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Robert Silverberg: Sadrac en el horno

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Silverberg: Sadrac en el horno» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Buenos Aires, год выпуска: 1977, ISBN: 84-7386-116-7, издательство: Emecé Editores, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Robert Silverberg Sadrac en el horno

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Siglo XXI. Un mundo en ruinas gobernado por un viejo y astuto tirano, Genghis II Mao IV Khan. La vida del Khan se mantiene gracias a la habilidad de Sadrac Mordecai, un brillante cirujano negro cuya misión es reemplazar los órganos deteriorados del presidente. Los más modernos aparatos se utilizan para tres proyectos de gran envergadura, uno de ellos, el proyecto Avatar, tiene por objeto lograr la inmortalidad del viejo líder transfiriendo la mente y la personalidad del Khan a un cuerpo más joven. Sadrac descubre que ha sido elegido para ese macabro proyecto, pero logra idear con increíble serenidad un peligroso plan para cambiar la faz de la Tierra. Nombrado para el premio Nebula a la mejor novela en 1976. Nombrado para el premio Hugo a la mejor novela en 1977.

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Sadrac se encuentra con Nikki por primera vez después de su regreso. Los dos están incómodos. El trata de sonreír, pero sabe que su sonrisa no es natural, como tampoco es natural la cordialidad de Nikki.

—¿Cómo está el Khan? —pregunta Nikki finalmente.

—Se está recuperando —responde Sadrac—. Como siempre.

—¿Y tu? —pregunta Nikki, mirando la mano vendada de Sadrac.

—Un poco dolorido. Esta pieza es un poco más grande que las demás. Más compleja. En uno o dos días me sentiré mejor.

—Me alegro de que todo haya salido bien.

—Sí. Gracias.

Otra vez las sonrisas forzadas.

—Es una alegría verte —dice Sadrac.

—Sí. Una gran alegría verte.

Permanecen en silencio pero, a pesar de que la conversación ha claudicado, ninguno de los dos se va. Nikki está más hermosa que nunca, pero su belleza no impacta a Sadrac, a quien realmente le sorprende no sentir nada, nada sino una admiración abstracta, la misma admiración que podía sentir por una estatua de mármol o un atardecer espectacular. Trata de recordar su pasado con Nikki para poner a prueba sus sentimientos. Revive la frescura de sus muslos cobrizos, los besos, las caricias, la solidez de sus pechos, los suspiros de placer al sumergirse entre sus piernas, la fragancia del oscuro torrente de sus cabellos.

Nada. Las noches interminables en que tanto tenían para contarse. Nada. Nada. ¡Hasta qué punto puede la traición carbonizar el amor! Sin embargo, la belleza de Nikki es eterna.

—Sadrac…

Nikki balbucea en busca de palabras. Sadrac espera. Sabe lo que ella le quiere decir: quiere explicarle una vez más cuanto siente todo lo ocurrido, explicarle que no tenía otra alternativa, que si ella lo traicionó fue porque sabía que no había forma de evitar que sucediera lo inevitable. Es un momento delicado, interminable.

Finalmente, Nikki dice: Todo marcha perfecto en el laboratorio.

—Así me dijeron.

—Tengo que seguir con el proyecto, sabes. No tengo otro alternativa. Pero quiero que sepas que mi deseo es que nunca se aplique. Sé que es una valiosa investigación, un gran avance de la ciencia, pero quiero que quede como un ogro de laboratorio, nada más, que sea sólo… —la voz le tiembla. No puede seguir hablando.

—Esta bien, Nikki —le dice Sadrac. Una extraña ternura se enreda en su voz—. No te atormentes. Cumple con tu trabajo, cumple a conciencia. Eso es lo único que tienes que pensar. Cumple con tu trabajo —por un instante, sólo un instante, Sadrac siente la tibieza de lo que alguna vez sintió por ella—. No te preocupes por mí —le dice con dulzura—. Yo estaré bien.

Al tercer día, quitan la venda de la mano de Sadrac. Sólo tiene una tenue línea rosada en el lugar donde fue hecha la inserción, una estría apenas perceptible sobre el rosado más oscuro de la palma. Como su amo, Sadrac es un individuo que se cura rapado. Flexiona la mano —siente un leve dolor muscular—, pero se cuida de no cerrar el puño. Todavía no está listo para poner a prueba el nuevo aparato.

