Larry Niven - Mundo anillo

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Mundo anillo: краткое содержание, описание и аннотация

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El descubrimiento de un mundo hueco que orbita alrededor de una lejana estrella desencadena una tremenda lucha entre la humanidad y otras dos razas en plena expansión imperialista: los titerotes, cobardes e intrigantes, y los kzinti, guerreros feroces. Hasta la misma Tierra se ve amenazada, y sólo el desparpajo y la suerte increíble de la protagonista femenina, que es el centro de la acción, permiten conducir la lucha… a un inesperado desenlace.
El lector siempre puede contar con Larry Niven para refrescarse con un relato de ciencia-ficción heroica al estilo clásico, franqueando distancias inconcebibles, desafiando leyes físicas y gozando con las especulaciones de una imaginación desbordada.

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En todas las ciudades encontraron torres derrumbadas Las torres habían sido puestas a flote cuando el Mundo Anillo ya estaba poblado, pero varios milenios antes de que se perfeccionase la droga de la juventud. Al disponer de esta droga, las nuevas generaciones fueron haciéndose más precavidas. En general, los que podían permitírselo se mantenían alejados de los edificios flotantes, a menos que se tratase de signatarios elegidos. Estos habían instalado dispositivos de seguridad, o generadores de energía.

Algunos edificios continuaban suspendidos en el aire. Sin embargo, la mayoría se habían derrumbado sobre el centro de las ciudades, todos al unísono, en el momento en que explotó el último receptor de energía.

En cierta ocasión, el panteón ambulante encontró una ciudad parcialmente recivilizada, poblada sólo en las afueras. De nada les valdría allí la comedia de los dioses. Cambiaron una fortuna en cápsulas de la juventud por un autobús autopropulsado en buen estado de funcionamiento.

No volvió a presentárselas otra oportunidad parecida hasta mucho después. Y a esas alturas ya estaban demasiado cansados. Habían perdido toda esperanza y el autobús se había estropeado. La mayor parte del panteón había quedado varado en una ciudad medio en ruinas, rodeados de otros supervivientes del Derrumbamiento de las Ciudades.

Pero Prill tenía un mapa. Su ciudad natal quedaba directamente a estribor de allí. Convenció a un hombre para que la acompañara y comenzaron a andar.

Continuaron viviendo de su divinidad. Finalmente, empezaron a cansarse el uno del otro, y Prill siguió sola su camino. Cuando no le bastaba con su divinidad, cambiaba pequeñas cantidades de droga de la juventud por comida, siempre que no hubiera más remedio. Por lo demás…

— Tenía otro sistema para dominar a la gente. Ha intentado explicármelo, pero no logro entenderlo.

— Creo que yo sí lo entiendo — dijo Luis —. Y nadie podía oponerse a que lo utilizara. Posee su versión particular del tasp.

Estaba bastante desequilibrada cuando por fin llegó a su ciudad natal. Se instaló en el cuartel de policía que había quedado varado en el suelo. Pasó cientos de horas intentando averiguar la forma de accionar la maquinaria. Por fin consiguió ponerlo a flote; en efecto, la torre disponía de su propia reserva de energía y había sido varada como medida de seguridad después del Derrumbamiento de las Ciudades. Varias veces debió de estar a punto de dejar caer la torre y matarse.

— La torre poseía un dispositivo para capturar a los conductores que cometían infracciones de tráfico — dijo Nessus —. Prill lo conectó. Espera poder capturar a un semejante, a otro superviviente del Derrumbamiento de las Ciudades. Opina que si pilota un coche, sin duda estará civilizado.

— Entonces, ¿para qué quiere tenerle atrapado e indefenso en ese mar de metal oxidado?

— Por si acaso, Luis. Sería una señal de que comenzaba a recuperar el juicio.

Luis frunció el entrecejo y miró el bloque de celdas que tenían debajo. Habían descendido el cuerpo del pájaro sobre los restos de un coche metálico y en esos momentos Interlocutor daba cuenta de él.

— Podríamos aligerar el peso del edificio — dijo Luis —. Podríamos reducirlo prácticamente a la mitad.

— ¿Cómo?

— Desprendiéndonos del sótano. Pero primero tendremos que sacar a Interlocutor de ahí. ¿Crees que podrás convencer a Prill?

— Lo intentaré.

