David Brin - El cartero

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Esta es la historia de una gran mentira que llega a convertirse en una importante verdad. La historia de un hombre que llega a ser una leyenda. Todo empieza en una época futura, próxima a la que estamos viviendo, en los oscuros días siguientes a una limitada pero devastadora guerra en los que un puñado de hombres y mujeres sólo cuentan con enfermedad y hambre, miedo y brutalidad en su lucha para sobrevivir. Gordon Krantz es uno de esos hombres, un narrador itinerante, una especie de juglar, que vive de relatar las obras de los clásicos en los pueblos del noroeste. Una noche, Gordon se apropia de la chaqueta y la bolsa de un cartero, fallecido tiempo atrás, para protegerse del frío. Cuando, tras esto, llega a un pueblo, se da cuenta de que el viejo uniforme es como un símbolo de esperanza en la vuelta de una época que se fue…
Este libro es un fix-up compuesto por dos novelas cortas que se publicaron originalmente en 1982 y 1984 y que constituyen sus dos primeras partes. Las otras dos fueron expresamente escritas para formar la novela completa publicada por Bantam en 1985.

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David Brin

El cartero

A Benjamín Franklin

genio tortuoso,

y a Lisístrata,

que intentó serlo.

AGRADECIMIENTOS

Al autor le gustaría expresar su agradecimiento a aquellos que le cedieron tan generosamente su tiempo y sabiduría durante el desarrollo de este libro.

A Dean Ing, Diane y John Brizzolara, Astrid Anderson, Greg Bear, Mark Grygier, Douglas Bolger, Kathleen Retz, Conrad Halling, Pattie Harper, Don Coleman, Sarah Barter, y al Dr. James Arnold, que contribuyeron con sus acertados comentarios.

Especialmente, me gustaría dar las gracias a Anita Everson, Daniel J. Brin, Kristie McCue y al profesor John Lewis por sus importantes indicaciones.

Gracias también a Lou Aronica y a Bantam Books, por su excelente ayuda y comprensión, y a Shawna Mc Carthy, de Davis Publications, por lo mismo.

Y, finalmente, mi agradecimiento a las mujeres que he conocido, quienes nunca han dejado de sorprenderme, justamente cuando más satisfecho me hallaba de mí mismo y más necesitaba ser sorprendido, y que me han hecho parar a reflexionar.

Ahí hay poder, dormitando bajo la superficie. Y hay magia.

David Brin

Abril 1985

PRELUDIO

Trece años de deshielo

Aún soplaban helados vientos. Caía una nieve cenicienta. Pero el antiguo mar no tenía prisa.

La Tierra había girado seis mil veces desde que florecieron las llamas y murieron las ciudades. Ahora, tras dieciséis recorridos del Sol, ya no se elevaban volutas de hollín en los bosques incendiados, transformando el día en noche.

Seis mil ocasos habían llegado y se habían ido brillantes, anaranjados, glorificados por el polvo en suspensión desde que los altos y ardientes embudos perforaron la estratosfera y la llenaron de diminutas partículas de roca y tierra. La oscurecida atmósfera dejó pasar menos luz solar y el frío hizo su aparición.

Apenas importaba ya qué lo había provocado: un gigantesco meteorito, un enorme volcán o una guerra atómica. Las temperaturas y las presiones se descompensaron y soplaron grandes vientos.

Por todo el norte caía una nieve sucia y, en algunos lugares, ni siquiera el verano la hacía desaparecer.

Sólo el Océano, atemporal y obstinado, resistente al cambio, importaba realmente. Oscuros cielos habían venido y desaparecido. Los vientos producían atardeceres ocres y sombríos. En algunos lugares el hielo se acumulaba, y los mares menos profundos empezaban a descender.

Pero la decisión del Océano era lo único importante, y aún no había sido expresada.

La Tierra giraba. Los hombres seguían luchando, aquí y allá.

Y el Océano exhaló un suspiro de invierno.

I

Las cascadas

1

Entre el polvo y la sangre, con el agudo olor del pánico clavado en la nariz, la mente de un hombre a veces atrae hacia sí extrañas correlaciones. Después de pasar media vida en el salvajismo, en su mayor parte dedicada a luchar para sobrevivir, Gordon todavía se asombraba de que aquellos oscuros recuerdos afluyeran a su mente cuando se hallaba en pleno combate a vida o muerte.

