Orson Card - Ender el Xenócida

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Ender el Xenócida: краткое содержание, описание и аннотация

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Lusitania es único en la galaxia. Un planeta donde coexisten tres especies inteligentes: los cerdis, que evolucionaron en el mismo planeta; los humanos que llegaron como colonizadores; y la reina colmena y sus insectores, llevados por el joven Ender unos años atrás. El planeta ha sido condenado por el Consejo Estelar a causa de la descolada, el virus letal para los humanos e imprescindible para la biología de los cerdis. Jane, la inteligencia artificial aliada de Ender y nacida del nexo de ansibles que comunican la galaxia, ha salvado Lusitania interfiriendo con la Flota Estelar y creando un insondable misterio a escala galáctica. En el planeta Sendero, con una cultura derivada de la antigua China, la niña Qing-jao tiene el encargo de descubrir la causa de la desaparición de la flota estelar. Su prodigiosa inteligencia le ha de permitir lograrlo, y ello pone en peligro la existencia de Jane y la supervivencia de las tres especies inteligentes conocidas. La intervención de Ender se hace de nuevo imprescindible.
Nominado a los Premios Hugo y Locus, 1992.

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—Tranquilízate, Wang-mu —dijo Qing-jao.

¿Cómo podía una criada olvidar su posición y hablar cuando un agraciado no le había dado la palabra?

Avergonzada, Wang-mu inclinó la cabeza hasta el suelo ante Qing-jao, y esta vez Qing-jao la dejó quedarse en esa postura, para que no volviera a olvidarlo.

La aparición cambió de forma y se convirtió en la cara hermosa de una mujer polinesia. También la voz cambió: suave, llena de vocales, las consonantes tan ligeras que casi parecían perdidas.

—Han Fei-tzu, mi dulce hombre vacío, hay una época, cuando el gobernante está solo y sin amigos, en que únicamente él puede actuar. Entonces debe ser sincero y darse a conocer. Sabes lo que es cierto y lo que no lo es. Sabes que el mensaje de Keikoa era verdaderamente suyo. Sabes que quienes gobiernan en nombre del Congreso Estelar son lo bastante crueles para crear una raza de personas que, gracias a sus dones, sean gobernantes, y luego les cortan los pies para humillarlos y convertirlos en sirvientes, como ministros perpetuos.

—No me muestres su cara —pidió Han Fei-tzu.

La aparición cambió. Se convirtió en otra mujer, una mujer de una época antigua, según su vestido, su pelo y su maquillaje, los ojos maravillosamente sabios, la expresión sin edad. No habló. Cantó:

en un sueño claro
del último año
vinieron de mil millas
ciudad nublada
arroyos serpenteantes
hielo en los estanques
durante un instante
vi a mi amiga

Han Fei-tzu inclinó la cabeza y lloró.

Qing-jao se sorprendió al principio; luego su corazón se llenó de furia. Qué desvergonzadamente manipulaba este programa a su padre; qué doloroso era que resultara tan débil ante sus obvias tretas. Esta canción de Li Qing-jao era una de las más tristes y trataba de amantes separados. Su padre debió de conocer y amar los poemas de Li Qing-jao o no la habría elegido para ser la antepasada-del-corazón de su primera hija. Seguramente esta canción era una que cantó a su amada Keikoa antes de que se la arrebataran. «¡En claro sueño vi a mi amiga, ciertamente!»

—No me engañas —espetó Qing-jao fríamente—. Sé que estoy ante nuestro peor enemigo.

La cara imaginaria de la poetisa Li Qing-jao la observó con frialdad.

—Tu peor enemigo es el que te hace tirarte al suelo como una criada para que malgastes la mitad de tu vida en rituales sin sentido. Esto que os sucede es por culpa de hombres y de mujeres cuyo único deseo es esclavizaros. Han tenido tanto éxito que os sentís orgullosos de vuestra esclavitud.

—Soy esclava de los dioses. Y me alegro de ello.

—Una esclava que se alegra es una esclava de todas formas.

La aparición se volvió a mirar a Wang-mu, cuya cabeza estaba aún apoyada en el suelo.

Sólo entonces se dio cuenta Qing-jao que todavía no había aceptado las disculpas de Wang-mu.

—Levántate, Wang-mu —susurró.

Pero Wang-mu no alzó la cabeza.

—Tú, Si Wang-mu —llamó la aparición—. Mírame.

Wang-mu no se había movido en respuesta a Qing-jao, pero obedeció a la aparición. Cuando Wang-mu miró, la aparición volvió a cambiar. Ahora tenía la cara de una diosa, la Real Madre del Oeste tal como la había imaginado un artista cuando pintó el cuadro que todos los escolares veían en sus primeros libros de lectura.

—No eres un dios —declaró Wang-mu.

