿De dónde saliste, Hahn?
—Se equivoca. Estaba detrás del Martillo. No… —Te vi caer en el Yunque. Hiciste un viaje por el tiempo, ¿verdad?
—No.
—¡No me mientas! No sé cómo lo haces, pero has encontrado alguna manera de viajar hacia adelante en el tiempo, ¿no es así? Nos has estado espiando, y fuiste a alguna parte a llevar tu informe… y ahora estás de regreso.
La frente pálida de Hahn brillaba.
—Barrett, se lo advierto, no haga demasiadas preguntas en este momento —dijo con voz tensa—. Sabrá todo lo que quiere saber a su debido tiempo. Éste no es el momento adecuado. Ahora, por favor, déjeme pasar.
—Primero las respuestas —dijo Barrett.
Se dio cuenta de que estaba temblando. Ya conocía las respuestas, y eran respuestas que lo sacudían hasta el fondo del alma. Sabía dónde había estado Hahn.
Pero el propio Hahn tenía que admitirlo.
Hahn no dijo nada. Dio un par de pasos indecisos hacia Barrett, que no se movió. Hahn parecía estar adquiriendo impulso para iniciar una repentina carrera hacia la puerta.
—No saldrás de esta habitación —dijo Barrettmientras no me digas lo que quiero saber.
Hahn arremetió.
Barrett se plantó con firmeza, la muleta contra el marco de la puerta, la pierna sana apoyada en el suelo, y esperó al joven. Calculaba que pesaba por lo menos. cuarenta kilos más que Hahn. Eso podía alcanzar para equilibrar el hecho de que Hahn tenía unos treinta años menos y una pierna más. Al entrar en contacto, Barrett le agarró los hombros, tratando de sujetarlo para obligarlo a volver a la habitación.
Hahn cedió tres o cuatro centímetros. Miró a Barrett sin decir una palabra y empujó de nuevo. —No lo hagas —gruñó Barrett—. No… te… dejaré… —No quiero hacer esto —dijo Hahn.
Empujó otra vez. Barrett sintió que se doblaba ante el impacto. Hundió las manos todo lo posible en los hombros de Hahn, y trató de meterlo de nuevo en la habitación. Pero Hahn resistió, y toda la energía de Barrett se redujo a un empujón hacia atrás que rebotó sobre él mismo. Perdió el control de la muleta, que resbaló por el marco de la puerta y se le escapó de debajo del brazo. Por un angustioso instante todo el peso de Barrett se apoyó en la aplastada inutilidad de su pie izquierdo, y entonces, como si las extremidades se le estuvieran derritiendo debajo del cuerpo, empezó a hundirse hacia el suelo. Aterrizó con un resonante estrépito.
Quesada, Altman y Latimer entraron corriendo en la habitación. Barrett se retorcía de dolor en el suelo, clavando los dedos en el muslo de la pierna herida. Hahn estaba de pie a su lado con cara triste, las manos entrelazadas.
—Lo siento —dijo—. No tendría que haberme cerrado así el paso.
Barrett lo miró furioso.
—Viajaste por el tiempo, ¿no es así?. ¡Ahora puedes contestarme!
—Sí —dijo por fin Hahn—. Fui Arriba.
Una hora más tarde, después de que Quesada le inyectó suficientes calmantes para que no aullara de dolor, Barrett oyó la historia completa. Hahn no quería revelar aquello tan pronto, pero había cambiado de idea después de la pequeña pelea.
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