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David Brin: El cartero

Здесь есть возможность читать онлайн «David Brin: El cartero» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1987, ISBN: 84-7002-400-0, издательство: Acervo, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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David Brin El cartero

El cartero: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta es la historia de una gran mentira que llega a convertirse en una importante verdad. La historia de un hombre que llega a ser una leyenda. Todo empieza en una época futura, próxima a la que estamos viviendo, en los oscuros días siguientes a una limitada pero devastadora guerra en los que un puñado de hombres y mujeres sólo cuentan con enfermedad y hambre, miedo y brutalidad en su lucha para sobrevivir. Gordon Krantz es uno de esos hombres, un narrador itinerante, una especie de juglar, que vive de relatar las obras de los clásicos en los pueblos del noroeste. Una noche, Gordon se apropia de la chaqueta y la bolsa de un cartero, fallecido tiempo atrás, para protegerse del frío. Cuando, tras esto, llega a un pueblo, se da cuenta de que el viejo uniforme es como un símbolo de esperanza en la vuelta de una época que se fue… Este libro es un fix-up compuesto por dos novelas cortas que se publicaron originalmente en 1982 y 1984 y que constituyen sus dos primeras partes. Las otras dos fueron expresamente escritas para formar la novela completa publicada por Bantam en 1985.

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Utilizó el arco para hurgar entre los desechos, buscando alguna otra cosa que recuperar.

«No puedo creerlo. ¡Se han llevado mi diario! Ese cretino de Septien probablemente tiene intención de entretenerse con él en la época de las nevadas, riéndose de mis aventuras y de mi candidez mientras mis huesos son roídos por los pumas y los buitres.»

Por supuesto, toda la comida había desaparecido: la carne, la bolsa de cereales molidos que le habían dado en una aldea de Idaho a cambio de unas cuantas canciones e historias, la pequeña provisión de durísimos pastelillos que había encontrado en las entrañas mecánicas de una máquina expendedora.

«Puedo admitir lo de los pastelillos —pensó Gordon mientras recogía del suelo su cepillo de dientes destrozado—. Pero, ¿por qué demonios han tenido que hacer esto?»

Al final del Invierno de los Tres Años, mientras los supervivientes de su pelotón militar luchaban aún para conservar los silos de soja de Wayne, Minnesota, en nombre de un gobierno del que nadie había oído hablar durante meses, cinco de sus camaradas habían muerto a causa de atroces infecciones bucales. Fueron muertes terribles y sin gloria, y nadie estuvo seguro de si el responsable de aquello fue uno de los gérmenes de la guerra, o el frío y el hambre y la casi total carencia de higiene moderna. Todo lo que Gordon sabía era que el espectro de sus dientes pudriéndose se había convertido en su pesadilla personal.

«Cabrones», pensó al tirar el cepillo.

Recorrió los destrozos por última vez. Nada había allí para hacerle cambiar de idea.

«Te estás retrasando. Ve. Hazlo.»

Gordon emprendió la marcha un poco envarado. Pero pronto bajó por el sendero tan rápida y silenciosamente como pudo, abriéndose paso a través de la maleza absolutamente seca.

El fornido jefe de los forajidos había prometido que se lo comerían si volvían a encontrarse. El canibalismo había sido algo común en los primeros tiempos, y aquellos hombres de montaña podían haber adquirido el gusto por el «gran puerco». Aunque así, tenía que persuadirlos de que un hombre sin nada que perder debe ser tenido en cuenta.

Durante aproximadamente un kilómetro fue encontrando sus huellas: dos con los suaves contornos de la piel de ciervo y tres de suelas Vibram anteriores a la guerra. Caminaban sin prisas, y no le sería difícil alcanzarlos.

Sin embargo, no era eso lo que se proponía. Trató de recordar su subida por aquel mismo camino esa mañana.

«El camino desciende al serpentear hacia el norte, por la cara este de la montaña, antes de desviarse otra vez hacia el sur y el este penetrando en el desierto valle de abajo.

»Pero, ¿y si atajase por encima del camino principal y atravesara la ladera más arriba? Tal vez lograra caer sobre ellos mientras es aún de día… mientras aún se regocijan y no esperan nada.»

Si el atajo está allí…

El sendero serpenteaba gradualmente cuesta abajo hacia el nordeste, en la dirección de las sombras crecientes, hacia los desiertos del este de Oregón e Idaho. Gordon debía de haber pasado por debajo de los centinelas de los ladrones el día anterior o aquella misma mañana, y se habían tomado su tiempo siguiéndolo hasta que levantó el campamento. Su guarida tenía que estar en algún lugar próximo al camino.

