David Brin - El efecto práctica

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“Cualquier tecnología suficientemente avanzada es vista como magia”. La frase, a menudo atribuida a Arthur C. Clarke, se hace realidad en esta amena y divertida novela de David Brin.
Dennis Nuel, profesor universitario de física, es transportado a un mundo alternativo donde el segundo principio de la termodinámica está invertido y los objetos mejoran con su uso en lugar de deteriorarse.
Inevitablemente, Dennis recibe en ese mundo dotado de una organización feudal la consideración de mago. Deberá intervenir en innumerables aventuras y participar en viajes sorprendentes donde encontrará a una rubia princesa y deberá enfrentarse a un inteligente señor de la guerra y a los habituales villanos envidiosos. Todo ello en un mundo dotado de tecnología de pacotilla.
Una idea brillante servida con una técnica narrativa que recuerda explícita y voluntariamente la ciencia ficción de los años cuarenta y cincuenta. Una viaje alucinante y alucinado por un mundo anómalo donde las leyes de la física son distintas.

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Había usado cinta aislante para escribir un mensaje en la compuerta, diciendo dónde estaba enterrado, junto con el equipo, un informe detallado.

De todas formas, si conocía a Flaster y Brady, se tomarían su tiempo antes de decidir enviar otra misión. Realista, Dennis sabía que si alguien iba a arreglar el mecanismo de regreso sería el mismo. No podía permitirse más patinazos.

Ya había cometido un gran error. Aquella mañana, cuando abrió la compuerta y salió al brumoso amanecer, descubrió que el robot había desaparecido. Tras una hora de preocupada búsqueda, comprendió que se había marchado durante la noche. Encontró sus huellas en dirección este.

Debía de haber partido tras la pista de los humanoides, al parecer para averiguar cuanto fuera posible sobre ellos, fiel a sus instrucciones.

Dennis se maldijo por haber pensado en voz alta en presencia del robot el día anterior. Pero sinceramente, ¿quién iba a esperar que la máquina aceptara órdenes que no estuvieran en un primoroso inglés robótico?¡Tendría que haber rechazado las órdenes como demasiado flexibles a inconcretas! Ni siquiera le había dado al robot un límite de tiempo. ¡Probablemente estaría fuera hasta llenar sus cintas!

El robot debía de tener un cable suelto en alguna parte. Brady no bromeaba cuando dijo que algo sucedía con las máquinas que habían enviado allí.

Dennis ya había perdido dos compañeros desde su llegada a aquel mundo. Se preguntó qué habría sido del cerduende.

Probablemente había vuelto a su propio elemento, contento de haber perdido de vista a los locos alienígenas que lo habían capturado.

Mientras el sol blanquidorado se alzaba por encima de los árboles del este, Dennis se preparó para marchar. Tendría que hacerlo solo.

Tuvo que anudar las correas de su mochila para impedir que resbalaran. Al parecer, Brady había comprado el equipo más barato posible. Dennis murmuró algo sobre la probable parentela de su rival mientras se cargaba la mochila y se dirigió hacia el sur, hacia la carretera que había visto el día anterior.

4

Dennis caminó por estrechos senderos, siempre al acecho de posibles peligros. Pero el bosque era tranquilo. A pesar de los sonidos chirriantes de su molesta mochila, pronto disfrutó del sol y el aire fresco. Se guió lo mejor que pudo con la brújula barata que le había proporcionado Brady. Cuando se detenía junto a la ribera de los riachuelos apuntaba en una libreta las formas en que aquel mundo difería de casa. Hasta ahora la lista era breve.

Esta vegetación era muy parecida a la terrestre. Por ejemplo, el árbol predominante en esa zona parecía ser el haya.

Podía ser un signo de evolución paralela. O el zievatrón se abría a versiones alternativas de la propia Tierra. Dennis sabía tanto del efecto ziev como cualquiera allá en casa. Pero admitía que no era mucho. Se trataba de un campo muy nuevo.

Siguió recordándose avanzar con cautela. Con todo, a medida que el bosque se hacía más familiar, se encontró pasando el tiempo jugando mentalmente con las ecuaciones anómalas, tratando de encontrar alguna explicación.

Los animales del bosque, a cubierto, observaban recelosos cómo el preocupado terrestre recorría sus estrechos senderos a medida que avanzaba la mañana.

Cuando finalmente cayó la tarde, Dennis acampó bajo los árboles, junto a un arroyuelo. Como no quería encender una hoguera, se las apañó con el hornillo de gas barato que Brady le había proporcionado. Una débil llama chisporroteó al cobrar vida y pudo prepararse una ración tibia de estofado congelado.

