Al salir del campamento en busca de un lugar resguardado donde sus animales no asustaran a nadie, Serpiente pasó junto a Alex, que observaba melancólicamente el cielo. Dudó, y él alzó la vista con expresión preocupada. Serpiente se sentó junto a él sin hablar. El muchacho se volvió hacia ella y la miró con sus ojos penetrantes: el tormento había hecho desaparecer la gentileza de su cara tornándola fea y siniestra.
—Fuimos nosotros, ¿verdad? Merideth y yo quienes le provocamos más daño.
—¿Vosotros? No, por supuesto que no.
—No tendríamos que haberla movido. Debí haberlo pensado. Tendríamos que haber trasladado el campamento. Talvez los nervios no estaban rotos cuando la encontramos.
—Lo estaban.
—Pero no sabíamos nada de su espalda. Pensamos que se había golpeado la cabeza. Pudimos haber torcido su cuerpo.
Serpiente colocó la mano sobre el antebrazo de Alex.
—La herida se debió al golpe —dijo—. Cualquier curandero podría verlo. Se dañó al caer. Créeme. Merideth y tú no podríais haber hecho nada.
Los duros músculos de su antebrazo se relajaron. Serpiente apartó la mano, aliviada. El macizo cuerpo de Alex contenía tanta energía, y se había controlado tan férreamente, que Serpiente temía que volviera su fuerza contra sí mismo. Era más importante para el grupo de lo que parecía, tal vez más importante incluso de lo que él pensaba. Alex era el práctico, el que mantenía el campamento, el que trataba con los que compraban el trabajo de Merideth y equilibraba las ansias aventureras de Jesse y el romanticismo artístico de Merideth. Serpiente esperaba que la verdad que le había dicho le permitiera tranquilizar su culpa y su tensión. Por ahora no podía hacer otra cosa por él.
Mientras se acercaba el crepúsculo, Serpiente acarició las suaves escamas de Susurro. Ya no se preguntaba si a la serpiente de piel diamantina le gustaba que la acariciaran, o incluso si una criatura con un cerebro tan pequeño podía sentir algún tipo de diversión. Aquella fría sensación bajo sus dedos le daba placer, y Susurro permanecía enroscada y quieta, sacando de vez en cuando la lengua. Su color era brillante y claro; había mudado de piel muy recientemente.
—Te dejo comer demasiado. Criatura perezosa —dijo Serpiente amistosamente.
Serpiente apretó la barbilla contra sus rodillas. En las rocas negras, los dibujos de la serpiente cascabel eran casi tan manifiestos como las escamas de Sombra. Ni serpientes, ni humanos ni ningún otro ser vivo en la tierra se había adaptado al mundo tal como existía ahora.
Sombra estaba fuera de su vista, pero aquello no la preocupaba en absoluto. Las dos serpientes estaban acostumbradas a ella y permanecían cerca e incluso la seguían. Ninguna tenía muchas habilidades para aprender más allá del hábito que los curadores les habían inducido, pero Sombra y Susurro regresarían cuando sintieran la vibración de su mano al golpear el suelo.
Serpiente se apoyó contra una roca, cómodamente envuelta en la túnica que el pueblo de Arevin le había dado. Se preguntó qué estaría haciendo Arevin, dónde se encontraría. Su gente era nómada, pastores de grandes bueyes almizcleros que producían fina lana. Para encontrar de nuevo al clan tendría que buscarlos. Ni siquiera sabía si aquello sería posible, aunque deseaba ansiosamente volver a ver al muchacho.
Ver a su gente siempre le recordaría la muerte de Silencio, si es que alguna vez era capaz de olvidarla. Sus errores y su fracaso al juzgarlos habían sido la razón de que Silencio estuviera muerta. Había esperado que aceptaran su palabra a pesar de su miedo y, sin pretenderlo, ellos le habían mostrado cuan arrogantes habían sido sus presunciones.
Se sacudió la depresión. Ahora tenía una oportunidad para redimirse. Si de verdad podía ir con Jesse, averiguar de dónde venían las serpientes del sueño y capturar nuevos ejemplares (si podía descubrir por qué no se reproducían en la tierra), regresaría triunfante y no en desgracia, venciendo allá donde generaciones de maestros y curadores habían fracasado.
Era hora de regresar al campamento. Escaló la pendiente de roca que cubría la boca del cañón y buscó a Sombra. La cobra estaba enrollada en una gran masa de basalto.
Al llegar a lo alto de la pendiente, Serpiente agarró a Sombra y sujetó su estrecha cabeza. No era tan formidable cuando no estaba excitada, tenía la cabeza tan estrecha como cualquier serpiente no venenosa. No necesitaba una cabeza grande, llena de veneno. El suyo era suficientemente poderoso para matar en pequeñas dosis.
Cuando Serpiente se dio la vuelta, el brillante atardecer llamó su atención. El sol era una naranja difuminada en el horizonte, que irradiaba franjas de púrpura y bermejo a través de las nubes grises.
Y entonces Serpiente vio los cráteres que se extendían a sus pies por el desierto. La tierra estaba cubierta de grandes hoyos circulares. Algunos, en el sendero de lava, se habían desmoronado y roto sus dulces bordes petrificados. Otros eran más claros, grandes agujeros excavados en la tierra, aún perceptibles después de tantos años de arenas cambiantes. Los cráteres eran tan grandes y se extendían hasta tan lejos que sólo podían tener un origen. Los habían abierto las explosiones nucleares. La guerra en sí había terminado hacía mucho tiempo, y casi había sido olvidada, pues había destruido a todos los que sabían o se preocupaban por las razones que la habían desencadenado.
Serpiente miró la tierra arrasada, contenta por no estar más cerca. En lugares como éste, efectos de la guerra se habían aliado visible e invisiblemente al tiempo de Serpiente; persistirían durante siglos después de su muerte. El cañón en donde ella y los compañeros se hallaban acampados probablemente no estaba a salvo por completo, pero no llevaban aquí tiempo suficiente para correr ningún peligro serio.
Había algo extraño en los escombros, alineado con la brillante puesta de sol, de modo que a Serpiente le costó trabajo distinguirlo. Se esforzó por hacerlo. Estaba intranquila, como si espiara algo que no tenía derecho a conocer.
El cadáver de un caballo, pudriéndose por la acción del calor, yacía al borde de un cráter. Las rígidas patas del animal se alzaban grotescamente al aire, forzadas por su vientre hinchado. Una brida brillaba escarlata y anaranjada en la cabeza del bruto.
Serpiente liberó su respiración, en parte suspiro, en parte quejido. Corrió de regreso hacia la bolsa de las serpientes y metió a Sombra, recogió a Susurro y regresó al campamento, maldiciendo cuando la cascabel, con sus modales obstinados e inconscientes, trató de enroscarse en su brazo. Se detuvo y la agarró para que pudiera deslizarse hasta su compartimento y empezó a correr de nuevo mientras aún apretaba la correa. La bolsa chocaba contra su pierna.
Jadeando, llegó a la puerta de la tienda y entró en ella. Merideth y Alex estaban dormidos. Serpiente se arrodilló junto a Jesse y apartó la sábana con mucho cuidado.
Había pasado poco más de una hora desde la última vez que había examinado a Jesse. Las magulladuras de su costado se habían tornado más oscuras, más profundas, y su cuerpo estaba caliente y rojo. Serpiente le palpó la frente. Estaba ardiendo. Jesse no respondió a su contacto. Cuando Serpiente retiró la mano, la suave piel pareció más oscura. Unos minutos después, mientras Serpiente observaba horrorizada, otra magulladura empezó a formarse a medida que los capilares se rompían, sus muros estaban tan dañados por la radiación que la simple presión completaba su destrucción. La venda que Jesse tenía en el muslo se volvió de repente más roja en el centro, salpicada por una mancha de sangre. Serpiente cerró los puños. Temblaba por dentro, como sacudida por un frío penetrante.
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