Larry Niven - Los árboles integrales

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Durante largo tiempo el Estado empleó naves espaciales, cuya velocidad era menor que la de la luz, para preparar los sistemas para su colonización por el hombre. Normalmente las máquinas sembradoras viajaban en circuitos que duraban siglos y que tenían su punto de partida y de llegada en la Tierra. Normalmente las tripulaciones estaban compuestas por ciudadanos y convictos corpiscilos. Normalmente, el último control de la misión era ejercido por un cyborg informante, un verdadero déspota del Estado microcósmico que era la nave. Pero la normalidad se alteró levemente cuando
penetró en el sistema de la doble estrella T 3 y le Voy’s Star. Allí se había formado una inmensa capa gaseosa en forma de anillo alrededor de una estrella neutrón y el amplio espacio que quedaba libre en el interior podía ser un lugar habitable por el hombre. A pesar de que había muy poca tierra, el Anillo de Humo había desarrollado una amplia variedad de formas de vida, la mayoría de las cuales eran comestibles y todas ellas podían volar. El Anillo de Humo se presentó como un paraíso para la mermada tripulación de
y por tanto, volaron hacia él, desprendiéndose del cyborg.

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O quizá había sentido curiosidad.

No encontraba recuerdos por ninguna parte de que se hubiera producido un motín. Debía haber jugado de farol; puede que no quisiera recordarlo. ¡La tripulación había partido con ocho de los diez MACs y saqueado los tanques hidropónicos a patadas! Aquello nunca había sido permitido.

Era razonable asegurar que siete de los MACs eran inoperables. Podría haberse salvado algún equipo… y el último MACs acababa de cortar el chorro de incandescente vapor de agua. Kendy dejó de enviar su mensaje. El Anillo de Humo resplandecía blanquecino y deforme bajo él.

Algún día lo sabría. ¿Lo recordarían ellos?

Kendy esperó.

Seis — En el centro de la Tierra

La mancha de cabellos canosos debía llevar allí mucho tiempo. Tenía cincuenta o sesenta metros de diámetro y se había comido medio metro de hondo de la madera viviente. Las plantas parasol habían arraigado en el abono resultante, y madurado, y extendido sus brillantes flores de colores para atraer a los insectos que pasasen.

Minya observaba el fuego que se extendía en curvas entrelazadas dentro de la masa de hongos. Las brisas arrojaban sofocantes humaredas en imprevisibles direcciones. El humo sacaba nubes de acáridos de entre los hongos y los arrojaba hacia el cielo. Deseaba que la terna de Thanya ya hubiera regresado con agua.

En aquellos momentos, había tres grupos formados por personas cada uno del Pelotón de Triuno en el tronco. Minya, Sal y Smitta estaban muy cerca de la zona media. El grupo de Jeel recorría el tronco de arriba abajo, acarreando provisiones desde la mata, mientras que la de Thanya llevaba agua desde sotavento.

El fuego no solía causar problemas, pero siempre podían producirse.

—Me gustan estas escaladas —dijo Smitta. Flotaba con los dedos de los pies agarrados a un filo de la corteza.

Tan cerca del centro, aquello era suficiente para poder enfrentarse a la liviana marea—. Me gusta flotar… ¿y desde que otra parte puedes ver entero el Anillo de Humo?

Minya asintió con la cabeza. No tenía ganas de hablar. Cuando un problema no puede resolverse, y sigue estando presente, ¿Qué otra cosa puede hacerse sino correr? Ella había corrido tan lejos como podía ir un ser humano. Lo estaba consiguiendo: allí, a medio camino entre las infinidades, se sentía en paz.

El árbol parecía extenderse infinitamente en ambas direcciones. La Mata Oscura, iluminada desde detrás por el sol y por Voy, tenía un halo de verde pelusa con un corazón negro. Hacia fuera, la Mata de Dalton-Quinn apenas era más grande. Unas cuantas nubes a la deriva, vestigios le verde bosque, remolinos de tormenta, habían sido evitados. Hacia el este había un punto de luz brillante descentrado en un borde oscuro: el mismo pequeño estanque que había estado derivando cerca durante veinte días.

Quizá, quizá llegara. No hablaban de ello. Mala suerte.

Entre la sequía y los trastornos políticos, el Pelotón de Triuno había estado mucho tiempo sin ocuparse de sus tareas de vigilancia en el árbol. Se les había necesitado para que hicieran las veces de policías. Alguien tuvo la esperanza de que las ejecuciones resolvieran los problemas; pero los grupos ya estaban buscando parásitos y parches de cabellos canosos por todas partes del tronco. Aquel día habían quemado virtualmente un campo de aquella odiosa materia.

