Poco después estaba tirada por el suelo, enteramente rodeada de niños. Mister Tropezones, un delgaducho cachorro de gato cuando lo conocí la primera vez, aguardaba ahora su oportunidad de darme la bienvenida con la dignidad correspondiente a su status del gato mayor de la casa, el más viejo, el más gordo y el más lento. Me estudió atentamente, se restregó contra mí, y ronroneó. Estaba en casa.
Al cabo de un rato pregunté:
— ¿Dónde está Ellen? ¿Aún en Auckland? Pensé que la universidad habría empezado ya sus vacaciones. — Miré directamente a Anita cuando dije esto, pero ella pareció no oírme. ¿Se estaba volviendo sorda? Seguramente no.
— Marjie… — La voz de Brian… miré a mi alrededor. No dijo nada, y su voz no mostró ninguna expresión. Apenas agitó la cabeza.
(¿Ellen un tema tabú? ¿Qué ocurre, Brian? Lo archivé hasta que pudiera hablar con él en privado. Anita siempre ha sostenido que ama a todos nuestros hijos por igual, sean o no sus propios biohijos. ¡Oh, seguro! Salvo que su especial interés en Ellen siempre le resultó claro a todo el mundo al alcance de su voz).
Más tarde aquella noche, cuando la casa estaba apaciguándose y Bertie y yo íbamos a irnos a la cama (de acuerdo con un cierto tipo de sistema de lotería según el cual nuestros bromistas queridos siempre insistían en que el perdedor debía pasar la noche conmigo), Brian llamó a la puerta y entró.
— Todo está bien — dijo Bertie —. Puedes irte. Soy capaz de soportar mi castigo.
— Tranquilo, Bert. ¿Le has hablado a Marj sobre Ellen?
— Todavía no.
— Entonces hazlo. Amorcito, Ellen se ha casado sin la bendición de Anita… y Anita está furiosa al respecto. Así que es mejor no mencionar a Ellen por los alrededores de Anita.
Quien no oye no siente, ¿sabes? Ahora debo irme antes de que ella me eche en falta.
— ¿No se te permite venir a darme un beso de buenas noches? ¿O quedarte aquí un rato? ¿No eres también mi marido?
— Sí, por supuesto, querida. Pero Anita está muy susceptible últimamente, y no es conveniente incitarla sin motivo.
Brian me dio el beso de buenas noches y se fue. Dije:
— ¿Qué ocurre, Bertie? ¿Por qué no puede Ellen casarse con quien desee casarse? Es ya lo suficientemente mayor como para tomar sus propias decisiones.
— Bueno, sí. Pero Ellen no procedió juiciosamente en esto. Se casó con un tongano y se fue a vivir a Nuku’alofa.
— ¿Anita piensa que debería vivir aquí? ¿En Christchurch?
— ¿Eh? ¡No, no! Es al matrimonio en sí a lo que pone objeciones.
— ¿Hay algo malo en el hombre?
— Marjorie, ¿acaso no me oyes? Es un tongano.
— Sí, te he oído. Puesto que él vive en Nuku’alofa, cabe imaginar que lo sea. Ellen va a encontrar que allí hace un terrible calor, después de haber vivido en uno de los pocos climas perfectos. Pero ese es su problema. Sigo sin ver lo que trastorna a Anita. Debe ser algo más que yo no sé.
— ¡Oh, tienes que saberlo! Bueno, quizá no lo sepas. Les tonganos no son como nosotros. No son gente blanca; son bárbaros.
— ¡Oh, no lo son! — Me senté en la cama, poniendo con ello un alto a lo que aún no había empezado realmente. Nunca hay que mezclar sexo y discusión. No según mis creencias, al menos —. Son el pueblo más civilizado de toda la Polinesia. ¿Por qué crees que los primeros exploradores llamaron a ese grupo «las Islas Amistosas»? ¿Has estado alguna vez allí, Bertie?
— No, pero…
— Yo sí. Aparte el calor, es un lugar de ensueño. Espera a verlo. Ese hombre… ¿a qué se dedica? Si simplemente se limita a estar sentado y tallar caoba para los turistas, comprenderé la intranquilidad de Anita. ¿Es eso?
