Merideth montó, liberó el estribo y le tendió la mano a Serpiente. Pero, cuando Serpiente se aproximó, el caballo hinchó la nariz y retrocedió ante el olor almizcleño de los reptiles. Bajo las amables manos de Merideth se quedó quieta, pero no se calmó. Serpiente se encaramó tras la silla. Los músculos de la yegua se hincharon y salió disparada al galope, atravesando el agua. El chorro mojó la cara de Serpiente, que apretó las piernas contra los húmedos flancos del animal. El caballo llegó a la orilla y pasó entre los delicados árboles de verano, sombras y frondas, hasta que de repente el desierto se abrió en el horizonte.
Serpiente sostenía el zurrón en la mano izquierda, pues no tenía suficiente fuerza en la derecha. Más allá de las hogueras y los reflejos del agua, apenas podía ver nada. La arena negra engullía la luz y la liberaba en forma de calor. La yegua siguió galopando. Las intrincadas decoraciones de su brida tintineaban débilmente por encima del sonido que producían sus cascos contra la arena; su sudor empapaba los pantalones de Serpiente, que lo sentía caliente y pegajoso contra las rodillas y los muslos. Fuera del oasis y de la protección de sus árboles, Serpiente sintió la picazón de la arena que el viento arrastraba. Se soltó de la cintura de Merideth el tiempo suficiente para taparse la boca y la nariz con un extremo del turbante.
Pronto, la arena se convirtió en una vertiente de piedras. La yegua pisoteó roca sólida. Merideth hizo que refrenara el paso.
—Correr es demasiado peligroso. Caeríamos en una grieta antes de poder verla —la voz de Merideth sonaba tensa por la urgencia.
Se movieron rodeando grandes grietas y fisuras donde la roca fundida había fluido y luego se había separado y enfriado para convertirse en basalto. La superficie árida y ondulada estaba salpicada de granos de arena. Los herrajes de la yegua resonaban contra ellos como si estuvieran huecos. Cuando tenía que saltar una sima, la piedra reverberaba.
Más de una vez, Serpiente se sintió tentada a preguntar qué había sucedido con el acompañante de Merideth, pero permaneció en silencio. La llanura de piedra prohibía la conversación, prohibía concentrarse en otra cosa que no fuera atravesarla. Y Serpiente tenía miedo de preguntar, miedo de saber.
El zurrón golpeaba su pierna, meciéndose al compás del paso de la yegua. Serpiente podía sentir a Susurro revolviéndose en el interior de su compartimento; esperaba que no crotaleara y volviera a asustar al caballo.
El río de lava no aparecía en el mapa de Serpiente, que terminaba al sur, en el oasis. Las rutas de caravanas los evitaban, pues eran tan peligrosos para las personas como para los animales. Serpiente se preguntó si alcanzarían su destino antes del amanecer. Aquí, en las rocas negras, el calor aumentaría rápidamente.
Finalmente, el paso de la yegua empezó a reducirse, a pesar de los constantes acicates de Merideth.
El suave balanceo había hecho que Serpiente se quedara amodorrada. Cuando la yegua resbaló dio un respingo y se despertó. El animal forzó sus caderas bajo ella y pateó con sus cascos, lanzando a los jinetes hacia atrás y hacia adelante, mientras bajaban la larga pendiente de lava. Serpiente agarró su bolsa y a Merideth, y apretó las rodillas en torno al caballo.
La piedra desgajada al pie de la colina se volvía más fina, y no les permitía seguir avanzando. Serpiente sintió las piernas de Merideth tensas contra la yegua, forzando al exhausto animal a seguir su pesado trote. Se encontraban en un cañón estrecho y profundo cuyas altas paredes estaban formadas por dos lenguas separadas de lava.
Había manchas de luz difusa contra el ébano y, por un momento, debido a la somnolencia, Serpiente pensó en luciérnagas. Entonces un caballo relinchó a lo lejos y varias luces aparecieron a la vista: las linternas del campamento. Merideth se inclinó hacia adelante y susurró al caballo palabras de aliento. La yegua se esforzó, tropezó una vez en la arena y Serpiente chocó bruscamente con la espalda de Merideth.
