—Esperar. La petición va abajo, donde buscarán todas las fichas de los varones que lleven el nombre de Steve Donnell; luego las examinarán para ver si las señas personales de alguno de ellos coinciden con las de tu hermano. Si encuentran la ficha, la mandarán aquí. Yo tomaré nota del número del televector y sabremos dónde está Steve.
—¿Qué es eso del televector ?
—Ya lo verás —respondió riéndose Hawkes—. Es un buen sistema. Un poco de paciencia, amigo.
Llevaban esperando tres minutos cuando Alan rompió el embarazoso silencio para decir:
—Le estoy robando un tiempo que tal vez necesita usted para otras cosas. No quisiera causarle tanta molestia…
—Si no quisiera ayudarte, no lo haría. No trabajo, y eso significa que no tengo nadie que me mande. Es una de las pocas compensaciones que tienen los que llevan la vida de perro que arrastro yo. Dispongo de tiempo para ayudarte a encontrar a tu hermano. Así es que no te preocupes.
Sonó un timbre, se encendió una bombilla encarnada y saltó el receptáculo del tubo neumático. Hawkes sacó un papel del receptáculo y lo leyó.
—¿Lo han encontrado? — preguntó Alan.
—Léelo tú mismo.
Decía el papel:
NO EXISTE EN LOS ARCHIVOS TARJETA DE IDENTIFICACIÓN Y PROFESIONAL A NOMBRE DE STEVE DONNELL, DE LAS SEÑAS PERSONALES INDICADAS.
En el semblante de Alan se pintó el desaliento.
—¿No podemos hacer nada más?
—Sí. Iremos arriba, al Registro de No Agremiados. Yo abrigaba muy pocas esperanzas de que tu hermano perteneciese a un Gremio. Un astronauta que se escapa de a bordo no puede encontrar el dinero necesario para ingresar en un Gremio.
—¿Y si no estuviera registrado en los no agremiados?
—Entonces, hijo mío, no habría manera de encontrarlo en la Tierra.
En la puerta de la oficina decía: REGISTRO DE NO AGREMIADOS. Hawkes llamó con los nudillos, y entraron.
Los visitantes se dirigieron en derechura a la mesa del Jefe del Negociado. Detrás de la mesa, que era de un material llamado neoplástico, estaba sentado un hombre grueso con cara de pastel, el cual tenía delante de sí un alto montón de papeles; el funcionario tomaba los papeles uno a uno y estampaba sobre ellos su firma. Había polvo en toda la inmensa sala y en todas las cosas que ésta encerraba.
El jefe alzó la vista, miró a los recién llegados y saludó a Hawkes diciéndole:
—¿Lleva usted ya vida de persona decente?
—Eso no lo verá usted nunca —le contestó Hawkes—. Vengo a consultar el Registro. Alan, éste es el señor Macintosh, jefe del Negociado. Mi amigo Alan Donnell, astronauta.
—¿Es astronauta? —dijo Macintosh, dejando de sonreír—. Entonces sabrá usted lo que es llevar el estómago vacío. Aquí, el que no trabaja no come, muchacho.
—No vengo a… — principió a decir Alan.
Hawkes no le dejó seguir. Dijo al jefe:
—Este chico no viene a inscribirse. Ya le he dicho a usted antes que deseaba consultar el Registro. Mi amigo está en la ciudad con permiso. Su nave partirá dentro de dos días, y él irá a bordo de ella Alan busca a un hermano suyo que se escapó del Recinto hace nueve años.
—¡Ah! ¿Han estado ustedes abajo?
—Sí. Y no hay nada.
—No me sorprende. Los astronautas que dejan la nave suelen venir a inscribirse aquí. Son muy pocos los que obtienen la tarjeta profesional. ¿Qué es eso que lleva usted en el hombro, joven?
—Es un nativo de la Bellatrix VII.
—¿Inteligente?
—¡Inteligente, sí, señor! —terció el indignado Rata —. Se figuran ustedes que porque uno tiene (algún parecido en lo físico con ese animal asqueroso que en la Tierra llaman roedor…
—¡Cálmese! —dijo Macintosh, riéndose—. No he querido ofenderle a usted. Tendrán que solicitar el visado si piensan permanecer más de tres días aquí.
