Alex se puso pálido, pero no retrocedió. Merideth le llamó. Alex miró a sus dos compañeros, luego a Serpiente durante un largo y desafiante momento.
—¿Y la otra serpiente? —Le dio la espalda y se puso al lado de Jesse.
Serpiente introdujo los dedos en la bolsa y buscó el compartimento de Sombra. Sacudió la cabeza, espantando la imagen de Jesse muriendo por el veneno de Sombra. El veneno de la cobra mataría con rapidez. No sería agradable, pero sí rápido. ¿Cuál era la diferencia entre disfrazar el dolor con sueños y terminarlo con muerte? Serpiente nunca había causado deliberadamente la muerte de otro ser humano, ni por ira ni por piedad. No sabía si podría ni si debería hacerlo ahora. No podía decir si la repugnancia que sentía procedía de su formación o de algún conocimiento más profundo, más fundamental, de que matar a Jesse estaría mal.
Podía oír a los compañeros hablando en voz baja; voces, pero no palabras distinguibles: la de Merideth clara, musical y contenida, la de Alex profunda y ruda, la de Jesse sofocada y dudosa. De vez en cuando guardaban silencio y Jesse combatía otra oleada de dolor. Las próximas horas o días de su vida, los últimos, le arrancarían su fuerza y su espíritu.
Serpiente abrió el zurrón y dejó que Sombra saliera y se enroscara en su brazo, hasta el hombro. Agarró con suavidad a la cobra por la cabeza para que no pudiera atacar, y cruzó la tienda.
Todos la miraron, molestos por su irrupción en su grupo autosuficiente. Merideth, en particular, pareció no reconocerla durante un momento. Alex miraba de Serpiente a la cobra, con una extraña expresión de pena resignada y triunfante. Sombra sacaba la lengua para captar sus olores. Sus ojos brillaban como espejos de plata en la creciente penumbra. Jesse la miró, bizqueando, parpadeando. Alzó la mano para frotarse los ojos pero se detuvo al recordar, y tembló.
—¿Curadora? Acércate más, no veo bien.
Serpiente se arrodilló entre Merideth y Alex. Por tercera vez, no supo qué decir a Jesse. Parecía que fuera ella, y no Jesse, quien se estaba quedando ciega, con la sangre asomando por las retinas y aplastando los nervios, difuminando lentamente la visión en su mancha negra y escarlata. Serpiente parpadeó rápidamente y su visión se aclaró.
—Jesse, no puedo hacer nada contra el dolor —Sombrase removió suavemente en su mano—. Todo lo que puedo ofrecer…
—¡Díselo! —rugió Alex. Miraba como petrificado los ojos de Sombra.
—¿Crees que es fácil? —replicó Serpiente. Pero Alex no retiró la mirada.
—Jesse —dijo Serpiente—. El veneno natural de Sombra puede matar. Si quieres que yo…
—¿Qué estás diciendo? —gimió Merideth. Alex rompió su mirada fascinada.
—Merideth, cállate, ¿cómo puedes soportar…?
—Callaos los dos —dijo Serpiente—. La decisión no os corresponde a vosotros, sólo a Jesse.
Alex se sentó sobre sus talones; Merideth permaneció en pie, mirando cómo Jesse permanecía en silencio durante un largo rato. Sombra intentó reptar por el brazo de Serpiente y ésta la contuvo.
—El dolor no cesará —dijo Jesse.
—No —contestó Serpiente—. Lo siento.
—¿Cuándo moriré?
El dolor de tu cabeza se debe a la presión. Podría matarte… en cualquier momento. — Merideth se llevó las manos a la cara, pero Serpiente no podía explicarlo de forma más suave—. Como mucho, te quedan unos cuantos días. —Jesse dio un respingo al oírla.
—No deseo vivir más —dijo en voz baja.
Las lágrimas fluían por entre los dedos de Merideth.
—Merry, mi amor, Alex lo sabe —dijo Jesse—. Por favor, intenta comprender. Es hora de que os deje marchar. —Jesse miró a Serpiente sin verla—. Déjanos un momento a solas, y después te agradeceré tu regalo.
Serpiente se puso en pie y salió de la tienda. Le temblaban las rodillas y el cuello, y los hombros le dolían por la tensión. Se sentó en la dura arena, deseando que acabara la noche.
