David Brin - El cartero

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El cartero: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta es la historia de una gran mentira que llega a convertirse en una importante verdad. La historia de un hombre que llega a ser una leyenda. Todo empieza en una época futura, próxima a la que estamos viviendo, en los oscuros días siguientes a una limitada pero devastadora guerra en los que un puñado de hombres y mujeres sólo cuentan con enfermedad y hambre, miedo y brutalidad en su lucha para sobrevivir. Gordon Krantz es uno de esos hombres, un narrador itinerante, una especie de juglar, que vive de relatar las obras de los clásicos en los pueblos del noroeste. Una noche, Gordon se apropia de la chaqueta y la bolsa de un cartero, fallecido tiempo atrás, para protegerse del frío. Cuando, tras esto, llega a un pueblo, se da cuenta de que el viejo uniforme es como un símbolo de esperanza en la vuelta de una época que se fue…
Este libro es un fix-up compuesto por dos novelas cortas que se publicaron originalmente en 1982 y 1984 y que constituyen sus dos primeras partes. Las otras dos fueron expresamente escritas para formar la novela completa publicada por Bantam en 1985.

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¡Los bandidos! Pero ¿por qué están subiendo de nuevo? No podían ser ellos, a menos…

A menos que Gordon estuviese ya muy al norte del camino que había tomado el día anterior. Debía de haber pasado de largo del lugar de la emboscada y salido por un sendero lateral. Los bandidos estaban escalando una bifurcación que él no había visto el día anterior y que conducía a aquel paso más directamente que la que él había tomado.

¡Éste debía de ser el camino que conducía a la guarida de los ladrones!

Gordon escrutó la montaña. Sí, logró ver una especie de pequeña cueva que podía servir, al oeste, sobre un saliente cerca del paso menos utilizado. Sería defendible y muy difícil de descubrir por casualidad.

Gordon sonrió aviesamente y giró también al oeste. La emboscada era una oportunidad perdida, pero si se apresuraba podría desvalijar el refugio de los bandidos, si conseguía adelantárseles unos minutos y robar lo que necesitaba: comida, ropa y algo para llevarlas.

¿Y si el escondrijo no estaba deshabitado?

Bueno, tal vez pudiera tomar a sus mujeres como rehenes e intentar hacer un trato.

«Sí, eso es mucho mejor. Igual que tener una bomba de relojería rellena de nitroglicerina.»

Realmente, odiaba todas sus alternativas. Echó a correr, agachándose bajo las ramas y esquivando mustias cepas mientras avanzaba por la angosta senda. Pronto lo invadió una extraña euforia. Se sentía seguro, y ninguna de sus típicas dudas se interpondría ahora en su camino. La adrenalina de la lucha casi lo embriagó mientras su carrera se hacía más rápida e iba pasando veloz junto a borrosos arbustos. Saltó un podrido tronco de árbol derribado y…

Cuando el pie izquierdo llegó al suelo sintió un agudo dolor que le subió por la pierna, como si algo le hubiese atravesado los frágiles mocasines. Cayó de bruces contra los guijarros del seco lecho de un río.

Gordon rodó apretándose la herida. Con ojos húmedos y dilatados por el dolor vio que la causa había sido un trozo de grueso cable de acero, oxidado y torcido, sin duda abandonado tras alguna antigua operación de rastreo anterior a la guerra. De nuevo, mientras la pierna le dolía de forma terrible, sus primeros pensamientos fueron absurdamente lógicos.

«Dieciocho años después de la última inyección contra el tétanos. Estupendo.»

Pero no, no le había producido ningún corte, sólo le había hecho caer.

No obstante, eso ya era suficiente. Se agarró el muslo y apretó la boca con fuerza, tratando de resistir un horrible calambre.

Finalmente los temblores remitieron y pudo arrastrarse hasta el árbol caído. Después, se irguió con precaución para sentarse. Suspiró entre los dientes aún apretados mientras las oleadas de dolor cesaban lentamente.

Durante todo ese rato oyó a los bandidos que pasaban un poco más abajo de donde él se encontraba, lo que significaba que había perdido la oportunidad de llegar antes que ellos, lo cual era su única ventaja.

«¡Al infierno todos esos grandes planes de atacar su guarida!» Mantuvo el oído aguzado hasta que las voces se perdieron sendero arriba.

Por último Gordon utilizó el arco como bastón para intentar ponerse en pie. Dejó descansar su peso lentamente sobre la pierna izquierda y le pareció que lo sostendría aunque aún temblaba un poco.

