Robert Silverberg - Estación Hawksbill

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Estación Hawksbill: краткое содержание, описание и аннотация

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En las primeras décadas del siglo XXI se instala en Estados Unidos un gobierno autoritario que secuestra a los disidentes y los mete en la cárcel secreta de mayor seguridad de todos los tiempos: el pasado remoto. Usando una nueva tecnología que permite trasladar objetos y seres vivos por el tiempo, las autoridades crean en el período cámbrico, a mil millones de años de nosotros, la Estación Hawksbill, una penitenciaría sin rejas pero cercada por un paisaje rocoso, inhóspito y monótono, y por mares en los que abundan primitivas formas de vida. En ese mundo gris, lo único que anima a los presos es la llegada de nuevos compañeros con noticias de un futuro cada vez más borroso y lejano.

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Barrett creía que llevaba detenido cuatro semanas cuando lo sacaron de la celda y lo trasladaron al departamento de interrogatorios. No estaba seguro, porque había tenido algunas dificultades para llevar la cuenta exacta de los días, pero creía que eran unas cuatro semanas. Nunca había sentido que veintiocho días pasaran tan despacio. No se sorprendería nada si se enterara de que llevaba en esa celda cuatro años cuando fueron a buscarlo.

Un coche eléctrico pequeño de nariz chata lo llevó por interminables laberintos y lo entregó en una oficina alegre donde pasó por un complicado proceso de registro. Cuando terminaron las rutinas, dos monitores lo acompañaron hasta un cuarto pequeno y austero, donde había un escritorio, un sofá y una silla.

—Acuéstate —dijo un monitor.

Barrett obedeció. Se daba cuenta de que a su alrededor se iba formando una barrera inhibidora. Estudió el techo. Era gris y perfectamente liso, como si el cuarto entero estuviera hecho con la misma pieza de material. Le permitieron examinar la perfección del techo durante varias horas, y después, cuando ya empezaba a tener hambre, una parte de la pared se deslizó lo suficiente para dejar pasar la enjuta figura de Jack Bernstein.

—Sabía que eras tú, Jack —dijo Barrett con voz tranquila.

—Por favor, llámame Jacob.

—De niño nunca dejabas que te llamaran Jacob —dijo Barrett—. Insistías en que tu nombre era Jack, incluso en la partida de nacimiento. ¿Recuerdas cuando un grupo de compañeros de clase se enfadó contigo y te persiguió por todo el patio de recreo gritando Jacob, Jacob, Jacob? Entonces tuve que salvarte. ¿Cuánto tiempo ha pasado, Jack? ¿Veinticinco años? Dos tercios de nuestra vida, Jack. Jacob —Je molesta si te sigo llamando Jack? Después de tanto tiempo no puedo acostumbrarme al cambio.

—Te conviene llamarme Jacob —dijo Bernstein—. Tengo mucho poder sobre tu futuro.

—No tengo ningún futuro. Soy prisionero para el resto de mi vida.

—No necesariamente.

—No me tomes el pelo, Jack. El único poder que tienes es decidir, tal vez, si me torturan o si simplemente dejan que me pudra de aburrimiento. Y la verdad es que me importa un bledo lo que pase. Estoy fuera de tu alcance, Jack. Nada de lo que puedas hacerme tiene importancia.

—No obstante —dijo Bernstein—, quizá te convenga cooperar conmigo, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes. Por desesperada que consideres tu situación actual, aún estás vivo, y quizá descubras que no queremos hacerte daño. Pero todo eso depende de tu actitud. Ahora resulta que me gusta que me llamen Jacob, y no creo que te cueste tanto adaptarte.

—Ya que querías cambiarte el nombre, Jack —dijo Barrett en tono afable—, ¿por qué no te pusiste judas?

Bernstein no contestó de inmediato. Atravesó la habitación y se detuvo junto al sofá donde estaba acostado Barrett, y lo miró con aire impersonal, distraído. Su cara, pensó Barrett, parece tranquila y relajada por primera vez desde que lo conozco. Pero ha perdido más peso. Sus pómulos son como cuchillos. No puede pesar más de cincuenta kilos. Y sus ojos son tan, tan brillantes…

—Qué imbécil has sido siempre, Jim —dijo Bernstein.

—Si. No tuve la sensatez de ser radical cuando tú entraste en el movimiento clandestino. Después no tuve la sensatez de saltar al otro lado cuando hubiera sido conveniente.

—Y ahora no tienes la sensatez de complacer a tu interrogador.

—No sé venderme, Jack. Jacob.

