No había ritual ni elegancia en aquel combate. La figura más pequeña y poderosa se acercaba con ferocidad y trataba de agarrar a su enemigo. La más alta luchaba por mantener la distancia y lanzaba golpes que parecían cortar el aire.
«No exageres —se dijo Gordon—. Sólo son hombres, y viejos, además.»
Y aun así, una parte de Gordon se sentía emparentada con aquellos antiguos pueblos que creían en gigantes, en hombres iguales a los dioses, cuyas batallas hacían hervir los mares y derribaban cadenas de montañas. Cuando los combatientes volvieron a desaparecer en la oscuridad, experimentó una oleada de aquella abstracta sorpresa que siempre afloraba a su mente cuando menos lo esperaba. Pensó con imparcialidad en cómo el acrecentamiento, como tantos otros poderes descubiertos recientemente, había visto su primera utilidad en la guerra. Pero siempre se hacía así, antes de que se encontraran otros usos… con la química, las aeronaves, los vuelos espaciales… Aunque más tarde llegaba su verdadera utilidad.
¿Qué hubiera ocurrido, de no producirse la guerra Fatal? ¿Se habría fusionado esta tecnología con los ideales mundiales del Nuevo Renacimiento, siendo asequible a todos los ciudadanos?
¿De qué hubiera sido capaz la humanidad? ¿Qué podía haber quedado fuera de su alcance?
Gordon se apoyó en el áspero tronco del cedro y consiguió ponerse en pie. Se balanceó inseguro un instante; luego, puso un pie delante del otro y, paso a paso, cojeó en dirección al estrépito. No pensó en escapar, sólo en presenciar el gran último milagro de la ciencia del Siglo Veinte destruyéndose a sí mismo bajo la lluvia y los relámpagos en un bosque de la edad oscura.
La linterna arrojaba tenebrosas sombras sobre las aplastadas zarzas, pero pronto salió de la zona iluminada. Se guió por los ruidos hasta que, de pronto, éstos cesaron. No hubo más gritos, ni más choques violentos, sólo el retumbar de los truenos y el rugir del río.
Sus ojos se adaptaron a la oscuridad. Protegiéndolos de la lluvia, finalmente vio, recortadas sobre las grises nubes, dos rígidas figuras rojizas en la cumbre de un promontorio que dominaba el río. Una, achaparrada, con cuello de toro, como el legendario Minotauro. La otra parecía más un hombre, con el pelo largo ondeando al viento como una bandera hecha jirones. Completamente desnudos ahora, los dos hombres aumentados frente a frente se bamboleaban jadeantes bajo el bramar de la tormenta.
Entonces, como a una señal, se atacaron por última vez.
Resonó un trueno. Una cegadora escalera de luz golpeó la montaña en la orilla opuesta del río, vapuleando las ramas del bosque con su bramido.
En ese instante, Gordon vio una figura que se destacaba contra la dentada escalera eléctrica, sosteniendo con los brazos extendidos otra figura que se debatía sobre su cabeza. El cegador resplandor duró sólo lo suficiente para que Gordon viera a la sombra erguida tensarse, flexionarse y arrojar a la otra al vacío. La negra silueta permaneció en el aire un instante antes de que el resplandor eléctrico se desvaneciera y la oscuridad cayera otra vez.
La inesperada imagen desapareció. Gordon sabía que aquella silueta tenía que caer de nuevo, al cañón y al helado torrente que discurría mucho más abajo. Pero en su imaginación vio que la sombra continuaba ascendiendo, como proyectada desde la Tierra.
Grandes cortinas de lluvia eran impulsadas hacia el sur por el angosto desfiladero. Gordon volvió a tientas hasta el tronco de un árbol caído y se sentó pesadamente. Allí se limitó a esperar, incapaz incluso de pensar en moverse; sus recuerdos se agitaban como un río caudaloso y lleno de remolinos.
Por último, oyó un crujido de ramas rotas a su izquierda. Una figura emergió lentamente en la oscuridad y avanzó hacia él con cansancio.
—Dena decía que sólo contaban dos clases de hombres —comentó Gordon—. Siempre me pareció una idea descabellada. Pero nunca me di cuenta de que el gobierno también pensaba de ese modo, antes del final.
El hombre se desplomó en el tronco roto junto a él. