—Lo siento. La he trastornado. No tenía derecho…
—¿A decirle que viva? Tal vez no lo tengas, pero me alegro de que lo hicieras.
—No importa lo que yo le diga —repuso Serpiente—. Ella tiene que desear la vida por sí misma.
Merideth agitó los brazos y gritó. Los caballos que se encontraban más cerca del agua se retiraron, dando a los otros oportunidad de beber. Éstos se acercaron y saciaron su sed, luego se quedaron cerca esperando más.
—Lo siento —dijo Merideth—. Es todo por ahora.
—Tienes que cargar gran cantidad de agua para ellos.
—Sí, pero los necesitamos a todos. Llegamos con agua y nos vamos con el oro y las piedras que Jesse encuentra —la yegua torda metió la cabeza entre las cuerdas del cercado y mordisqueó la manga de Merideth, estiró el cuello para que la acariciaran tras las orejas y bajo la mandíbula—. Desde que llegó Alex viajamos con más… cosas. Lujos. Alex dijo que impresionaríamos a la gente de esa forma y que querrían comprárnoslas.
—¿Funciona?
—Eso parece. Ahora vivimos muy bien. Puedo escoger mis comisiones.
Serpiente miró a los caballos, que vagabundeaban uno por uno hacia las sombras del corral. El vago brillo del sol se asomaba por el borde de la pared, y Serpiente pudo sentir su calor en la cara.
—¿Qué estás pensando? —preguntó Merideth.
—Cómo conseguir que Jesse quiera vivir.
—No querrá vivir sin ser útil. Alex y yo la amamos. La cuidaríamos sin importarnos nada más. Pero eso no es suficiente para ella.
—¿Tiene que andar para ser útil?
—Curadora, es nuestra prospectora. —Merideth miró a Serpiente tristemente—. Ha intentado enseñarme cómo mirar y dónde hacerlo. Comprendo lo que me dice, pero cuando salgo no soy capaz de encontrar nada más que cristal fundido y oro de los tontos.
—¿Le has enseñado tu trabajo?
—Por supuesto. Cada uno de nosotros puede hacer un poco del trabajo de los demás. Pero cada uno tiene un talento. Ella es mejor en mi trabajo que yo en el suyo, y yo soy mejor que Alex en el suyo, pero la gente no comprende sus diseños. Son demasiado extraños. Son hermosos. —Merideth suspiró y tendió a Serpiente un brazalete, el único ornamento que llevaba. Era de plata, sin piedras, geométrico y de múltiples facetas sin llegar a ser ostentoso. Merideth tenía razón: era hermoso, pero también extraño—. Nadie los comprará. Lo sabe. Haría cualquier cosa. Le mentiría si sirviera de algo, pero ella lo sabría. Curadora… —Merideth dejó caer el pellejo en la arena—. ¿No hay nada que puedas hacer?
—Puedo manejar infecciones, enfermedades y tumores. Incluso puedo practicar cirugía si no es demasiado avanzada para mis herramientas. Pero no puedo obligar al cuerpo a sanar solo.
—¿Puede hacerlo alguien?
—Nadie que yo conozca en esta tierra.
—No eres una mística. No te refieres a ningún espíritu que pueda obrar milagros. Estás diciendo que la gente de fuera de la tierra podría ayudarla.
—Podrían —dijo Serpiente lentamente, lamentando haber hablado como lo había hecho. No había esperado que Merideth notara su resentimiento. La ciudad afectaba a toda la gente a su alrededor; era como el centro de un remolino, misterioso y fascinante. Y era el lugar donde a menudo aterrizaban los extraños. Gracias a Jesse, Merideth sabía de ellos y de la ciudad probablemente más que la propia Serpiente, pues ésta siempre había tenido que recurrir a la fe ciega para creer en las historias de la ciudad. Para alguien que vivía en una tierra donde las estrellas rara vez eran visibles, era difícil aceptar la idea de que había gente procedente del exterior.
—Es posible que en la ciudad sean capaces de curarla —dijo Serpiente—. ¿Cómo puedo saberlo? Los que viven allí no nos hablan. Se mantienen al margen de nosotros, y en cuanto a los extraños… nunca he conocido a nadie que dijera haber visto uno.
—Jesse sí.
—¿La ayudarían?
—Su familia es poderosa. Podrían hacer que los extraños se la llevaran para curarla.