El movimiento llegó a la vista de Minya, desde fuera y a barlovento. Azul contra azul, difícil de distinguir, algo grande. El sol estaba cerca de su punto más bajo, deslumbrante. Se puso una mano debajo de los ojos, los entrecerró y dijo:

—Triuno.

Smitta se puso alerta.

—¿Interesado en nosotros? ¡Sal!

Sal gritó desde detrás de la nube de humo.

—Lo he visto.

—Estarán interesados —dijo Minya—. Se están acercando bastante.

Smitta se desplazó para apoyarse en el tronco y empezó a preparar sus armas.

—Ya he luchado una vez con un triuno. Son más rápidos que los pájaros-espada. Podréis ahuyentarlos. Sólo recordad una cosa, si matamos a uno, tendremos que matar a los tres.

El objeto con forma de torpedo estaba ya muy cerca. Era casi del mismo azul que el cielo, girando lentamente. Seis grandes ojos se mostraban por turno a lo largo de la circunferencia, y tres ligeras y grandes aletas… una más pequeña que las demás. Aquella debía ser la cría. —¿Qué necesitamos? —susurró Minya. —¿Preparados los arcos y flechas? Atad las flechas y sujetad unas brasas de cabellos canosos en la punta. Hemos tenido suerte de hacer fuego. Acordaos de dónde tenéis las vainas surtidor, podréis necesitarlas.

Minya sentía en la garganta el pulso de su corazón. Era su segundo viaje por el tronco… Pero Smitta y Sal habían hecho muchos más. Eran duras y experimentadas. Sal era una mujer fornida de cabellos rojos y cuarenta años de edad que se había unido al Pelotón de Triuno a la edad de doce. Smitta había nacido como hombre; era mujer por cortesía.

Estar a la altura de Smitta, se dijo Minya. Smitta era difícil de enfadar, pero, bajo presión, algo parecía romperse en su mente. En aquellos casos, Smitta luchaba como una posesa, incluso contra los suyos, y el único modo de detenerla era echar sobre ella a un montón de gente.

Minya templó su arco de madera dura y empleó una flecha con cuya punta excavó un pedazo de ardientes hongos. ¿Preparada?

El torpedo se dividió en tres. Tres finos torpedos aletearon perezosamente hacia ellas, mostrando pequeñas aletas laterales y panzas de violento color naranja. Un macho y una hembra, emparejados para siempre, más una única cría que añadiría a la masa más velocidad, y que maduraba lentamente. Sólo se separaban para luchar o para cazar. El Pelotón de Triuno se llamaba así por la interdependencia de las familias de triunos.

La cría era el más pequeño, el único que se rezagaba un poco. Los dos adultos se abalanzaron hacia adelante.

—El macho es mío —dijo Smitta y disparó; la flecha arrastraba tras ella una cuerda. ¿Cuál era el macho? Minya esperó un momento para saber cuál había sido el blanco de Smitta, luego disparó su propio arco. La pareció que todavía no estaban a tiro… y tenía razón; el cuerpo del macho onduló apartándose del camino de las flechas, mientras la hembra caía tras él. Sal se contuvo. Disparó, y alcanzó a la hembra que viraba clavándole una flecha en la aleta.

Bramó. Aleteó una vez más y rompió la flecha limpiamente. Sal apareció entre el humo, dando un tirón hacia el cielo. No parecía preocupada mientras sacaba el antiguo arco de metal que colgaba seguro de su hombro. Las brasas del cabello canoso se habían adherido a la cola de la hembra, que aleteaba locamente.

—Smitta envió una flecha atada con un ronzal hacia la cría.

Ambos adultos chillaron. La hembra intentó bloquear la flecha. Pero fue demasiado lenta. La cría no pareció ver llegar la saeta. Smitta tiró de la cuerda y se detuvo apenas a un metro.

La hembra la miró asombrada.

La mujer soltó cuerda rápidamente, pero no era necesario. Los adultos se movieron junto a la cría, con una delicadeza infinita. Tendieron pequeñas manos desde sus vientres color naranja y empezaron a juntarse. Se movieron como un único y desdibujado fantasma azul contra el cielo azul.

—¿Lo veis? Se han unido. Tenías razón en eso —dijo Smitta.

Sal extrajo una vaina surtidor con forma de lágrima del hato de bolsillos que bajaban y rodeaban el frente de su túnica. Retorció la punta. Una nube de semillas y niebla salió de allí, a la vez que lanzaba a Sal contra la corteza, debido a la fuerza del retroceso.

Ella enrolló la cuerda y guardó las armas, incluido el valioso arco. Elástico metal, que había ido pasando de los viejos a los jóvenes dentro del Pelotón de Triuno al menos durante doscientos años.

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