David Brin - El efecto práctica

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“Cualquier tecnología suficientemente avanzada es vista como magia”. La frase, a menudo atribuida a Arthur C. Clarke, se hace realidad en esta amena y divertida novela de David Brin.
Dennis Nuel, profesor universitario de física, es transportado a un mundo alternativo donde el segundo principio de la termodinámica está invertido y los objetos mejoran con su uso en lugar de deteriorarse.
Inevitablemente, Dennis recibe en ese mundo dotado de una organización feudal la consideración de mago. Deberá intervenir en innumerables aventuras y participar en viajes sorprendentes donde encontrará a una rubia princesa y deberá enfrentarse a un inteligente señor de la guerra y a los habituales villanos envidiosos. Todo ello en un mundo dotado de tecnología de pacotilla.
Una idea brillante servida con una técnica narrativa que recuerda explícita y voluntariamente la ciencia ficción de los años cuarenta y cincuenta. Una viaje alucinante y alucinado por un mundo anómalo donde las leyes de la física son distintas.

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Al menos esta vez les echaré un buen vistazo, pensó mientras se apartaba de la abertura en el seto. ¡Por fin descubriré cómo son los nativos!

Sacó de nuevo la alarma. La pantalla mostraba un montón de luces amarillas; al parecer representaban los rebaños de animales que Dennis había visto en las faldas de las montañas. A un lado de la pantalla vio dos puntos rojos y dos amarillos que se aproximaban por la carretera.

Un par de jinetes.

La marca verde de Duen no se veía por ninguna parte. La nerviosa criatura debía de haberle abandonado de nuevo.

Estaba tan concentrado en los puntos rojos de la carretera que tardó un instante en advertir que dos pequeñas luces rosadas se habían separado de un rebaño cercano de luces amarillas al sur. Se movían rápidamente hacia el centro de la pantalla.

Hacia el centro, advirtió Dennis… Ése soy yo.

—¡Haaa-aayy-oooaaoo!

Vino desde atrás, un agudo alarido que hizo que un escalofrío le corriera por la espalda. Con el ulular vino el sonido de pasos veloces. ¡Alguien lo atacaba por la espalda!

Dennis echó mano a su cartuchera, con pocas esperanzas de poder reaccionar a tiempo. Esperaba en cualquier momento el súbito destello de algún mortífero rayo alienígena que lo partiera en dos.

—¡Haaayyoo-oh!

Entorpecido por la mochila, rodó sobre su estómago, tratando de alzar el arma. Empuñó la pistola de agujas con dos manos temblorosas dispuesto a disparar al… perro.

Parpadeó, se dispuso a disparar… al pequeño perro que le gruñía, y que luego dio un salto atrás para protegerse tras un par de piernas pequeñas… las piernas regordetas y arañadas de un niño pequeño.

Dennis alzó la cabeza y se quedo boquiabierto. El arma más terrible que había a la vista era un cayado de pastor empuñado por un mocoso de metro veinte con la cara sucia.

El primer extraterrestre inteligente con quien Dennis entablaba contacto se apartó un mechón de desaliñado pelo castaño de los ojos y jadeó.

—… Ayoo-gnoouh,)… —El niño respiraba excitado—.

Quii' veeh' opá?

Un poco aturdido por la sorpresa, Dennis cayó en la cuenta de que probablemente parecía, un idiota allí tumbado. Lentamente, para no asustar al niño, se incorporó.

Decidió no pensar siquiera en la incongruencia de encontrar a un niño humano (al parecer de unos ocho años), allí, en un mundo alienígena. No tenía sentido. Se obligó a concentrarse en el problema del lenguaje. Algo en los sonidos pronunciados por el niño le había sonado extrañamente familiar, como si ya los hubiera oído en alguna otra parte.

Trató de recordar unas cuantas cosas del curso de lingüística que había seguido en la universidad para salir del infame Inglés 7 del profesor LaBelle. Había aprendido entonces que hay unos pocos sonidos de significado prácticamente universal para los seres humanos. Los antropólogos solían usarlos al entablar contacto con las tribus recién descubiertas.

Tragó saliva, Y probó con uno.

—¿Eh?—dijo.

A estas alturas el niño contenía la respiración. Con un suspiro de exagerada paciencia, repitió:

—Quiere ver a mi padre, señor?

Dennis se atraganto. Consiguió, al menos, menear arriba y abajo la cabeza.

3

El cachorro corría alrededor de ellos, ladrando a sus pies. El niño (dijo que se llamaba Tomosh) caminaba decididamente junto a Dennis, guiándolo por el prado hacia su casa.