Tendría que empezar a cazar pronto, se dijo. A pesar del informe bioquímico favorable, Dennis seguía sintiéndose incómodo con la idea de matar criaturas autóctonas. ¿Y si los «conejos» eran filósofos? ¿Podía estar seguro de que cualquier cosa a la que le disparara no fuera inteligente?

Cuando acabó la comida tibia, Dennis activó su alarma de campamento. No era mayor que una baraja de cartas, con una pequeña pantalla y una diminuta antena giratoria. Tuvo que darle varios golpecitos para ponerla en marcha.

Al parecer, Brady volvía a ahorrar dinero para el Tecnológico Sahariano.

—Puede que me dé una alarma de dos segundos si algo del tamaño de un elefante viene a fisgonear en mi mochila —suspiró Dennis.

Con la pistola de agujas a su lado, se tumbó en el saco de dormir y contempló por las aberturas entre las ramas cómo salían las constelaciones. Las configuraciones eran completamente extrañas.

Eso acababa con la teoría de la Tierra paralela de una vez por todas. Dennis borró tres líneas de ecuaciones de su pizarra mental.

Mientras esperaba a que llegara el sueño, contempló el cielo y dió nombre a las constelaciones.

Hacia las montañas del sur, Alfresco el Poderoso luchaba con la gran serpiente, Estetoscopio. Los penetrantes ojos del héroe brillaban de forma desigual: uno rojo y parpadeante, el otro verde brillante y firme. El ojo verde podía ser un planeta, decidió Dennis. Si se movía a lo largo de las noches siguientes, le daría nombre propio.

Sobre Alfresco y Estetoscopio, el Coro de Doce Vírgenes acompañaba a Cosell el Locuaz, que entonaba una monótona descripción de la poderosa lucha de Alfresco. No importaba que los combatientes no se hubieran movido en milenios. El locutor encontraba con qué llenar el tiempo.

Encima, el Robot avanzaba, pequeño a imperturbable, hacia una autopista compuesta de miles de millones de números diminutos, persiguiendo al Hombre de Hierba… el Alienígena.

Dennis se agitó. Quiso mirar el destino que perseguía tan tenazmente el Hombre de Hierba. Quiso volver la cabeza. Pero finalmente comprendió, con la complacencia que viene con los sueños, que llevaba dormido algún tiempo.

5

Llegó a la carretera a últimas horas de la tarde del cuarto día.

Su diario rebosaba de notas sobre todo, desde árboles hasta insectos, de las formaciones rocosas a las variedades locales de aves y serpientes. Incluso había intentado tirar rocas desde un acantilado para cronometrar su caída y medir la fuerza de la gravedad. Todo parecía apoyar la idea de que aquel lugar no era la Tierra pero se le asemejaba muchísimo.

Aproximadamente la mitad de los animales parecía tener primos cercanos en casa. La otra mitad no se parecía a nada que él hubiera visto.

Dennis sentía que ya se estaba convirtiendo en un explorador experto como Darwin o Wallace o Goodall. Y lo mejor de todo: las botas empezaban a resultarle cómodas.

Las había odiado al principio. Pero después de las dolorosas ampollas iniciales, le parecieron más cómodas a cada día que pasaba. El resto de su equipo todavía le causaba molestias, pero se acostumbraba gradualmente.

La alarma de campamento seguía despertándolo varias veces cada noche, pero empezaba a cogerle el tranquillo a sus diminutos controles. Ya no saltaba cada vez que una hoja atravesaba volando su campamento.

La noche anterior, sin embargo, se despertó de golpe para ver a una tropa de cuadrúpedos de cascos peludos bordeando su campamento. Se quedaron mirando el haz de su linterna mientras su corazón redoblaba. Luego se marcharon.

Pensándolo bien, parecían bastante inofensivos, ¿pero por qué no le había despertado la alarma?

Las preocupaciones de Dennis por el equipo se borraron de su mente mientras recorría ansiosamente la última pendiente de grava hasta la autopista. Soltó la mochila y se acercó a arrodillarse junto a la curva.

Era una carretera extraña, apenas lo bastante ancha para que pasara un vehículo terrestre. Irregular y retorcida, seguía los contornos del terreno en vez de cortar a través de él, como habría hecho una carretera en la Tierra. Y sus bordes eran también irregulares, como si nadie se hubiera molestado en recortarlos cuando se depositó la capa.

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