Genghis Mao se recupera satisfactoriamente El fin de semana, entonces, Sadrac decide pasar una noche, solo, en Karakorum. Es una mansa noche de verano; en el aire, flota el perfume de los nuevos retoños y se insinúa el olor de la lluvia. Sadrac entra al pabellón de la muerte onírica, ocupa un cubículo, se cubre con el taparrabos, se envuelve el pecho con las bandas de colores, toma el talismán que le ofrece la guía enmascarada, centra la mirada en el brillante remolino y se hunde en alucinaciones. Una vez más se muere. Abandona la esperanza y el temor y la lucha y la angustia y la ansiedad y la necesidad, abandona el aire y la vida, muere en este mundo y renace en otro lugar, se desprende de su cuerpo, flota sobre él y lo ve transformarse en una figura alargada y hueca, una telaraña marrón de miembros inertes y yertos. Luego se pierde en el fragante vacío, donde el espacio y el tiempo se liberan de las amarras, donde todo está a su alcance, porque está muerto. Entra a una ciudad de carros tirados por bueyes y de callejuelas y casitas de madera alineadas en serpentinas de laberintos impenetrables, un lugar de pintoresca suciedad y de inmundicia medieval, donde damas y caballeros vestidos de trajes de brocado verde y escarlata se tambalean por las calles de barro, bañados en sudor, gimiendo, sollozando, temblando, ahogados en un grito, pidiéndole al Señor que calme el dolor infernal que late entre sus piernas y debajo de sus brazos. Sí, sí, es la Peste Negra. Sadrac camina entre ellos, diciéndoles yo soy Sadrac, el que los sanará, el que ha venido de la tierra de los muertos para salvarlos, y toca sus heridas ardientes y les devuelve a la vida y ellos cantan himnos en su honor. Luego flota a otra ciudad, un lugar de bambú y seda, de jardines colmados de crisantemos y juníperos y pequeños pinos encorvados, y en la quietud del día una bola de fuego estalla en el cielo, un inmenso penacho de nubes cubre el firmamento, las casas restallan en lenguas de fuego, la gente corre desesperada por las calles envueltas en llamas; son hombres y mujeres pequeños, de ojos almendrados y tez amarilla, y Sadrac se eleva sobre ellos como una torre de ébano y les dice con dulzura que no se asusten, que es sólo un sueño lo, que los angustia, que todavía pueden vencer al dolor y aun a la muerte, y les tiende la mano, y los calma, y los libera del fuego. El cielo se cubre de cenizas y hollín y pumita y otra vez es la noche del Cotopaxi, y el volcán ruge y silba y zumba, el aire se vuelve veneno, el joven médico de piel carbón se arrodilla en las calles, respira en las bocas de los caídos, los ayuda a levantarse y los consuela. Y sigue su viaje. Las hordas de asirios van por las calles de Jerusalén, ahogados en alaridos, azotando sin piedad, y Sadrac cura con paciencia los cuerpos destrozados que yacen en el suelo, y les dice, levántense, caminen, yo soy el Único que os sanará. Las enormes bestias prehistóricas huyen despavoridas a medida que las nieves glaciales se derriten bajo el sol colosal, y los habitantes de las cavernas se transforman en seres esqueléticos y enfermizos, y Sadrac les enseña a comer hierbas y semillas, a recoger los frutos de las malezas recién florecidas, a encordar canales en los arroyos para los peces, y todos lo alaban y pintan su imagen en las paredes de la caverna sagrada. Y saca a Cristo de la cruz cuando los soldados romanos se van a la taberna, carga el cuerpo inerte en el hombro y corre a ocultarse en una oscura cabaña, y frota las heridas de Jesús con ungüentos y unturas, y prepara un remedio con mezclas de jugos y hierbas y se lo da a beber a El y le dice "Anda, vete, vive, predica". Sumerge una red en el Nilo y libera de sus aguas los fragmentos de Osiris, y junta los miembros desunidos, y le devuelve la vida al dios vencido y llama a Isis, diciendo aquí está Osiris. Yo, Sadrac, lo he hecho revivir para ti. El cielo se cubre de extrañas nubes que tiñen el aire de verde, y la Guerra del Virus estalla sobre los pueblos del mundo, y la extraña podredumbre penetra en los cuerpos de la humanidad, y los habitantes de la tierra gimen y caen, y Sadrac los ayuda a levantarse, diciéndoles no teman, la muerte es pasajera, la vida los aguarda. Y en los cielos se refleja el rostro sonriente de Genghis Mao. Sadrac viaja a la deriva a través de los siglos, libre en el tiempo y el espacio, y poco a poco toma conciencia de que ya no está solo, que hay una mujer; a su lado que lo toma del brazo, tratando de decirle algo. El la ignora. Oye los coros celestiales cantando su nombre: "¡Sadrac! ¡Sadrac!" Y las voces del cielo gritan: "¡O Sadrac! ¡Tú eres el único que nos sanará, tú eres el príncipe de los príncipes! ¡Sadrac te llamabas, Genghis te llamarás! ¡Alabado sea Sadrac!" Y una voz de trueno anuncia: "¡De ahora en adelante, serás Genghis III Mao V Khan!"

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