Miró al cielo, una fina franja bordeada por las paredes del cañón. Las nubes parecían peculiarmente densas y opacas esa noche, pues aunque la luna aún no se había alzado lo suficiente para permitir ver, un poco de su luz tendría que haberse difuminado en el cielo. De repente, advirtió que las nubes no eran inusitadamente densas, sino muy delgadas y móviles, demasiado delgadas para permitir el paso de la luz. Se movían con un viento que sólo soplaba por encima del suelo. Mientras miraba, un banco de nubes oscuras se separó, y Serpiente pudo ver claramente el cielo, negro y profundo, con puntos de luz multicolor. Serpiente se quedó mirándolos, esperando que las nubes no volvieran a unirse, y deseó que hubiera alguien cerca para compartir las estrellas. Había planetas girando en torno a aquellas estrellas, y personas viviendo en ellos, personas que podrían haber ayudado a Jesse si hubieran sabido que existía. Serpiente se preguntó si su plan había tenido alguna posibilidad de éxito, o si Jesse lo había aceptado porque a un nivel más profundo que el shock y la resignación, su amor a la vida era demasiado fuerte para dejarla ir.
En el interior de la tienda, alguien destapó un claro cuenco de luciérnagas.
La bioluminiscencia azul que se esparcía por la entrada se desparramó sobre la arena negra.
—Curadora, Jesse te llama. —Alta, demacrada y macilenta, la silueta de Merideth se recortó contra las sombras, su voz despojada de toda entonación.
Serpiente llevó a Sombra al interior. Merideth no volvió a hablarle. Incluso Alex la miró con una expresión llena de inseguridad y miedo. Pero Jesse le dio la bienvenida con sus ojos ciegos. Merideth y Alex se quedaron delante de la cama, como montando guardia. Serpiente se detuvo.
No dudaba de su decisión, pero la elección final seguía siendo de Jesse.
—Venid a besarme —dijo Jesse—. Luego dejadnos. Merideth se dio la vuelta.
—¡No puedes pedirnos que nos vayamos ahora!
—Ya tienes muchas cosas que olvidar —su voz temblaba de debilidad. Su pelo colgaba enmarañado en su frente, y en su rostro sólo quedaba una expresión de resistencia casi exhausta. Serpiente lo vio y Alex lo vio, pero Merideth se quedó de pie, con los hombros hundidos, la mirada clavada en el suelo.
Alex se arrodilló y se llevó gentilmente a los labios la mano de Jesse. La besó casi con reverencia, en los dedos, en la mejilla, en los labios. Ella depositó su mano sobre su hombro y la conservó allí un instante. Alex se levantó muy despacio, en silencio, miró a Serpiente y salió de la tienda.
—Merry, por favor, dime adiós antes de que te vayas. Aceptando la derrota, Merideth se arrodilló junto a ella, le apartó el pelo de la cara macerada y la abrazó. Ella devolvió el abrazo. Ninguno de los dos ofreció consuelo.
Merideth salió de la tienda, en un silencio que se hizo más largo de lo que Serpiente hubiese deseado. Cuando las pisadas se convirtieron en un susurro de arena contra cuero, Jesse tembló con un sonido entre el llanto y el gemido.
—¿Curadora?
—Estoy aquí. —Agarró la mano tendida de Jesse.
—¿Crees que habría salido bien?
—No lo sé —dijo Serpiente, recordando cómo una de sus maestras había regresado de la ciudad, tras haber encontrado únicamente las puertas cerradas y gente que se negaba a hablarle—. Quiero creer que sí.
Los labios de Jesse empezaban a adquirir una oscura tonalidad púrpura. Su labio inferior se había roto. Serpiente trató de secar la sangre, pero ésta fluía con la inconsistencia del agua y no pudo detenerla.
—Continúa —susurró Jesse.
—¿Qué?
—Sigue hasta la ciudad. Aún tienes que hacerles una petición.
—Jesse, no…
—Sí. Viven bajo un cielo de piedra, temerosos de todo lo que hay fuera. Pueden ayudarte, pero también necesitan tu ayuda. Se volverán todos locos dentro de unas pocas generaciones. Diles que viví y fui feliz. Diles que tal vez no habría muerto si hubieran contado la verdad. Decían que todo lo que había fuera mataba, y por eso pensé que no mataba nada.
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