Sobresaltada, Susurro hizo sonar sus crótalos. El espacio hueco que la rodeaba amplificó el sonido. La yegua dio un respingo de terror. Merideth la dejó correr y, cuando finalmente refrenó el paso con el cuello cubierto de espuma y sangre en su hocico, la obligó a continuar.
El campamento, como un espejismo, pareció retroceder. Serpiente sentía dolor cada vez que respiraba, como si fuera la yegua. El caballo avanzó penosamente a través de la profunda arena como un nadador exhausto, jadeando con cada esfuerzo.
Llegaron a la tienda. La yegua se tambaleó y se detuvo, con las piernas abiertas, la cabeza gacha. Serpiente se bajó de ella, empapada de sudor, y notó que sus propias rodillas le temblaban. Merideth desmontó y la condujo a la tienda. Las telas de la puerta estaban descorridas, y las linternas de su interior la iluminaban con un pálido resplandor rojo.
La luz del interior parecía muy brillante. La compañera herida de Merideth yacía cerca de la pared, con la cara arrebolada y cubierta de sudor, el largo pelo rojo y rizado suelto y enmarañado. La fina tela que la cubría estaba mojada con parches oscuros que eran de sangre, no de sudor. Su otro compañero, que estaba sentado en el suelo junto a ella, alzó la cabeza, aturdido. Su cara fea y agradable estaba surcada de arrugas, y fruncía el ceño sobre sus pequeños ojos oscuros. Tenía el pelo castaño aplastado y rizado.
Merideth se arrodilló junto a él.
—¿Cómo está?
—Se ha quedado dormida por fin. Sigue igual, pero al menos no le duele…
Merideth cogió la mano del joven y se arrodilló para besar ligeramente a la mujer dormida. Ésta no se movió. Serpiente soltó el zurrón de cuero y se acercó; Merideth y el joven se miraron mutuamente con expresión neutra al darse cuenta de que el cansancio podía con ellos. El joven, de repente, se apoyó en Merideth y los dos se abrazaron en silencio durante largo rato.
Merideth se enderezó y se apartó de mala gana.
—Curadora, estos son mis compañeros, Alex —hizo un gesto con la cabeza hacia el joven—, y Jesse.
Serpiente cogió la muñeca de la mujer dormida. Su pulso era leve, ligeramente irregular. Tenía un profundo arañazo en la frente, pero sus pupilas no estaban dilatadas, así que tal vez había tenido suerte y sólo sufría una ligera contusión. Las magulladuras eran las propias de una mala caída: en el hombro, en las palmas de la mano, la cadera y las rodillas.
—Dijiste que se quedó dormida… ¿ha estado completamente consciente desde que se cayó?
—Estaba desmayada cuando la encontramos, pero se recuperó.
Serpiente asintió. Jesse tenía un profundo arañazo en el costado y una venda en el muslo. Serpiente retiró la ropa con toda la suavidad que pudo, pero ésta quedó enganchada en la sangre seca.
Jesse no se movió cuando Serpiente tocó la larga herida de su pierna, ni siquiera como uno se mueve en el sueño para evitar el dolor. No se despertó. Serpiente la golpeó en el pie, sin resultado: los reflejos habían desaparecido.
—Se cayó del caballo —dijo Alex.
—Ella nunca se cae —replicó Merideth—. El potro la tiró.
Serpiente buscó el valor que la había abandonado lentamente desde la muerte de Silencio, pero no lo encontró. Sabía cómo había sido herida Jesse; todo lo que tenía que averiguar era hasta qué punto. Pero no dijo nada. Apoyando un brazo en la rodilla, con la cabeza baja, Serpiente palpó la frente de Jesse. La mujer estaba cubierta de sudor frío, aún sufría el shock.
Si tiene heridas internas, pensó Serpiente, si está muriendo…
Jesse giró la cabeza, gimiendo suavemente en sueños.
Necesita toda la ayuda que puedas darle, pensó Serpiente furiosa. Y cuanto más te hundas en tu autocompasión, más daño podrás hacerle.
Читать дальше