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David Brin: El cartero

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David Brin El cartero

El cartero: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta es la historia de una gran mentira que llega a convertirse en una importante verdad. La historia de un hombre que llega a ser una leyenda. Todo empieza en una época futura, próxima a la que estamos viviendo, en los oscuros días siguientes a una limitada pero devastadora guerra en los que un puñado de hombres y mujeres sólo cuentan con enfermedad y hambre, miedo y brutalidad en su lucha para sobrevivir. Gordon Krantz es uno de esos hombres, un narrador itinerante, una especie de juglar, que vive de relatar las obras de los clásicos en los pueblos del noroeste. Una noche, Gordon se apropia de la chaqueta y la bolsa de un cartero, fallecido tiempo atrás, para protegerse del frío. Cuando, tras esto, llega a un pueblo, se da cuenta de que el viejo uniforme es como un símbolo de esperanza en la vuelta de una época que se fue… Este libro es un fix-up compuesto por dos novelas cortas que se publicaron originalmente en 1982 y 1984 y que constituyen sus dos primeras partes. Las otras dos fueron expresamente escritas para formar la novela completa publicada por Bantam en 1985.

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«Bendita seas, paranoia», pensó. Ni una sola vez desde la guerra Fatal había dejado que su cinturón estuviese a más de un metro de su lado. Era la única cosa que había conseguido coger antes de lanzarse hacia las zarzas.

El metal gris oscuro de su revólver del 38 brilló, incluso bajo la fina película de polvo, al extraerlo de la funda. Gordon sopló en la chata punta del arma y comprobó atentamente su mecanismo. Leves chasquidos testimoniaron con escueta elocuencia la habilidad y letal precisión de otra época. Incluso para matar, el viejo mundo se las había arreglado bien.

«Especialmente para matar», recordó Gordon.

Oyó unas groseras carcajadas procedentes de la parte baja de la ladera.

Normalmente sólo viajaba con cuatro cartuchos en el cargador. Sacó ahora dos valiosos cartuchos más de un bolsillo del cinturón y llenó las cámaras vacías debajo y detrás del percutor. La seguridad de las armas de fuego ya no era demasiado importante, especialmente porque, de todas formas, esperaba morir esa tarde.

«Dieciséis años persiguiendo un sueño —pensó Gordon—. Primero aquella larga y fútil lucha contra el colapso… debatiéndose para sobrevivir durante el Invierno de los Tres Años… y finalmente, más de una década trasladándose de un lugar a otro, eludiendo la peste y el hambre, luchando contra los malditos holnistas y las jaurías de perros salvajes… media vida pasada como un errante juglar de la edad oscura, actuando para obtener comida y salir del paso un día más, mientras buscaba…

… algún lugar…»

Gordon sacudió la cabeza. Conocía muy bien sus propios sueños. Eran las fantasías de un necio, y no tenían cabida en el mundo actual.

«… algún lugar donde alguien estuviera asumiendo la responsabilidad…»

Desechó aquellos pensamientos. Fuera lo que fuese lo que estaba buscando, su búsqueda parecía haber concluido allí, en las secas y frías montañas de lo que una vez fuera el este de Oregón.

Por los ruidos procedentes de abajo dedujo que los bandidos se preparaban para partir, dispuestos a marcharse con lo robado. Tupidos grupos de enredaderas resecas impedían a Gordon ver la parte baja del declive entre los grandes pinos, pero pronto apareció un hombre corpulento con un descolorido abrigo de caza a cuadros en la dirección en que había estado su campamento, avanzando hacia el noroeste por una senda que conducía al pie de la montaña.

La indumentaria del hombre confirmó lo que Gordon recordaba de aquellos borrosos segundos del ataque. Al menos sus asaltantes no vestían atuendos militares… la marca de los supervivencialistas de Holn.

«Deben de ser bandidos comunes, carne de cañón, que-se-asen-en-el-infierno.»

De ser así, había una mínima posibilidad de que el plan que tenía en la cabeza diera algún resultado.

Tal vez.

El primer bandido llevaba la chaqueta de Gordon para todo tiempo atada a la cintura. En su brazo derecho se mecía la escopeta que Gordon había llevado consigo durante todo el trayecto desde Montana.

—¡Vamos! —gritó el barbudo ladrón de espaldas al sendero—. Ya basta de comentarios. ¡Reunid esas cosas y cargadlas!

«El jefe», decidió Gordon.

Otro hombre, más bajo y andrajoso, se dejó ver de pronto acarreando un saco de tela y un baqueteado rifle.

—¡Muchacho, qué trofeo! Debemos celebrarlo. Cuando hayamos llevado estas cosas, ¿podremos tomar toda la bebida que queramos, Jas? —el pequeño ladrón aguardó como un pájaro nervioso—. Muchacho, Sheba y las chicas se desternillarán cuando sepan lo del conejito que hemos echado a los espinos. ¡Nunca he visto nada correr tan rápido! —cloqueó.

