Mantuvo en alto los antebrazos para protegerse la cara mientras intentaba avanzar silenciosamente por la seca maleza. Hizo esfuerzos por contener una persistente y amenazadora necesidad de estornudar causada por el polvo en suspensión.
Una gélida niebla nocturna flotaba ladera abajo. Pronto el campo brillaría con la leve luminosidad de la escarcha. Sin embargo, Gordon temblaba menos por el frío que por los nervios. Sabía que se estaba acercando. De una forma u otra estaba a punto de tener un encuentro con la muerte.
En su juventud había leído relatos sobre héroes, históricos y de ficción. Casi todos ellos, llegado el momento de actuar, parecían capaces de apartar de sí sus cargas personales de preocupación, confusión, angustia, al menos durante el tiempo requerido para la acción. Pero la mente de Gordon no parecía funcionar de esa forma. Por el contrario, se llenaba de complicaciones, se convertía en un torbellino de inquietud.
No era que tuviese dudas sobre lo que había que hacer. Según las normas que regían la vida esto era lo correcto. La supervivencia lo exigía. Y de cualquier modo, si iba a ser un hombre muerto, al menos haría que las montañas fueran un poco más seguras para el próximo viajero si se llevaba consigo a unos cuantos bastardos.
Pero cuanto más se acercaba al enfrentamiento, mejor comprendía que no había deseado llegar a esto. Realmente no quería matar a ninguno de aquellos hombres.
Siempre había sido así, incluso cuando con el pequeño pelotón del teniente Van luchó con la esperanza de mantener una paz y un fragmento de nación que ya habían muerto.
Y después, había escogido una vida de juglar, de actor itinerante y jornalero. En parte para mantenerse en movimiento, buscando una luz, en algún lugar.
Algunas de las comunidades supervivientes de la posguerra eran conocidas por aceptar a extraños como nuevos miembros. Las mujeres eran siempre bien recibidas, por supuesto, pero varias aceptaban a hombres nuevos. E incluso así, con frecuencia había algún impedimento. Un nuevo macho a veces tenía que batirse en duelo por el derecho a sentarse en una mesa comunal, o llevar un cuero cabelludo de un clan rival para probar su valor. Quedan pocos holnistas auténticos en las llanuras y en las Rocosas. No obstante, muchas de las avanzadas de supervivientes que había encontrado exigían rituales en los que Gordon no quería participar.
Y allí estaba ahora, contando las balas; una parte de él confiaba fríamente en que, si las usaba, serían suficientes para todos los bandidos.
Otros matorrales de bayas poco espesos le bloquearon el camino. Su falta de frutos estaba compensada por un exceso de espinas. Esta vez Gordon avanzó bordeándolos, caminando con cuidado en la densa oscuridad.
Su sentido de la orientación, aguzado tras catorce años de deambular, era automático. Se movía sigilosamente, con cautela, sin dejarse atrapar por el creciente remolino de sus propios pensamientos.
Bien mirado, resulta increíble que un hombre como él hubiese vivido tanto. Todos los que había conocido o admirado siendo un muchacho habían muerto, junto con las ilusiones que cualquiera de ellos hubiera tenido. El mundo suave hecho para soñadores como él se rompió cuando tenía dieciocho años. Desde entonces, con el paso del tiempo, había llegado a creer que su persistente optimismo podía atribuirse a una especie de demencia histérica.
«Demonios, todo el mundo está loco en estos tiempos.»
«Sí —se respondió—. Pero la paranoia y la depresión ahora son una forma de adaptarse. El idealismo sólo es una estupidez.»
Gordon se detuvo junto a una pequeña zona de color. Miró dentro de las zarzas y vio, aproximadamente a un metro de distancia, un solitario grupo de bayas que, en apariencia, había escapado a la atención del oso negro del lugar. La niebla avivó el sentido del olfato de Gordon y éste captó en el aire la leve ranciedad otoñal de las bayas.
