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Robert Heinlein: Puerta al verano

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Heinlein: Puerta al verano» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Madrid, год выпуска: 1986, ISBN: 84-270-1051-6, издательство: Martínez Roca, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Robert Heinlein Puerta al verano

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En el avanzado planeta Tierra ya no es necesario matar a un enemigo para deshacerse de él. Sólo hace falta un “largo sueño”, un proceso que le mantiene congelado el tiempo preciso: un mes, un año, un siglo... Ésta es la historia de una víctima del “largo sueño”, un hombre que despierta en el futuro, pero que, sin embargo, descubrirá que es posible volver al pasado para cumplir su venganza. Una extraordinaria novela sobre el tema del viaje en el tiempo escrita por uno de los autores más galardonados de todos los tiempos, ganador de cuatro permios Hugo.

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Finalmente me decidí por el año 2000, que era un número redondo y solamente a treinta años de distancia. Me temía que si lo prolongaba más me encontraría por completo fuera de contacto. Los cambios durante los últimos treinta años (mi vida) habían sido suficientes para que se le saliesen a uno los ojos de la cara —dos grandes guerras y una docena de pequeñas, el hundimiento del comunismo, el Gran Pánico, los satélites artificiales, el paso a la energía atómica…

Quizás el año 2000 me pareciese muy confuso. Pero, si no saltaba hasta allí, Belle no habría tenido tiempo de adquirir un elegante conjunto de arrugas.

A la hora de considerar cómo invertir mi dinero no tomé en consideración los valores del Estado ni otras inversiones conservadoras; nuestro sistema fiscal lleva consigo la inflación. Decidí quedarme con mis acciones de Muchacha de Servicio e invertir el efectivo en otras acciones ordinarias, poniendo especial atención en ciertas tendencias que creía subirían de valor. Era forzoso que el automatismo aumentase. Escogí también una firma de abonos de San Francisco que había experimentado con levaduras y algas comestibles: cada vez había más gente, y los filetes no iban a bajar de precio. Le dije que pusiera el saldo del dinero en el fondo administrado por la compañía.

Pero la verdadera dificultad consistía en saber qué hacer si me moría durante la hibernación. La compañía aseguraba que las probabilidades eran de más de siete a diez de que viviría los treinta años de sueño frío… y la compañía estaba dispuesta a apostar en cualquiera de los dos sentidos. Pero las apuestas no eran recíprocas, ni tampoco esperaba que lo fuesen: en todo sistema de apuestas honesto hay una comisión para la casa. Solamente los jugadores deshonestos pretenden que la víctima tiene más probabilidades. La más antigua y más respetable firma de seguros del mundo, Lloyd's de Londres, no lo disimula: los asociados de Lloyd's aceptan apostar en cualquiera de los sentidos. Pero no había que esperar mejores condiciones que en las carreras: alguien debía pagar los trajes a medida del señor Powell.

Decidí que todo lo que tenía fuese a parar al fondo administrado por la compañía en caso de fallecimiento, lo cual hizo que el señor Powell intentara besarme, y me hiciese reflexionar sobre cuán optimistas eran aquellas siete de diez probabilidades. Pero me aferré a ello porque me convertía en heredero (si vivía) de todos los demás con la misma opción (si morían), especie de ruleta rusa en la que los supervivientes recogían las fichas… mientras la compañía, como de costumbre, se quedaba con el porcentaje de la casa.

Elegí todas la alternativas que proporcionaban el mayor rendimiento posible, sin solución si me equivocaba. El señor Powell me adoraba, de la misma manera que un croupier adora al ingenuo que juega siempre al cero. Cuando terminamos de disponer mis intereses, quise mostrarme razonable con lo de Pet: fijamos el pago de un 15 por 100 de la cuota humana por la hibernación de Pet, y redactamos para él un contrato por separado

Sólo quedaba el consentimiento del tribunal y el examen físico.

El examen no me preocupaba: una vez permitido que la compañía apostase a que me moría, me aceptarían aunque estuviese en la última fase de la Peste Negra. Pero sospechaba que conseguir que lo aprobase un juez sería más difícil, pero era necesario, ya que un cliente en sueño frío estaba legalmente en custodia, vivo pero impotente.

No tenía por qué haberme preocupado. Nuestro señor Powell hizo redactar, por cuadruplicado, catorce documentos diferentes, y fui firmando hasta que noté calambres en los dedos. Un mensajero salió corriendo con ellos mientras yo pasaba mi examen físico: ni siquiera llegué a ver al juez.