Gordon frunció el entrecejo ante el insulto añadido al daño. Era igual en casi todas las partes que había visitado: la insensibilidad tras el holocausto a la que nunca había llegado a acostumbrarse ni aun después de tanto tiempo. Escrutando con un solo ojo por entre la maleza que bordeaba la hendidura, inspiró profundamente y gritó:

—¡Yo no contaría con emborracharme aún, Osobuco! —La adrenalina dio a su voz un tono más agudo del que deseaba, pero no podía evitarlo.

El tipo grande se dejó caer torpemente en el suelo, intentando ponerse a cubierto detrás de un árbol cercano. El salteador flaco, sin embargo, miró boquiabierto hacia arriba.

—¿Qué…? ¿Quién está ahí?

Gordon se sintió ligeramente aliviado. Su conducta confirmaba que esos hijos de perra no eran auténticos supervivencialistas. Sin duda no holnistas. Si lo hubiesen sido, ahora probablemente él estaría muerto.

Los demás bandidos, Gordon contó un total de cinco, bajaron rápidamente por el sendero acarreando los objetos de su pillaje.

—¡Agachaos! —ordenó el jefe desde su escondrijo.

El escuálido pareció percatarse de lo expuesto de su posición y corrió a unirse a sus compañeros tras la espesura.

Todos excepto un ladrón, un sujeto cetrino de cortas patillas medio encanecidas y un sombrero alpino. Éste, en vez de esconderse, avanzó un poco, mordisqueando una aguja de pino y ojeando la maleza de modo indiferente.

—¿Por qué, hermano? —preguntó con sosiego—. Ese pobre tipo llevaba encima poco más que la piel cuando nos lanzamos sobre él. Tenemos su escopeta. Vamos a descubrir lo que quiere.

Gordon mantuvo agachada la cabeza. Pero no pudo dejar de notar la lánguida y afectada pronunciación del sujeto. Era el único que iba bien afeitado e incluso, desde el lugar en que se encontraba, Gordon pudo apreciar que llevaba la ropa más limpia, más cuidada.

Un ronco gruñido del jefe bastó para que el tranquilo bandido se encogiera de hombros y, pausadamente, se situara tras un pino ahorquillado. Apenas a cubierto, gritó hacia la ladera:

—¿Estás ahí, señor Conejo? De ser así, lamento mucho que no te quedaras para invitarnos a té. Aunque, sabiendo cómo Jas y Pequeño Wally tienden a tratar a las visitas, supongo que no puedo culparte porque te largaras.

Gordon no podía creer que fuera a seguir la broma de aquel imbécil. Pero lo hizo.

—Eso imaginé en aquel momento —gritó—. Gracias por comprender mi falta de hospitalidad. A propósito, ¿con quién hablo?

El alto individuo sonrió ampliamente.

—¿Con quién…? Ah, un gramático. Qué gozo. Hace tanto tiempo que no oigo una voz educada —el otro se quitó el sombrero alpino e hizo una reverencia—. Soy Roger Everett Septien, en tiempos agente de cambio y bolsa de la Pacific Stock Exchange, y en la actualidad un asaltante. En cuanto a mis colegas…

Los matorrales susurraron. Septien escuchó, y finalmente se encogió de hombros.

—Ah —dijo a Gordon—. En situación normal me tentaría la oportunidad de tener una auténtica conversación; estoy seguro de que tú la deseas tanto como yo. Desgraciadamente, el jefe de nuestra pequeña hermandad de degolladores insiste en que descubra lo que quieres y dé el asunto por terminado. Así que haz tu discurso, Señor Conejo. Somos todo oídos.

Gordon sacudió la cabeza. El sujeto obviamente se consideraba ingenioso, pero su humor era pésimo, incluso si se medía por el nivel de la posguerra.

—Observo que no lleváis todas mis pertenencias. ¿No habréis decidido por casualidad coger sólo lo que necesitáis y dejarme lo suficiente para sobrevivir?

Se oyó una estrepitosa risotada procedente de los matorrales de abajo; luego un torrente de soeces carcajadas se unieron a ella. Roger Septien miró a derecha e izquierda, y levantó las manos. Su exagerado suspiro pareció denotar que él, al menos, apreciaba la ironía de la pregunta de Gordon.

—Ay —repitió—. Recuerdo haber mencionado esa posibilidad a mis camaradas. Nuestras mujeres podrían encontrar algún uso para las barras de aluminio de tu tienda y el armazón de la mochila, pero he sugerido que dejáramos la bolsa de nilón y la tienda, que a nosotros no nos sirven. Hmm, eso hemos hecho en cierto sentido. Sin embargo, no creo que apruebes las… alteraciones hechas por Wally.

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