El bebé agitó sus manitas al aire, agarró un dedo de Arevin y lo bajó. Arevin sonrió.
—Eso es algo que no puedo hacer por ti, pequeño —dijo. El bebé chupó la yema de su dedo y la masticó feliz, sin llorar al comprobar que no salía leche. Sus ojos eran azules, como los de Serpiente. Muchos bebés tienen los ojos azules, pensó Arevin. Pero esto era suficiente para sumirle en sueños. Soñaba con Serpiente casi todas las noches, o al menos todas las noches que podía dormir. Nunca se había sentido así con respecto a nadie. Se aferraba a los recuerdos de las pocas ocasiones en que se habían tocado: apoyados uno contra el otro en el desierto; el contacto de sus fuertes dedos sobre su mejilla magullada; en la tienda de Stavin, donde él la había consolado. Era absurdo que el instante más feliz de su vida le pareciera el momento anterior a su marcha, cuando la abrazó y esperó que decidiera quedarse. Y se habría quedado, pensó. Porque necesitamos una curadora, y tal vez en parte por mí. Se habría quedado más tiempo si hubiera podido.
Aquella fue la única vez que había llorado en lo que alcanzaba su memoria. Sin embargo, comprendía que ella no estuviera dispuesta a quedarse con sus habilidades mutiladas, pues ahora mismo también él se sentía mutilado. No servía para nada. Lo sabía, pero no podía hacer nada para evitarlo. Cada día esperaba que Serpiente decidiera regresar, aunque sabía que no lo haría. No tenía idea de cuál sería su destino en las profundidades del desierto. Podría haber viajado desde la estación de los curadores durante una semana, o un mes, o medio año, antes de llegar al desierto y decidir cruzarlo en busca de nueva gente y nuevos lugares.
Debería de haberse marchado con ella. Ahora estaba seguro de ello. En su pena, ella no habría podido aceptarlo pero él tendría que haber visto inmediatamente que ella nunca sería capaz de explicar a sus maestros lo que había sucedido allí. Ni siquiera la capacidad reflexiva de Serpiente la ayuda ría a comprender los terrores que el pueblo de Arevin sentía hacia las víboras. Arevin lo comprendía por propia experiencia, por la pesadilla que aún sufría concerniente a la muerte de su hermana pequeña, por el frío sudor que corrió por su cuerpo cuando Serpiente le pidió que agarrara a Sombra. Y lo sabía por su propio miedo mortal cuando la víbora de arena mordió la mano de Serpiente, pues ya la amaba entonces y creyó que iba a morir.
Serpiente estaba asociada con los dos únicos milagros que Arevin había visto en su vida. El primero era que no había muerto, y el segundo que había salvado la vida de Stavin.
El bebé abrió los ojos y chupó con más fuerza el dedo de Arevin. El muchacho bajó de la piedra y extendió una mano. La enorme vaca lanuda colocó la quijada en su palma y él la rascó.
—¿Quieres dar un poco de leche a este niño? —preguntó Arevin. Le palmeó la espalda, el costado y el estómago y se arrodilló a su lado. La vaca no tenía mucha leche en esta época del año, pero el ternero estaba casi crecido ya. Arevin frotó brevemente la ubre con su manga y luego alzó al bebé de su prima para que la alcanzara. Sin sentir más miedo por la inmensa bestia que Arevin, el bebé mamó hambriento.
Cuando quedó saciado, Arevin rascó de nuevo a la vaca almizclera bajo la quijada y volvió a subir al peñasco. Poco después, el niño se quedó dormido, con sus deditos agarrados a la mano de Arevin.
—¡Primo!
Miró alrededor. La jefa del clan subió al peñasco y se sentó junto a él. Su largo pelo suelto se movía al débil viento. Se inclinó y sonrió al bebé.
—¿Cómo se ha portado?
—Perfectamente.
Se apartó el pelo de la cara.
—Son mucho más fáciles de llevar cuando los puedes cargar a la espalda. Y cuando se los suelta de vez en cuando. —sonrió. No siempre era tan reservada y digna como cuando recibía a los huéspedes del clan.
Arevin consiguió sonreír.
Ella colocó una mano sobre la de él.
