—¡No! —gritó Qing-jao—. ¡Son los dioses!
—Es un defecto cerebral genético —insistió su padre—. Qing-jao, no somos elegidos por los dioses, somos genios tarados. Nos han tratado como a pájaros enjaulados; nos han arrancado nuestras alas primarias para que así cantemos para ellos y nunca podamos escapar volando. —Han Fei-tzu lloraba ahora, de furia—. No podemos remediar lo que nos han hecho, pero por todos los dioses podemos dejar de recompensarlos por ello. No alzaré la mano para devolverles la Flota Lusitania. ¡Si esa Demóstenes puede romper el poder del Congreso, entonces los mundos estarán mejor sin él!
—¡Padre, no, por favor, escúchame! —gimió Qing-jao. Apenas podía hablar por la urgencia, por el terror ante lo que decía su padre—. ¿No lo ves? Nuestra diferencia genética es el disfraz que los dioses han dado a sus voces en nuestras vidas. Para que la gente que no pertenece al Sendero siga siendo libre para no creer. Tú mismo me lo dijiste, hace unos pocos meses…, los dioses nunca actúan excepto bajo disfraz.
Su padre la miró, jadeando.
—Los dioses nos hablan. Y aunque hayan elegido dejar que otras personas piensen que ellos son los causantes, sólo estaban cumpliendo la voluntad de los dioses al crearnos.
Han Fei-tzu cerró los ojos, apretando entre sus párpados sus últimas lágrimas.
—El Congreso tiene el mandato del cielo, padre —insistió Qing-jao—. Entonces, ¿por qué no querrían los dioses que crearan a un grupo de seres humanos que tengan mentes más despiertas, y que también oigan sus voces? Padre, ¿cómo puedes dejar que tu mente se nuble tanto para no ver la mano de los dioses en esto?
Su padre sacudió la cabeza.
—No sé. Lo que estás diciendo parece todo lo que he creído en mi vida, pero…
—Pero una mujer a la que amaste hace muchos años te ha dicho otra cosa y la crees porque recuerdas tu amor por ella. Pero no es una de los nuestros, padre, no ha oído la voz de los dioses, no ha…
Qing-jao no pudo seguir hablando, porque su padre la abrazó.
—Tienes razón —asintió—, tienes razón, que los dioses me perdonen, tengo que lavarme, estoy tan sucio, tengo que…
Se levantó tambaleándose de su silla, apartándose de su llorosa hija. Pero sin tener en cuenta lo apropiado de su acción, por alguna loca razón que sólo ella conocía, Wang-mu se arrojó ante él, bloqueándole el paso.
—¡No! ¡No te vayas!
—¿Cómo te atreves a detener a un agraciado que necesita purificarse? —rugió Han Fei-tzu; y entonces, para sorpresa de Qing-jao, hizo lo que nunca le había visto hacer: golpeó a otra persona, a Wang-mu, una criada indefensa, y su golpe fue tan fuerte que la muchacha voló y chocó contra la pared y luego se desplomó en el suelo.
Wang-mu sacudió la cabeza, y luego señaló a la pantalla del ordenador.
—¡Mira, por favor, Maestro, te lo suplico! ¡Señora, haz que mire!
Qing-jao miró, y su padre la imitó. Las palabras habían desaparecido de la pantalla. En su lugar había la imagen de un hombre. Un anciano, con barba, ataviado con el sombrero tradicional. Qing-jao lo reconoció de inmediato, pero no pudo recordar quién era.
—¡Han Fei-tzu! —susurró su padre—. ¡Mi antepasado del corazón!
Entonces Qing-jao recordó: el rostro que aparecía sobre la pan-talla era el mismo que aparecía en las descripciones artísticas del antiguo Han Fei-tzu.
—Hijo de mi nombre —llamó la cara del ordenador—, déjame que te cuente la historia del jade del Maestro Ho.
—Conozco la historia.
—Si la comprendieras, no tendría que contártela.