El examen físico consistió en la fatigosa rutina de costumbre, salvo por una cosa. Hacia el final el doctor que me estaba examinando me miró severamente y dijo:

—Muchacho, ¿desde cuando estás empinando el codo?

—¿El codo?

—El codo.

—¿Qué le hace pensar eso, doctor? Estoy tan sobrio como usted. «El cielo está enladrillado. ¿Quién lo desenladrillará…?»

—Deje eso y contésteme.

—Pues… desde hace un par de semanas.

—¿Bebedor compulsivo? ¿Cuántas veces lo ha precisado en el pasado?

—Pues, la verdad es que ninguna. Verá usted… —Comencé a explicarle lo que Belle y Miles me habían hecho, y por qué me sentía como me sentía.

Me enseñó la palma de la mano:

—Por favor. Tengo mis propios problemas y no soy un psiquiatra. En realidad, lo único que me interesa es averiguar si su corazón puede soportar que lo pongan a cuatro grados centígrados. En general, me tiene sin cuidado que haya gente tan chiflada que quiera meterse en un agujero y cerrarlo tras ella. Sencillamente, pienso que así habrá un idiota menos en la superficie. Pero cierto residuo de conciencia profesional me impide autorizar que ningún hombre, por desdichado ejemplar que sea, se meta en uno de esos ataúdes con su cerebro empapado en alcohol. Vuélvase.

—¿Cómo?

—Vuélvase. Voy a darle una inyección en la nalga izquierda.

—Me volví y me la dió. Mientras me estaba frotando, me dijo—: Y ahora empápese de esto: dentro de veinte minutos estará más sobrio de lo que ha estado desde hace un mes. Entonces, si le queda algo de sentido común, lo cual dudo, puede revisar su posición y decidir si quiere evadirse de sus dificultades… o enfrentarse a ellas como un hombre.

Me empapé.

—Eso es todo. Ya puede vestirse. Voy a firmar sus papeles, pero le advierto que puedo poner el veto en el último momento. No más alcohol para usted. En absoluto. Una cena ligera y nada de desayuno. Vuelva mañana a las doce para el último examen.

Dio media vuelta y salió sin despedirse siquiera. Me vestí y me marché de allí muy molesto. Powell tenía todos mis papeles a punto. Cuando los cogí, me dijo:

—Puede dejarlos aquí, si quiere, y recogerlos mañana al mediodía… Es decir, la copia que irá con usted a los sótanos.

—¿Y qué se hará de las otras?

—Nosotros guardamos una, luego, después de que usted haya sido depositado, enviamos otra a los tribunales, y otra a los Archivos de Carísbad. ¡Ah! ¿Le advirtió el médico acerca del régimen?

—Desde luego —respondí, y miré fijamente los papeles para ocultar mi desagrado.

Powell alargó la mano intentando cogerlos.

—Se los guardaré esta noche.

Los retiré de su alcance:

—Puedo guardarlos yo mismo. Puede que quiera modificar algunas de las disposiciones que he elegido.

—¡Oh! Es algo tarde para eso, mi querido señor Davis.

—No se apresure. Si hago algún cambio vendré temprano.

Abrí el maletín y metí los papeles en uno de los compartimentos junto a Pet. Otras veces ya había guardado allí papeles de valor. Si bien no era un sitio tan seguro como los Archivos de Carísbad, estaban más seguros de lo que podía parecer. Una vez un ladrón intentó robar algo de aquel mismo compartimento y a esas horas aún debe de llevar cicatrices de los dientes y las garras de Pet.

2

Mi automóvil estaba aparcado en la Plaza de Pershing, donde lo había dejado temprano aquel día. Puse dinero en el contador del aparcamiento, coloqué el chisme en la arteria Oeste, saqué a Pet, lo puse en el asiento, y me relajé.

Mejor dicho, intenté relajarme. La circulación en Los Ángeles era demasiado rápida y demasiado criminal para que me sintiera verdaderamente feliz con el control automático. Hubiera querido volver a diseñar toda su instalación, pues no era verdaderamente uno de esos modernos «Falle Sin Temor».

Cuando llegamos al Oeste de la Avenida Occidental y pude volver al control manual, estaba nervioso y tenía ganas de echar un trago.

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