—Querido mío, tengo que preguntarte qué te pasa. Arevin se encogió de hombros, cohibido.
—Intentaré hacerlo mejor —dijo—. He sido de poca utilidad últimamente.
—¿Crees que he venido a criticarte?
—Me lo merecería —Arevin no miró a la líder de su clan, su prima, sino que se centró en su hijo. Ella le soltó la mano y le pasó un brazo por encima de los hombros.
—Arevin —dijo, hablándole directamente por su nombre por tercera vez en su vida—. Arevin, eres valioso para mí. Con el tiempo, podrías ser elegido líder del clan, si así lo quisieras. Pero debes poner en paz tu mente. Si ella no te quiso…
—Nos queríamos —contestó Arevin—. Pero no podía continuar su trabajo aquí y dijo que no podía ir con ella. Ahora no puedo seguirla —miró al bebé. Desde la muerte de sus padres, Arevin había sido aceptado como miembro del grupo familiar de su prima. Había seis compañeros adultos, dos niños, ahora tres, y Arevin. Sus responsabilidades no estaban bien definidas, pero se sentía responsable de los chiquillos. Especialmente ahora, con el viaje a los territorios de invierno por delante, el clan necesitaba el trabajo de cada miembro. Desde ahora hasta el final del viaje, los bueyes almizcleros tendrían que ser vigilados día y noche, en caso contrario se dirigirían al este en pequeños grupos, buscando nuevos pastos, y nunca volverían a verlos. Encontrar comida era un problema igualmente difícil para los seres humanos en esa época del año. Pero si se marchaban demasiado pronto, llegarían a los territorios de invierno cuando el forraje estuviera aún recién brotado y fácil de dañar.
—Primo, dime qué quieres.
—Sé que el clan no puede prescindir de nadie ahora mismo. Tengo responsabilidades hacia ti, hacia este niño… Perola curadora… ¿cómo puede ella explicar lo que ha sucedido aquí? ¿Cómo podrá hacerlo comprender a sus maestros cuando ni ella misma puede comprenderlo? Vi cómo la mordía una víbora de la arena. Vi cómo la sangre y el veneno corrían por su brazo. Pero apenas lo notó. Dijo que nunca lo sentiría.
Arevin miró a su amiga, pues no le había hablado a nadie del incidente de la víbora, pensando que no lo creerían. La mujer estaba sorprendida, pero no discutió su palabra.
—¿Cómo puede explicar lo mucho que temíamos lo que ofrecía? Le dirá a sus maestros que cometió un error y que por su culpa murió la serpiente. Ella se considera responsable. Ellos lo pensarán también, y la castigarán.
La líder del clan paseó la mirada por el desierto. Alzó una mano y se colocó un rizo de pelo gris canoso tras la oreja.
—Es una mujer orgullosa —dijo—. Tienes razón. No buscará excusas.
—No volverá si la exilian. No sé adonde irá, pero nunca la volveremos a ver.
—Las tormentas se acercan —dijo la líder bruscamente. Arevin asintió.
—Si fueras tras ella…
—¡No puedo! ¡Ahora no!
—Querido, hacemos las cosas de la forma en que las hacemos para que todos podamos estar libres la mayor parte del tiempo, en vez de que haya sólo algunos pocos libres constantemente. Te estás encadenando a la responsabilidad cuando circunstancias extraordinarias exigen tu libertad. Si fueras mi compañero y tu trabajo fuera cuidar al niño, el problema sería más difícil, pero no necesariamente imposible de resolver. Tal como están las cosas, mi compañero ha tenido mucha más libertad desde el nacimiento del niño delo que esperaba cuando decidimos concebirlo. Y es por tu disposición a hacer más de lo que compartes.
—No es así —dijo Arevin rápidamente—. Quería ayudar con el niño. Lo necesitaba. Necesitaba… —se detuvo, sin saber qué había empezado a decir—. Le estaba agradecido por permitirme ayudar.
—Lo sé. Y no puse ninguna objeción. Pero él no te estaba haciendo ningún favor. Tú le hacías uno a él. Tal vez ahora es el momento de devolverle sus responsabilidades — sonrió amablemente—. Tiende a dedicarse demasiado a su trabajo.
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