22. Caminante

Halrloprillalar le tenía verdadero terror a Interlocutor. Por su parte, a Nessus le inspiraba ciertos recelos la idea de dejarla libre de la influencia del tasp; el titerote aseguraba que le daba una buena sacudida con el tasp cada vez que veía a Interlocutor, de modo que a la larga acabaría aficionándose a su presencia. Mientras tanto, ambos eludían la compañía del kzin.

En consecuencia, Prill y Nessus esperaron en otro lado, mientras Luis e Interlocutor, tendidos boca abajo sobre la plataforma de vigilancia, oteaban la penumbra de la mazmorra.

— Adelante — dijo Luis.

El kzin disparó los dos rayos.

Se oyó retumbar un trueno que fue rebotando en las paredes de la mazmorra. Un punto brillante del color de los relámpagos apareció en lo alto de la pared, justo debajo del techo.

Avanzó lentamente, dejando un débil rastro de resplandor rojizo.

— Corta por partes — sugirió Luis —. Si nos desprendemos de semejante masa de un solo golpe, saldremos disparados.

Interlocutor aceptó la sugerencia y varió el ángulo de corte.

Pese a esta precaución, el edificio dio una sacudida cuando se desprendieron del primer bloque. Luis se agarró al suelo. A través del boquete recién abierto vio la luz del día, y la ciudad, y la gente.

No obtuvo una buena perspectiva hasta que se hubieron desprendido de media docena de bloques parecidos.

Entonces pudo ver un altar de madera y un modelo de metal plateado en forma de rectángulo plano, sobre el que se alzaba un arco parabólico. Lo distinguió un breve instante, luego un bloque de celdas fue a estrellarse a su lado y los fragmentos salieron despedidos en todas direcciones. Un instante más tarde sólo quedó un mantoncito de serrín y unos trozos de latón retorcido. Pero la gente ya había huido mucho antes.

— ¡Gente! — le dijo a Nessus en son de queja —. ¡En el centro de una ciudad vacía, a varios kilómetros de los campos de cultivo! Deben tardar al menos un día en l egar hasta aquí. ¿Para qué vendrán?

— A adorar a la diosa Halrloprillalar. Eran los proveedores de alimentos de Prill.

— Ah. Ofrendas.

— Naturalmente. ¿Por qué te alteras tanto, Luis?

— Podríamos haberlos herido.

— Tal vez le hayamos dado a alguno.

— Me pareció ver a Teela ahí abajo. Sólo un breve instante.

— Tonterías, Luis. ¿Quieres probar nuestro propulsor?

La aerocicleta del titerote estaba incrustada en un montículo gelatinoso de plástico translúcido. Nessus se situó junto al panel de mandos que habían dejado al descubierto. Por la claraboya se divisaba una imponente panorámica de la ciudad: los muelles, las torres de paredes lisas del Centro Cívico, la exuberante selva que seguramente había sido un parque. Todo ello varios centenares de metros más abajo.

Luis se quedó en posición de firmes. Gran ejemplo para su tripulación, el heroico comandante permanece firme en el puente. Los reactores averiados pueden explotar al menor impulso; pero es preciso intentarlo. ¡Es preciso detener a los acorazados kzinti antes de que consigan l egar a la Tierra!

— Jamás lo conseguiremos — dijo Luis Wu.

— ¿Por qué no, Luis? El campo de fuerzas no debería ser más potente…

— ¡Un castillo volante, por Finagle! Sólo ahora he empezado a comprender lo alucinante del proyecto! ¡Debemos estar locos! Regresar alegremente a casa montados en la mitad superior de un rascacielos… — El edificio empezó a moverse y Luis dio un traspié. Nessus había puesto en marcha el motor.

La ciudad fue deslizándose bajo la ventana, cada vez a mayor velocidad. La aceleración disminuyó. En ningún momento había sido superior a treinta centímetros por segundo al cuadrado. La velocidad máxima parecía ser de unos ciento cincuenta kilómetros por hora y el castillo se mantenía estable como una roca.

— Hemos centrado correctamente la aerocicleta — comentó Nessus —. El suelo no se ha inclinado, como habréis observado, y la estructura no manifiesta ninguna tendencia a girar sobre sí misma.

— Sigue pareciéndome una locura.

— Nada que funcione es una locura. Y ahora, ¿dónde vamos?

Luis guardó silencio.

— ¿Dónde vamos, Luis? Interlocutor y yo no tenemos ningún plan. ¿Qué rumbo tomo, Luis?

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