— No, pero dudo que pueda permitirse una esposa. Y Ellen no puede permitirse un marido; aún no ha terminado su carrera. Él es biólogo marino.
— Entiendo. No es rico… y Anita respeta el dinero. Pero él tampoco será pobre…
probablemente consiguió su título en Auckland o Sydney. Incluso un biólogo puede hacerse rico hoy en día. Puede diseñar una nueva planta o animal que lo llene fabulosamente de dinero — Querida, sigues sin comprender.
— Evidentemente. Así que cuéntamelo.
— Bien… Ellen debería haberse casado con uno de nuestra propia clase.
— ¿Qué quieres decir con eso, Albert? ¿Alguien que viviera en Christchurch?
— Eso hubiera ayudado.
— ¿Rico?
— No es una exigencia necesaria. Aunque normalmente las cosas son más fáciles si los asuntos financieros no están todos a un solo lado. Chico de playa polinesio se casa con heredera blanca es algo que siempre huele mal.
— ¡Oh, oh! Él no tiene ni un céntimo, y ella se ha limitado a recoger la parte de la familia que le corresponde… ¿correcto?
— No exactamente. Maldita sea, ¿por qué no pudo casarse con un hombre blanco? La criamos y educamos para algo mejor que eso.
— Bertie, ¿qué demonios pasa? Suenas como un danés hablando de un sueco. Pensé que Nueva Zelanda estaba libre de ese tipo de cosas. Recuerdo a Brian señalándome que los maoríes son los iguales políticos y sociales de los ingleses, en todos los aspectos.
— Y lo son. No es lo mismo.
— Imagino que soy estúpida. — (¿O era Bertie el estúpido? Los maoríes son polinesios, al igual que los tonganos… ¿dónde dolía entonces?) Abandoné el asunto. No había hecho todo aquel camino desde Winnipeg para discutir los méritos de un yerno al que nunca había visto. «Yerno…» Qué extraña idea. Siempre me había parecido delicioso cuando uno de los pequeños me llamaba Mamá en vez de Marjie… pero nunca había pensado en la posibilidad de tener alguna vez un yerno.
Y sin embargo él era evidentemente mi yerno bajo las leyes neozelandesas… ¡y yo ni siquiera sabía su nombre!
Me mantuve tranquila, intenté dejar mi mente en blanco, y permití que Bertie se dedicara a hacerme sentir bienvenida. Es bueno en eso.
Al cabo de un rato yo estaba atareada también en hacerle sentir cuán feliz era de estar en casa, tras olvidar por completo la indeseada interrupción.
A la mañana siguiente, antes de saltar de la cama, decidí no reabrir el tema de Ellen y de su marido, sino esperar a que algún otro lo sacara a colación. Después de todo, no me hallaba en posición de tener opiniones hasta que lo supiera todo al respecto. No iba a dejarlo de lado, por supuesto… Ellen es mi hija también. Pero no valía la pena apresurarse. Esperemos a que Anita se tranquilice un poco.
Pero el tema no se suscitó. Siguieron unos días tranquilos y dorados que no voy a describir puesto que no creo que estén ustedes interesados en fiestas de cumpleaños o excursiones familiares… preciosas para mí, aburridas para alguien de fuera.
Vickie y yo fuimos a Auckland para un viaje de compras y nos quedamos a dormir allí.
Tras hacer las reservas en el Tasman Palace, Vickie me dijo:
— Marj, ¿me guardarás un secreto?
— Por supuesto — acepté —. Algo jugoso, espero. ¿Algún amigo? ¿Dos amigos?
— Si tuviera aunque sólo fuera un amigo simplemente lo compartiría contigo. Es algo más delicado. Deseo hablar con Ellen, y no quiero tener una discusión con Anita a causa de ello. Esta es la primera ocasión que tengo. ¿Puedes olvidar que lo he hecho?
— En absoluto, porque yo también deseo hablar con ella. Pero no voy a decirle a Anita que hablaste con Ellen si tú no quieres que lo haga. ¿Qué es lo que ocurre, Vick? Ya sé que Anita está enfurruñada acerca del matrimonio de Ellen, pero… ¿acaso espera que el resto de nosotros tampoco le hablemos a Ellen? ¿A nuestra propia hija?
— Me temo que ahora es tan sólo «su propia hija». No se está mostrando muy racional al respecto.
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