Robert Sawyer - El cálculo de Dios

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Una lanzadera espacial alienígena aterriza delante de un museo de la ciencia. Las compuertas de la nave se abren y de ésta desciende un ser con forma de araña gigantesca que, bajo la atónita mirada de los presentes solicita si puede ver a un paleontólogo. Así empieza una insólita investigación alienígena que pretende demostrar la existencia de Dios, pese a los recelos de Tom D. Jericho, un paleontólogo que, como tantos científicos racionalistas, parece no necesitar en absoluto la hipótesis de la existencia de un Dios creador. Pero tom no sólo se enfrentará a un dilema científico sino también a su propia e irremediable finitud, cuando le diagnostiquen un cáncer terminal. ¿Será entonces capaz de poner en cuestión sus teorías racionalistas acerca de la inexistencia del Creador?

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Pero ahora, esa diáfana atmósfera exterior había salido despedida en una explosión fenomenal, y la estrella en sí se expandía con rapidez, hinchándose a muchas veces su diámetro normal —aunque como Betelgeuse era una estrella variable, se hacía difícil precisar cuál era exactamente su diámetro normal—. Pero, claro, nunca antes había alcanzado esas proporciones. Una concha blanco amarilla de gas supercaliente, un plasma letal, se expandía hacia fuera desde el disco hinchado, lanzándose en todas direcciones.

Desde el suelo, a la luz del día, lo único que podíamos ver era un brillante punto de luz, llameando y titilando.

Pero los telescopios de la nave espacial mostraban más.

Mucho más.

Increíblemente más.

A través de ellos, uno podía ver otra explosión agitando la estrella —l egó a inclinarse ligeramente en los campos de visión de los telescopios— y más plasma saliendo al espacio.

Y luego lo que pareció ser un pequeño desgarrón vertical —de bordes irregulares, sus lados manchados con penetrante energía blanco azulada— se abrió a una corta distancia a la derecha de la estrel a. El desgarrón se hizo mayor, más irregular, y luego…

… y luego, una sustancia más obscura que el espacio mismo empezó a salir del desgarrón, fluyendo de él. Era viscosa, casi como si del otro lado estuviese rezumando alquitrán, pero…

Pero, claro, no había «otro lado» —no había forma en que un agujero pudiese aparecer en la pared del universo, dejando de lado mi fantasía de agarrar el espacio en sí y retirarlo como si fuese la puerta de una tienda de campaña—. El universo, por definición, se contenía a sí mismo. Si la obscuridad no venía del exterior, entonces el desgarrón debía de ser un túnel, un agujero de gusano, una unión, una deformación, una puerta estelar, un atajo. Algo que conectaba dos puntos del cosmos.

La masa negra siguió fluyendo. Tenía bordes definidos; las estrellas se volvían invisibles a medida que su perímetro pasaba frente a ellas. Asumiendo que realmente estuviese cerca de Betelgeuse, debía ser enorme; el desgarrón debería tener más de cien millones de kilómetros de longitud, y el objeto que salía de él varias veces esa distancia en su diámetro. Evidentemente, como era algo completa y absolutamente negro, sin reflejar ni radiar ninguna luz, no tenía espectro que analizar por efecto Doppler, y no habría forma fácil de realizar un estudio para determinar la distancia del objeto.

Pronto, toda la masa había pasado por el desgarrón. Tenía una estructura de mano — una masa central con seis apéndices distintivos—. Tan pronto como estuvo libre, el roto en el espacio se cerró y desapareció.

La moribunda Betelgeuse se contraía de nuevo, cayendo sobre sí misma. Lo que había sucedido hasta ahora, dijo Donald Chen, no era más que el preámbulo. Cuando el gas descendente golpease el núcleo de hierro por segunda vez, la estrella estallaría de verdad, llameando con tal brillo que incluso nosotros —a cuatrocientos años luz de distancia— no deberíamos mirarla directamente.

El objeto negro se movía por el firmamento girando como una rueda con radios, como si —no podía ser; no, no podía ser— sus seis extensiones se apoyasen en la misma estructura del espacio. El objeto se movía hacia el disco en contracción de Betelgeuse. La perspectiva era compleja de elucidar —no fue hasta que uno de los miembros de la obscuridad tocó, y luego cubrió, el borde del disco que quedó claro que el objeto estaba al menos ligeramente más cerca de la Tierra que de Betelgeuse.