Mientras caminaban, Dennis vió pasar a un par de jinetes por la carretera. Vistos a través de las aberturas en el seto, las fuentes de los amenazantes puntos rojos que le habían hecho esconderse minutos antes resultaron ser un par de granjeros que cabalgaban en viejos ponis.

No hacía más que empezar a asimilar todo aquello. De todos los posibles primeros contactos, éste tenía que ser el más benigno y el más confuso. Dennis ni siquiera llegaba a imaginar cómo podía haber humanos allí.

—Tomosh, —empezó a decir.

—¿Sí, señorr? —El niño arrastraba las erres con un acento al que Dennis empezaba a acostumbrarse. Alzó la cabeza, expectante.

Dennis se detuvo. ¿Por dónde podía empezar? Había demasiadas cosas que preguntar.

—Esto… ¿estará bien tu rebaño mientras me acompañas a conocer a tus padres?

—Oh, los rickels estarán bien. Los perros los vigilan. Tengo que salir y contarlos dos veces al día y dar la alarma si falta alguno.

Caminaron en silencio un poco más. Dennis no tenía mucho tiempo para preparar su primer encuentro con adultos. De repente, eso lo inquietó mucho.

Antes de toparse con el niño se había resignado a ser detectado como alienígena y correr sus riesgos. Ser asesinado de buenas a primeras por hombres-hormiga que odiaban a los mamíferos, por ejemplo, habría sido simplemente inevitable mala suerte. No podría haber hecho nada.

Pero pequeños detalles de su propia conducta podrían influir en la reacción de los humanos locales ante él. Una simple falta de cortesía (un patinazo) podría costarle todo. Y en ese caso la culpa sería suya.

Tal vez podría preguntarle al niño cosas de las que sólo los adultos recelarían.

—Tomosh, ¿hay muchas granjas por aquí?

—No señorr, sólo unas cuantas. —El niño parecía orgulloso—. ¡Somos casi la más lejana! El rey solo quiere mineros y comerciantes en las montañas donde viven los L´Toff.

»El baron Kremer no es de la misma opinión, por supuesto. Mi padre dice que el barón no tiene derecho a enviar leñadores y soldados…

Tomosh comentó lo malo y duro que era el señor local y cómo el rey, que vivía muy lejos al este, pondría al barón en su sitio algún día. La historia acabó degenerando en chismorreos que resultaban un tanto sofisticados en boca de un niño pequeño: cómo «lord Hern» se hacía lentamente con todas las minas en nombre del barón y cómo no había llegado ningún circo a la región desde hacía más de dos años a causa de los problemas con el rey. Aunque era difícil seguir todos los detalles, Dennis llegó a la conclusión de que vivían en una aristocracia feudal y que la guerra no era cosa extraña.

Por desgracia, la historia no le dijo nada acerca de la crucial cuestión de la tecnología de aquel mundo. La ropa del niño, aunque sucia, era de buena confección. No tenía bolsillos, pero el cinturón con faltriqueras parecía sacado directamente de un catálogo Kelty. Los zapatos de Tomosh se parecían mucho a las viejas zapatillas que Dennis usaba cuando era niño.

Una granja apareció a la vista cuando llegaron a la cima de una colina baja. La casa, el granero y un almacén se alzaban a un centenar de metros del desvío de la carretera. El patio estaba rodeado por una empalizada alta. A Dennis el lugar le pareció bastante próspero. Tomosh se impacientó y tiró de la mano de Dennis, que siguió con dificultad al niño colina abajo.

La granja en sí era una estructura baja con un techo inclinado que brillaba a la luz de la tarde. Al principio Dennis pensó que los reflejos procedían de los refuerzos de aluminio. Pero a medida que se acercaban vio que las paredes eran paneles de madera laminada, hermosamente unidos y barnizados.

El granero era de construcción similar. Ambos edificios parecían fotos sacadas de una revista.

Dennis se detuvo ante la verja. Era su última posibilidad de hacer preguntas estúpidas.

—Uh, Tomosh —dijo—. Soy forastero por aquí…

—Oh, ya me he dado cuenta. ¡Hablas raro!

—Umm, sí. Bueno, de hecho soy de una tierra muy lejana al… al noroeste. —Dennis había supuesto a partir de la cháchara del niño que era una dirección de la que los lugareños sabían poco.

—Naturalmente, siento un poco de curiosidad por tu país —continuó—. Ah… ¿podrías decirme, por ejemplo, el nombre de esta sierra?

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