—¿El visado? — repitió Alan frunciendo el ceño.
Intervino Hawkes y dijo:
—El chico ha de volver a la nave, como le he dicho. No necesitará el visado para nada.
—Bueno —dijo el funcionario—. Luego, ¿busca usted a un hermano suyo? Déme datos: nombre y apellidos, fecha el nacimiento, etc.
—Steve Donnell. Nació en 3576. Desapareció en…
—Son astronautas — indicó Hawkes.
Macintosh alzó los hombros.
—Siga, joven.
—Desapareció en 3867. No sé qué año era en la Tierra…
—¿Señas personales?
—Nos parecemos mucho; somos mellizos.
Macintosh anotó los datos que le dio Alan. Los traspasó luego a una cartulina perforada.
—No me suena el apellido Donnell —dijo—. Es mucho tiempo nueve años. Se inscriben tantos aquí… Solamente astronautas, quince o veinte al año. Sin contar los que se inscriben en las demás oficinas del país. Siempre hay alguno que sale del Recinto para divertirse un poco, se entretiene más de la cuenta, y cuando vuelve, se encuentra con que ha partido su nave. A uno que se escapó del Recinto de San Francisco le robaron el dinero y le dieron una paliza fenomenal. Se fue su nave sin él, porque hubo de hospitalizarse y tardó en sanar más de una semana. Está inscrito aquí. Bueno; haremos buscar la ficha de Steve Donnell. Podría ser que no esté en los archivos, pues ya saben ustedes que la inscripción no es obligatoria.
—Sí, señor — respondió Alan, que estaba deseando que acabase de hablar el funcionario y diera orden de buscar la ficha de su hermano.
Eran ya las cuatro de la tarde, y el muchacho, que había salido del Recinto a mediodía, tenía hambre. Además, si tenía que pasar la noche en la ciudad, habría de buscarse sitio para dormir.
Macintosh se alzó de su asiento y fue adonde estaba el tubo neumático.
—Tardarán algunos minutos en contestar —dijo al volver—. ¿Quieren echar un traguito para entretener la espera?
—¡Qué amable está hoy el amigo Macintosh! —burlóse Hawkes—. ¿Puede saberse lo que hay en la botella de tinta?
—¡Whisky escocés! Whisky sintético del mejor que fabricaron en Escocia el siglo pasado.
El funcionario abrió un cajón de su mesa y sacó tres vasos bastante sucios y una botella azul que tenía pegada una etiqueta que decía TINTA.
Echó licor en un vaso para Hawkes, en otro para él y, cuando iba a verter en el tercero para dárselo a Alan, éste sacudió la cabeza y dijo:
—Gracias, no bebo. La Ordenanza prohíbe las bebidas a bordo.
—No está usted de servicio ahora.
Alan meneó otra vez la cabeza. Macintosh se encogió de hombros y volvió a guardar en el cajón el vaso.
—¡Por Steve Donnell! —dijo el funcionario—. ¡Ojalá haya tenido el buen acuerdo de inscribirse aquí!
Bebieron. Alan miraba. Súbitamente salió del tubo el receptáculo, sonando el timbre.
Alan esperaba con ansiedad mientras Macintosh atravesaba la sala para sacar lo que contenía el receptáculo. El obeso jefe del Negociado paseó la vista por el papel, y en seguida iluminó su rostro una sonrisa.
—Tiene usted suerte, joven. Su hermano está inscrito. Estas son las fotocopias de los documentos.
Las examinó Alan. Una de ellas decía «SOLICITUD DE ADMISIÓN COMO NO AGREMIADO», y vio el mozo el formulario que había llenado su hermano de su propio puño y letra. Llevaba fecha de 4 de junio de 3867, y en ella constaban: el nombre del solicitante, Steve Donnell; año de nacimiento, 3576; edad cronológica, diecisiete años, y profesión, astronauta. Había en ella un cajetín en que se leía: «Aprobada. Inscrito el 11 de junio de 3867.»
—Me alegro de que esté inscrito —dijo Alan—. ¿Cómo haremos ahora para encontrarle?
Hawkes tomó las fotocopias y las examinó atentamente. Escribió algo en un papel y luego respondió:
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