—Los habitantes de Centro y los extraños guardan celosamente sus conocimientos, Merideth —dijo Serpiente—. Al menos nunca se han ofrecido para compartirlos.
Merideth frunció el ceño y miró en otra dirección.
—Creo que al menos deberíamos intentarlo. Podría darle esperanza…
—Y si rehúsan, la esperanza volverá a romperse.
—Necesita tiempo.
Merideth pensó y replicó finalmente:
—¿Vendrás con nosotros? ¿Nos ayudarás?
Ahora fue Serpiente quien dudó. Ya casi se había decidido a regresar a la estación de los curadores y aceptar el veredicto de sus maestros cuando les contara sus errores. Se había preparado para ir al valle. Pero pensó en aquel viaje diferente y advirtió la dificultad de la tarea que proponía Merideth. Necesitarían con urgencia a alguien que supiera los cuidados que requería Jesse.
—¿Curadora?
—De acuerdo. Iré.
—Entonces, vamos a preguntárselo a Jesse.
Regresaron a la tienda. Serpiente se sorprendió al descubrirse optimista; estaba sonriendo, verdaderamente animada por primera vez en mucho tiempo.
En el interior de la tienda, Alex estaba sentado junto a Jesse. Miró a Serpiente cuando entró.
—Jesse —dijo Merideth—. Tenemos un plan.
Le volvieron a dar la vuelta, siguiendo cuidadosamente las instrucciones de Serpiente. Jesse alzó una mirada cansada, envejecida por las profundas arrugas que se habían formado en torno a su frente y a su boca.
Merideth explicó el plan con gestos excitados. Jesse escuchó, impasible. La expresión de Alex se endureció, incrédula.
—Has perdido el juicio —dijo cuando Merideth terminó.
—¡No! ¿Por qué dices eso cuando tenemos una oportunidad?
Serpiente miró a Jesse.
—¿La tenemos?
—Eso creo —dijo Jesse, pero respondió muy despacio, muy pensativamente.
—Si te llevamos a Centro, ¿podría ayudarte tu gente? Jesse dudó.
—Mis primos tienen algunas técnicas. Podían curar heridas muy malas. ¿La columna? Tal vez. No lo sé. Y no hay ninguna razón para que me ayuden, ya no.
—Siempre me has hablado de lo importante que son los lazos de sangre entre las familias de la ciudad —dijo Merideth—. Eres de su clase…
—Los dejé —dijo Jesse—. Rompí los lazos. ¿Por qué deberían aceptar mi regreso? ¿Quieres que vaya y les suplique?
—Sí.
Jesse se miró las piernas, largas e inútiles. Alex miró primero a Merideth, luego a Serpiente.
—Jesse, no puedo soportar verte como estás, no puedo soportar ver que deseas la muerte.
—Son muy orgullosos —anunció Jesse—. Herí el orgullo de mi familia al renunciar a ellos.
—Entonces comprenderán lo mucho que te cuesta ir a pedirles ayuda.
—Es una locura intentarlo —dijo Jesse.
Decidieron levantar el campamento aquella misma noche y cruzar el río de lava en la oscuridad. Serpiente habría preferido esperar unos cuantos días más antes de mover a Jesse, pero no tenían otra elección. El talante de Jesse era demasiado cambiante para mantenerla en este sitio excesivo tiempo. Sabía que habían estado más tiempo del conveniente en el desierto. Alex y Merideth no podían ocultar que el agua empezaba a escasear, que los caballos y ellos mismos iban a pasar sed para poder limpiarla y bañarla. Unos pocos días más en el cañón, viviendo en medio del rancio olor que se produciría porque nada podría ser lavado adecuadamente, la sumirían en la depresión y el disgusto.
Y no tenían tiempo que perder. Les esperaba un largo viaje: subir y cruzar la lava, luego dirigirse al este, hacia las montañas centrales que separaban la mitad occidental del desierto negro, donde se encontraban ahora, de la porción oriental, donde estaba la ciudad. La carretera que atravesaba las montañas era buena, pero después del paso los viajeros entrarían de nuevo en el desierto, y tendrían que encaminarse hacia el sureste para llegar a Centro. Tenían que apresurarse. En cuanto empezaran las tormentas de invierno, nadie podría atravesar el desierto; la ciudad quedaría aislada. El verano se extinguía ya en punzantes tormentas de polvo y remolinos de arena que el viento arrastraba.
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