Jadeando bajo la reseca maleza, reptando con desesperación para encontrar un refugio, de pronto acudió a su mente una imagen tan nítida como las polvorientas piedras que estaban debajo de él. Era un recuerdo por contraste: una tarde lluviosa en una cálida y segura biblioteca de universidad, hacía mucho tiempo; un mundo perdido lleno de libros, música y despreocupadas divagaciones filosóficas.

«Palabras sobre papel.»

Arrastrando el cuerpo entre correosos y duros helechos casi pudo ver las letras, negro sobre blanco. Y aunque no logró recordar el nombre del autor, las palabras le llegaron con gran claridad.

Salvo la Muerte misma, no existe nada que constituya una derrota «total»… Nunca se produce un desastre tan devastador que no permita que una persona decidida rescate algo de las cenizas, arriesgando todo aquello que le ha quedado…

Nada en el mundo es más peligroso que un hombre sumido en la desesperación.

Cordón deseó que el escritor, fallecido hacía tiempo, estuviese allí en aquellos momentos, compartiendo su situación. Se preguntó a qué podría agarrarse el tipo en la presente catástrofe.

Cubierto de arañazos y contusiones a causa de su desesperada huida entre aquella densa vegetación, reptó tan silenciosamente como pudo, deteniéndose para yacer inmóvil y cerrar los ojos con fuerza cada vez que el polvo en suspensión parecía a punto de hacerle estornudar. Era un lento y doloroso avance, y ni siquiera estaba seguro de adonde se dirigía.

Pocos minutos antes se hallaba tan cómodo y bien aprovisionado como cualquier viajero solitario podría esperar en aquellos días. Ahora, Cordón se había quedado con no mucho más que una camisa rota, unos vaqueros gastados y unos mocasines; y las espinas los estaban haciendo trizas.

Un agudo dolor seguía a cada nuevo arañazo en los brazos y espalda. Pero en esta pavorosa jungla, seca como un hueso, no cabía hacer nada excepto arrastrarse hacia adelante y rezar para que el tortuoso sendero no lo devolviera a sus enemigos, que en realidad ya le habían matado.

Al fin, cuando había empezado a pensar que la infernal espesura no terminaría nunca, apareció un claro ante él. Una angosta hendidura dividía los helechos y daba paso a un declive de rocas desprendidas. Gordon se vio libre de las espinas, rodó hasta quedar de espaldas y miró hacia el brumoso cielo, agradeciendo simplemente el aire no contaminado por el calor de la seca podredumbre.

«Bienvenido a Oregón —pensó amargamente—. Y yo que creía que Idaho era malo. —Alzó un brazo y trató de quitarse el polvo de los ojos—. ¿O sólo es que me estoy haciendo demasiado viejo para este tipo de cosas?»

Después de todo, ya había sobrepasado los treinta, expectativa de vida bastante superior a la normal para una persona a quien el holocausto había lanzado a una vida errante.

«Oh, Señor, ojalá estuviera en casa de nuevo.»

No estaba pensando en Minneapolis. La llanura era hoy un infierno del que él había tratado de escapar durante más de una década. No, casa significaba para Gordon algo más que un lugar concreto.

«Una hamburguesa, un baño caliente, música…

… una cerveza fría…»

Cuando su respiración dificultosa se normalizó, otros ruidos pasaron a primer plano: el inequívoco bullicio del reparto de un botín.

Provenía de unos treinta metros más abajo en la ladera de la montaña. Carcajadas, mientras los complacidos ladrones se repartían las pertenencias de Gordon.

«… unos cuantos polis amistosos de la vecindad…», dijo Gordon, clasificando aún con los criterios de un mundo desaparecido desde hacía mucho tiempo.

Los bandidos lo habían cogido desprevenido mientras saboreaba un té de bayas junto a una fogata preparada para la noche. Desde el primer instante, cuando se precipitaron por el sendero hacía él, había estado claro que aquellos sujetos de mala catadura le matarían en cuanto lo vieran.

Él no había esperado a que se decidieran. Arrojando té hirviendo al primer rostro barbudo, se lanzó a las zarzas cercanas. Dos disparos le habían seguido, y eso fue todo. Probablemente, su cadáver no valía tanto para los ladrones como una irremplazable bala. Ya tenían sus pertenencias, de todos modos.

«O probablemente lo pensaban.»

La sonrisa de Gordon fue amarga y mecánica al incorporarse con cautela y retroceder por el saliente rocoso hasta hallarse seguro de que no era visible desde la parte baja de la ladera. Limpió de ramitas su cinturón de viaje y sacó la cantimplora medio llena para tomar un trago largo y del todo necesario.

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