Pese a su cojera, Gordon fue capaz de avanzar en silencio y con rapidez, la única ventaja que tenían los mocasines sobre las botas. Pronto oyó leves ruidos más abajo y al frente.

Los malhechores. Reían y bromeaban. Resultaba doloroso oírlos.

En realidad, no tenía demasiada importancia que se estuvieran riendo de él. La insensible crueldad ahora formaba parte de la vida, y aunque Gordon no podía aceptarla, al menos reconocía que él era un residuo del Siglo Veinte situado en el salvaje mundo actual.

Pero los ruidos le recordaron otras risas, las rudas bromas de hombres con quienes compartió el peligro.

«Drew Simms, un estudiante de medicina de cara pecosa y gesto expresivo, con una increíble habilidad para el ajedrez y el póquer. Los holnistas lo cogieron cuando invadieron Wayne y quemaron los silos…

»Tiny Kielre me salvó la vida dos veces, y todo lo que deseaba cuando estaba en su lecho de muerte, atormentado por las Paperas de la Guerra, era que le leyese historias…»

Luego estaba el teniente Van, el jefe medio vietnamita de su pelotón. Gordon no supo hasta que fue demasiado tarde que el teniente estaba reduciendo sus propias raciones en beneficio de las de sus hombres. Pidió, al final, ser enterrado envuelto en una bandera americana.

Gordon había estado solo mucho tiempo. Echaba de menos la compañía de estos hombres casi tanto como la amistad de las mujeres.

Observando los matorrales a su izquierda, llegó a un claro que parecía indicar que había un sendero de bajada, un atajo quizás, al norte, a través de la superficie de la montaña. Dejó el sendero y se abrió camino partiendo la seca y rojiza maleza. Gordon creía recordar el sitio perfecto para una emboscada, una subida en zigzag que pasaba bajo una alta herradura de piedra. Si un francotirador hallaba un lugar un poco más arriba del saliente rocoso tendría a tiro a cualquiera que caminase por la horquilla.

«Si pudiera llegar allí antes que ellos…»

Tenía la posibilidad de cogerlos por sorpresa y obligarlos a negociar. Esa era la ventaja de ser alguien sin nada que perder. Cualquier bandido cuerdo preferiría vivir y robar otro día. Tenía que creer que le cederían las botas, la chaqueta y un poco de comida, ante el riesgo de perder a uno o dos de su banda.

Gordon esperaba no tener que matar a nadie.

«¡Oh, sé realista, por favor!» Su peor enemigo, en las próximas horas, podían ser sus arcaicos escrúpulos. «Sólo por esta vez, sé implacable.»

Las voces del sendero se apagaron cuando atajó por la vertiente de la montaña. Varias veces hubo de desviarse por abruptas gargantas o por zonas de horribles zarzas. Gordon se concentró en encontrar el camino más directo hacia el rocoso lugar de emboscada.

«¿Me he alejado lo suficiente?»

Prosiguió con gesto preocupado. Según su vago recuerdo, la subida en zigzag comenzaba tras una larga curva hacia el norte a lo largo de la cara este de la montaña.

Un angosto sendero de animales le permitió avanzar con rapidez entre las ramas de pinos, deteniéndose con frecuencia para consultar la brújula. Se halló ante un dilema. Para tener una oportunidad de atrapar a sus adversarios tenía que estar más arriba que ellos. Pero si se mantenía a demasiada altura, podía dejar atrás su objetivo sin darse cuenta.

Y no tardaría en oscurecer.

Una bandada de pavos salvajes se dispersó cuando se internó en un pequeño claro. Estaba claro que el descenso demográfico tenía algo que ver con el retorno de la vida salvaje, pero aquello era también señal de que había llegado a una región con más agua que las áridas tierras de Idaho. Su arco podría serle útil algún día, si vivía lo bastante para aprender a usarlo.

Inició el descenso, empezando a sentirse preocupado. Seguramente el camino principal se hallaba en este momento bastante por debajo de él, en el caso de que no se hubiera desviado. Era posible que hubiese ido ya demasiado al norte.

Al fin Gordon se dio cuenta de que aquel camino giraba directamente hacia el oeste. También daba la impresión de que ascendía de nuevo hacia lo que parecía ser otra brecha en las montañas, envueltas en la niebla del atardecer.

Se detuvo un momento para recuperar el aliento y orientarse. Tal vez fuera éste otro paso más a través de la fría y semiárida Sierra de la Cascada, que conducía al Valle del Río Willamette y desde allí al océano Pacífico. Su mapa había desaparecido, pero sabía que si caminaba como mucho un par de semanas en esa dirección encontraría agua, refugio, riachuelos con pesca, animales para cazar y quizás…

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