Qing-jao intentó encontrar sentido a lo que veía. Mostrar un programa visual con detalles tan perfectos como el de la cabeza que flotaba sobre el terminal requeriría la mayor parte de la capacidad del ordenador de la casa… y no había ningún programa de estas características en la biblioteca. Se le ocurrieron otras dos fuentes. Una era milagrosa: los dioses habían encontrado un medio para hablarles, haciendo que el antepasado-del-corazón de su padre se le apareciera. La otra era menos asombrosa: el programa secreto de Demóstenes debía de ser tan poderoso que había observado su conversación ante el terminal y, tras haberlos oído llegar a una peligrosa conclusión, se apoderó del ordenador doméstico y produjo esta aparición. No obstante, en cualquier caso, Qing-jao sabía que debía escuchar con una pregunta en mente:
¿Qué pretenden los dioses con esto?
—Una vez, un hombre de Qu llamado Maestro Ho encontró un trozo de matriz de jade en las montañas de Qu y lo llevó a la corte para presentarlo al rey Li.
La cabeza del antiguo Han Fei-tzu miraba de su padre a Qing-jao, y de Qing-jao a Wang-mu. ¿Tan capaz era este programa que sabía cómo entablar contacto visual con cada uno de ellos para asegurar su poder? Qing-jao vio que Wang-mu bajaba la mirada cuando tenía encima los ojos de la aparición. ¿Pero lo hacía también su padre? Estaba de espaldas a ella: no podía decirlo.
—El rey Li ordenó al joyero que lo examinara, y el joyero informó: «Es sólo una piedra». El rey, al suponer que Ho intentaba engañarlo, ordenó que en castigo le cortaran el pie izquierdo.
»Con el tiempo, el rey Li murió y subió al trono el rey Wu, y Ho cogió una vez más su matriz y la presentó al rey Wu. El rey ordenó que su joyero la examinara, y de nuevo el joyero informó: "Es sólo una piedra". El rey, al suponer que Ho intentaba engañarlo, ordenó que en castigo le cortaran el pie derecho.
»Ho, agarrando la matriz contra su pecho, fue al pie de las montañas de Qu, donde lloró durante tres días y tres noches, y cuando se quedó sin lágrimas, lloró sangre. El rey, al oírlo, envió a uno de sus hombres a interrogarlo: "Mucha gente tiene amputados los pies, ¿por qué lloras tan amargamente por eso?", preguntó el hombre.
En este punto, su padre se enderezó y dijo:
—Conozco su respuesta, la conozco de memoria. El Maestro Ho dijo: «No lloro porque me hayan cortado los pies. Lloro porque consideran una simple piedra a una joya preciosa, y un hombre íntegro es tratado como un estafador. Por eso lloro».
—Ésas son las palabras que dijo —continuó la aparición—. Entonces el rey ordenó al joyero que cortara y puliera la matriz, y cuando terminó de hacerlo emergió una joya preciosa. Y fue llamada «El Jade del Maestro Ho». Han Fei-tzu, has sido un buen hijo-del-corazón, así que sé que harás lo que el rey hizo al final: harás que se corte y se pula la matriz, y también tú encontrarás una joya preciosa en el interior.
El hombre sacudió la cabeza.
—Cuando el verdadero Han Fei-tzu contó esta historia por primera vez, la interpretó para que significara lo siguiente: el jade era la regla de la ley, y el gobernante debe hacer y seguir una política establecida para que sus ministros y su pueblo no se odien entre sí ni se aprovechen unos de otros.
—Es así como interpreté la historia entonces, cuando hablaba de quienes hacen la ley. Es tonto quien piensa que una historia verdadera puede significar sólo una cosa.
—¡Mi señor no es tonto! —Para sorpresa de Qing-jao, Wang-mu avanzaba hacia la aparición—. ¡Ni lo es mi señora, ni lo soy yo! ¿Crees que no te reconocemos? Eres el programa secreto de Demóstenes. ¡Eres el que escondió a la Flota Lusitania! ¡Una vez pensé que porque tus escritos parecían tan justos y sinceros y buenos y ciertos tú debías de ser bueno, pero ahora veo que eres un mentiroso y un estafador! ¡Tú eres quien dio esos documentos al padre de Keikoa! ¡Y ahora llevas el rostro del antepasado de mi amo para poder mentirle mejor!
—Llevo este rostro —replicó la aparición tranquilamente—, para que su corazón se abra para escuchar la verdad. No lo he engañado; no intentaría hacerlo. Él supo quién era desde el principio.
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