—¿Ni siquiera para salvarte?

—¿Qué pasa si no quiero salvarme?

—La Revolución te necesita, ¿no es así? —preguntó Bernstein—. Es tu deber salir de aquí y seguir con tu tarea sagrada de derribar al gobierno.

—¿De veras?

—De veras.

—No lo creo, Jack. Estoy cansado de ser un revolucionario. Siento que me gustaría quedarme aquí acostado descansando durante los próximos cuarenta o cincuenta años. Teniendo en cuenta lo que son las prisiones, ésta es bastante cómoda.

—Puedo conseguir que te liberen —dijo Bernstein—. Pero sólo si cooperas.

Barrett sonrió.

—De acuerdo, Jacob. Dime qué quieres saber y veré si puedo darte las respuestas que buscas. —Ahora no tengo preguntas.

—¿Ninguna? —Ninguna.

—Qué manera estúpida de interrogar a un hombre, ¿no te parece?

—Sigues resistiéndote mucho, Jim. Volveré en otro momento, y hablaremos de nuevo.

Bernstein salió de la habitación. Dejaron solo a Barrett durante un par de horas, hasta que pensó que enloquecería de aburrimiento, y entonces le llevaron comida. Esperaba que Bernstein regresase después de la cena, pero Barrett no volvió a ver al interrogador por un largo tiempo.

Esa noche lo metieron en un tanque de interrogatorios.

Según la teoría, muy razonable por otra parte, si se priva a alguien de todos los estímulos sensoriales se le reduce la individualidad, y por lo tanto su tendencia a la obstinación. Tapónale las orejas, tápale los ojos, mételo en un baño caliente de nutrientes, envíale comida y aire por conductos plásticos, déjalo flotar ociosamente, como si estuviera en el útero, día tras día, hasta que se le pudra el espíritu y se le erosione el ego. Barrett entró en el tanque. No oía. No veía. Poco tiempo después no podía dormir.

Acostado allí en el tanque, se dictó su propia autobiografía, un documento de varios volúmenes. Inventó juegos matemáticos de gran complejidad. Recitó los nombres de los estados de los viejos Estados Unidos de Norteamérica y trató de recordar los nombres de sus capitales. Revivió escenas que habían sido culminantes en su vida, alterando de vez en cuando el guión.

Después hasta pensar le costaba, y se dejó flotar a la deriva en la marea amniótica. Llegó a creer que estaba muerto, y que aquello era la otra vida, el descanso eterno. Pronto su mente entró en una renovada actividad, y esperó ansiosamente a que lo sacaran del tanque y lo interrogaran; después esperó con desesperación, y después esperó con furia, y después, sencillamente, dejó de esperar.

Después de algo así como ochocientos años, lo sacaron del tanque. .

—¿Cómo te sientes? —preguntó un guardia. La voz fue como un chillido. Barrett se llevó las manos a las orejas y cayó al suelo. Lo levantaron.

=Ya te acostumbrarás al sonido de las voces —dijo el guardia.

—Basta —murmuró Barrett—. ¡Cállate!

No soportaba ni siquiera el sonido de su propia voz. Los latidos de su corazón eran truenos despiadados en sus oídos. Su respiración producía un susurro feroz, como si unas ráfagas de viento estuvieran destrozando bosques. Tenía los ojos anestesiados por la avalancha de impresiones visuales. Temblaba. Sentía escalofríos.

Jacob Bernstein fue a verlo cuando hacía una hora que lo habían sacado del tanque.

—¿Te sientes descansado? —preguntó Bernstein—. ¿Relajado, feliz, con ganas de cooperar?

—¿Cuánto tiempo estuve allí dentro?

—No estoy autorizado a decírtelo.

—¿Una semana? ¿Un mes? ¿Un año? ¿Qué día es hoy?

—Da igual, Jim.

—Por favor, deja de hablar. Tu voz me lastima los oídos.

Bernstein sonrió.

—Ya te adaptarás. Espero que hayas repasado tus recuerdos mientras descansabas, Jim. Ahora te pido que respondas a algunas preguntas. Para empezar, los nombres de personas de tu grupo. No todo el mundo… Sólo los que están en puestos de responsabilidad.

—Tú conoces todos los nombres —murmuró Barrett. —Quiero oírtelos a ti.

—¿Para qué?

—Quizá te sacamos del tanque antes de tiempo. —Entonces ponme allí de nuevo —dijo Barrett. —No seas testarudo. Hazme la lista de algunos nombres.

—Al hablar me duelen los oídos. Bernstein cruzó los brazos.

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