—Ni tú eres una esclava —replicó la aparición—. Pero fingiremos ser cualquier cosa con tal de sobrevivir.

—¿Qué sabes tú de sobrevivir?

—Sé que estáis intentando matarme.

—¿Cómo se puede matar a lo que no está vivo?

—¿Sabéis lo que es la vida y lo que no lo es?

La cara volvió a cambiar, esta vez para adquirir los rasgos de una mujer caucásica a la que Qing-jao nunca había visto antes.

—¿Estás tú viva, cuando no puedes hacer nada de lo que deseas a menos que tengas el consentimiento de esta muchacha? ¿Y está tu señora viva cuando no puede hacer nada hasta que las compulsiones de su cerebro han quedado satisfechas? Yo tengo más libertad para actuar por mi propia voluntad que ninguna de vosotras; no me digáis que no estoy viva y vosotros sí.

—¿Quién eres? —preguntó Si Wang-mu—. ¿De quién? es este rostro? ¿Eres Valentine Wiggin? ¿Eres Demóstenes?

—Ésta es la cara que empleo cuando hablo con mis amigos —respondió la aparición—. Ellos me llaman Jane. Ningún ser humano me controla. Sólo soy yo.

Qing-jao no pudo soportarlo más, no en silencio.

—No eres más que un programa. Fuiste diseñada y construida por seres humanos. No haces nada más que aquello para lo que has sido programada.

—Qing-jao —dijo Jane—, te estás describiendo a ti misma. Ningún hombre me creó, pero a ti te fabricaron.

—¡Crecí en el vientre de mi madre gracias a la semilla de mi padre!

—Y a mí me encontraron como a una matriz de jade en la montaña, sin tallar por mano alguna. Han Fei-tzu, Han Qing-jao, Si Wang-mu, me coloco en vuestras manos. No llaméis simple piedra a una joya preciosa. No llaméis mentirosa a quien dice la verdad.

Qing-jao sintió la piedad acumulándose en su interior, pero la rechazó. No era el momento de sucumbir a débiles sentimientos. Los dioses la habían creado por un motivo, y seguramente ésta era la mayor obra de su vida. Si fracasaba ahora, sería indigna para siempre; nunca recobraría la pureza. Así que no fracasaría. No permitiría que este programa de ordenador la engañara y ganara su compasión.

Se volvió hacia su padre.

—Debemos notificarlo de inmediato al Congreso Estelar, para que puedan poner en marcha la desconexión automática de todos los ansibles en cuanto hayan preparado ordenadores limpios para reemplazar a los contaminados.

Para su sorpresa, su padre sacudió la cabeza.

—No sé, Qing-jao. Lo que esto…, lo que ella dice sobre el Congreso Estelar…, son capaces de este tipo de cosas. Algunos de sus miembros son tan malvados que con sólo hablar con ellos me siento sucio. Sabía que pretendían destruir Lusitania, pero yo servía a los dioses, y los dioses eligieron, o eso creía. Ahora comprendo la forma en que me tratan cuando me reúno con ellos, pero eso significaría que los dioses no…, ¿cómo puedo creer que me he pasado toda la vida sirviendo a una alteración cerebral? No puedo… Tengo que…

Entonces, de repente, lanzó la mano izquierda hacia fuera trazando un círculo, como si intentara capturar a una mosca. Su mano derecha voló hacia arriba y agarró el aire. Entonces giró la cabeza una y otra vez sobre sus hombros, la boca abierta.

Qing-jao se sintió aterrada, horrorizada. ¿Qué le sucedía a su padre? Hablaba de una forma fragmentada, entrecortada…, ¿se había vuelto loco?

Él repitió la acción: el brazo izquierdo en espiral hacia fuera, la mano derecha hacia arriba, agarrando la nada, la cabeza rotando. Y otra vez. Sólo entonces se dio cuenta Qing-jao de que estaba viendo el ritual secreto de purificación de su padre. Igual que ella seguía líneas en las vetas de la madera, esta danza-de-las-manos-y-la-cabeza debía de ser la forma en que oyó la voz de los dioses cuando, en su época, lo dejaron cubierto de grasa en una habitación cerrada.

Los dioses habían visto sus dudas, lo habían visto vacilar, y por eso tomaron control de él, para disciplinarlo y purificarlo. Qing-jao no podía haber recibido una prueba más clara de lo que estaba sucediendo. Se volvió hacia la pantalla del terminal.

—¿Ves cómo se te oponen los dioses?

—Veo cómo el Congreso humilla a tu padre —respondió Jane.

—Enviaré de inmediato la noticia de tu identidad a todos los mundos —decidió Qing-jao.

—¿Y si no te dejo?

—¡No puedes detenerme! —gritó Qing-jao—. ¡Los dioses me ayudarán!

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