Sin hacer caso de las afiladas espinas se internó y cogió un pegajoso puñado. El acre dulzor le resultó corrosivo en la boca. Como la Vida.
El crepúsculo casi se había ido y unas pálidas estrellas titilaban en la brumosa oscuridad. La fría brisa hizo ondear su camisa desgarrada y recordó a Gordon que era hora de acabar con aquel asunto, antes de tener las manos demasiado heladas para apretar un gatillo.
Se limpió la pegajosidad de las manos en los pantalones mientras rodeaba el extremo de la maleza. Y allí, de pronto, a unos tres metros, un ancho cuadro de vidrio destelló ante él a la débil luz ambiental.
Gordon se agachó de nuevo tras los espinos. Sacó el revólver y se sujetó la muñeca derecha con la mano izquierda hasta que su respiración se serenó. Luego comprobó el mecanismo de la pistola. Produjo un leve chasquido, con una casi amable, mecánica complacencia. Notaba el peso de la munición restante en el bolsillo de la camisa.
La maleza cedió cuando se apoyó en ella; era el peligro de un gesto rápido o enérgico. Sin preocuparse por unos arañazos más, Gordon cerró los ojos y meditó para calmarse y, sí, para obtener perdón. En la fría oscuridad, el único acompañamiento a su respiración era el rítmico canto de los grillos.
Un torbellino de gélida bruma sopló a su alrededor. «No, —suspiró—. No hay otro medio.» Levantó el arma y dio la vuelta.
La estructura era extraña. En primer lugar, el distante cuadrado de cristal estaba a oscuras.
Aquello era insólito, pero lo era aún más el silencio. Había creído que los ladrones tendrían un fuego encendido, y que lo estarían celebrando a lo grande.
Estaba tan oscuro que apenas podía ver su propia mano. Los árboles surgían como amenazantes figuras por todos lados. Vagamente, el cuadrado de cristal parecía asentado sobre una negra estructura y reflejaba el plateado fulgor de una móvil masa de nubes. Leves jirones de niebla flotaban entre Gordon y su objetivo, enturbiando la imagen, haciéndola oscilar.
Caminó despacio, prestando la mayor parte de su atención al terreno. No era el momento de pisar una rama seca, o de clavarse una afilada piedra mientras avanzaba.
Levantó la vista, y una vez más le inundó aquella misteriosa sensación. Algo no encajaba en el edificio, especialmente en su silueta tras el cristal débilmente reluciente. De alguna manera, no parecía correcto. Con forma de caja, su parte superior daba la impresión de ser casi en su totalidad una ventana. La de abajo, más se asemejaba a metal pintado que a madera. En las esquinas…
Las niebla se hizo más densa. Gordon pudo apreciar que su perspectiva era errónea. Había estado buscando una casa, o una choza grande. Al acercarse, comprendió que la cosa estaba mucho más próxima de lo que había creído. La forma le era familiar, como si…
Apoyó un pie sobre una rama. El ¡crac! llenó sus oídos y Gordon se agazapó, escudriñando la oscuridad con una desesperada necesidad que excedía a la vista. Era como si un frenético poder saliera de sus ojos, impulsado por el terror, exigiendo que la niebla se rompiera para poder ver.
Obedientemente, al parecer, la espesa niebla se abrió de pronto ante él. Con las pupilas dilatadas, Gordon vio que estaba a menos de dos metros de la ventana…, en la que se reflejaba su propio rostro, con los ojos muy abiertos y el pelo desgreñado…, y vio, sobrepuesta a su propia imagen, una vacua y esquelética máscara de muerte. Una calavera encapuchada que le daba la bienvenida con una mueca.
Gordon se acuclilló, hipnotizado, cuando un estremecimiento supersticioso le recorrió la espalda. Era incapaz de blandir el arma, incapaz de hacer que su laringe emitiese un sonido. La niebla se arremolinó mientras aguzaba el oído para conseguir una prueba de que realmente se había vuelto loco; deseaba con todas sus fuerzas que la cabeza de la muerte fuera una ilusión.
Читать дальше