«Hace diez años habría podido sufrir una caída como ésta y levantarme y echar a correr sin pensarlo. Afróntalo. Estás obsoleto, Gordon. Quemado. En estos tiempos, tener treinta y cuatro años y estar solo es igual que hallarse dispuesto para morir.»

Ya no habría emboscada. Ni siquiera podría perseguir a los bandidos, no por el camino ascendente hasta aquella hendidura de la montaña. Sería inútil tratar de seguir sus huellas en una noche sin luna.

Dio unos pasos cuando la palpitación cedió. Pronto fue capaz de andar sin apoyarse demasiado en el improvisado bastón.

Bien, ¿pero adonde ir? Quizá debiera pasar el resto del día buscando una cueva, un montón de agujas de pino, cualquier cosa que le ofreciese una oportunidad de sobrevivir a la noche.

En el creciente frío, Gordon observó cómo las sombras se extendían sobre el suelo del desierto valle, trepando por las faldas de las montañas cercanas y oscureciéndolas. El rojizo sol se introducía en las grietas de la cadena de nevadas cumbres situada a su izquierda.

Estaba de cara al norte, incapaz aún de reunir la suficiente energía para moverse, cuando su mirada quedó atrapada en un súbito destello de luz, un agudo reflejo contra la ondulante vegetación verde de la ladera opuesta al estrecho paso. Protegiendo todavía su débil pie, Gordon dio unos cautelosos pasos al frente. Frunció el entrecejo.

Los incendios forestales que habían calcinado un gran sector de las resecas Cascadas habían perdonado los tupidos bosques de aquella parte de la ladera. Y sí, algo en el camino estaba captando la luz del sol como un espejo. Dados los desniveles del terreno supuso que el reflejo sólo podía ser visto desde el punto en que se encontraba y únicamente a última hora de la tarde.

Así que había supuesto mal. La guarida de los bandidos no estaba en la cavidad situada sobre el paso y al oeste, sino mucho más cerca. Sólo un golpe de suerte se lo había revelado.

«¿Me estás dando pistas ahora? ¿Ahora? —Acuso al mundo—. ¿No tengo ya bastantes problemas tal como están las cosas, sin que se me ofrezca una posibilidad para que me agarre a ella?»

La esperanza constituía una adicción. Lo había conducido hacia el oeste durante media vida. Cuando ya iba a rendirse, Gordon se encontró esbozando un nuevo plan.

¿Podía intentar robar en una cabaña llena de hombres armados? Se imaginó a sí mismo abriendo la puerta de una patada ante los ojos atónitos de los otros, paralizándolos a todos con la pistola en una mano mientras con la otra los ataba.

¿Por qué no? Seguramente estaban borrachos, y él se encontraba lo bastante desesperado para intentarlo. ¿Podría coger rehenes? ¡Demonios, incluso una cabra lechera sería más valiosa para ellos que sus botas! Si capturaba a una mujer podría negociar para conseguir algo más.

La idea le dejó un sabor amargo en la boca. Todo dependía de que el jefe de los bandidos se comportase racionalmente. ¿Reconocería aquel cabrón el poder secreto de un hombre desesperado y lo dejaría irse con lo que necesitaba?

Gordon había visto a los hombres actuar por orgullo estúpidamente. La mayoría de las veces. «Si esto provoca una persecución, estoy perdido. Ahora no podría aventajar ni a un tejón.»

Miró el reflejo y decidió que, en definitiva, tenía poco donde elegir.

La marcha fue lenta desde el principio. Aún le dolía la pierna y tenía que detenerse cada treinta metros para escrutar senderos que confluían y se entrecruzaban, buscando el rastro de sus enemigos. Se encontró también observando entre las sombras para descubrir posibles emboscadas, y decidió dejar de hacerlo. Aquellos hombres no eran holnistas. Por el contrario, parecían indolentes. Gordon supuso que sus vigilantes estarían cerca de la casa, si es que había alguno.

Al disminuir la luz las huellas se perdieron en el pedregoso suelo. Pero Gordon sabía adonde iba. El brillante reflejo ya no era visible, pero la quebrada en el margen opuesto del collado de la montaña era una oscura silueta arbolada en forma de V. Escogió un sendero probable y avanzó por él.

La oscuridad aumentaba con rapidez. Una densa, fría y húmeda brisa soplaba desde las brumosas cumbres. Gordon se acercó cojeando al lecho de un arroyuelo seco y se apoyó en el bastón para trepar por una serie de subidas en zigzag. Después, cuando supuso que estaba a unos cuatrocientos metros de su objetivo, el sendero se interrumpió de repente.

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