Mientras la estrella seguía colapsando tras ella, la obscuridad se interpuso aún más entre allí y aquí, hasta que pronto hubo eclipsado por completo Betelgeuse. Desde el suelo, todo lo que podíamos ver era que la estrella superbrillante había desaparecido; Sol ya no tenía un rival en el cielo diurno. Pero a través de los telescopios de la Merelcas, la forma negra era claramente visible, una mancha de tinta de múltiples brazos sobre el fondo de estrel as. Y luego…

Y luego Betelgeuse debió de hacer lo que Chen había dicho, explotando tras la obscuridad, con más energía que 100 millones de soles. Visto desde los mundos al lado opuesto, la gran estrella debe de haber llameado terriblemente, una erupción de luz cegadora y calor abrasador, acompañado de rugidos de ruido de radio. Pero desde la perspectiva de la Tierra…

Desde la perspectiva de la Tierra, todo estaba oculto. Aun así, la mancha de tinta pareció saltar hacia delante, hacia los ojos de los telescopios, como si la hubiesen golpeado desde atrás, su masa central expandiéndose para llenar más campo de visión al acercarse. Los seis brazos, mientras tanto, estaban hacia atrás, como los tentáculos de un calamar visto desde el frente.

Fuese lo que fuese ese objeto, soportó lo peor de la explosión, protegiendo a la Tierra —y presumiblemente también a los mundos de forhilnores y wreeds— de la embestida que de otra forma hubiese destruido la capa de ozono de cada uno de esos mundos.

De pie en el exterior del RMO, no sabíamos qué había sucedido —todavía no, no entonces—. Pero lentamente se hizo la luz del entendimiento, aunque no la de la supernova. De alguna forma, los tres mundos se habían salvado.

La vida continuaría. Increíblemente, afortunadamente, milagrosamente, la vida seguiría.

Al menos para algunos.

31

Finalmente llegué a casa esa noche; a los refugiados en el metro les llegó la noticia de que, de alguna forma, el desastre se había evitado. A las ocho de la noche pude coger un tren abarrotado en dirección a la estación Union; lo cogí a pesar de que tuve que permanecer de pie todo el trayecto hasta casa. Quería ver a Susan, ver a Ricky.

Susan me abrazó con tal fuerza que me hizo daño, y Ricky me abrazó también, y todos nos fuimos al sofá y Ricky se sentó en mis rodillas, y nos abrazamos más, una familia.

Más tarde Susan y yo llevamos a Ricky a la cama, y le di un beso de buenas noches, mi niño, mi hijo, al que amaba con todo mi corazón. Con tantas cosas alterando su vida recientemente, era demasiado joven para comprender lo que había pasado hoy.

Susan y yo nos sentamos en el sofá, y a las 10:00 vimos las imágenes tomadas por los telescopios de la Merelcas, emitidas como historia principal en The National. Peter Mansbridge tenía un aspecto más adusto que de costumbre mientras relataba lo cerca que la Tierra estuvo de su fin. Después de mostrar el metraje, Donald Chen del RMO se unió a él en el estudio —el Centro de Emisión de la CBC estaba más o menos al sur del museo— para explicar en detal e lo que había sucedido, y para confirmar que la anomalía (ésa fue la palabra empleada por Don) negra seguía interpuesta entre la Tierra y Betelgeuse, protegiéndola.

Mansbridge concluyó la entrevista diciendo:

—Supongo que a veces tenemos suerte —se volvió hacia la cámara—. En otras noticias de hoy…

Pero no había más noticias —ninguna que importase lo más mínimo, ninguna que se pudiese comparar con lo sucedido hoy.

«A veces tenemos suerte», había dicho Mansbridge. Pasé un brazo sobre los hombros de Susan, la acerqué a mí, sentí el calor de su cuerpo, olí la fragancia de su champú. Pensé en el a, y, por una vez, no en el poco tiempo que nos quedaba sino de los momentos maravillosos que habíamos compartido en el pasado.

Mansbridge tenía razón. En ocasiones, efectivamente, tenemos suerte.

Al día siguiente, en el metro de camino al museo, me vino una revelación completa.

Pasó más de una hora desde que llegué a mi despacho hasta la aparición del avatar de Hollus. Estuve inquieto todo el tiempo, esperándola.

—Buenos días, Tom —dijo—. Me gustaría disculparme por la dureza de mis palabras de ayer. Fueron…

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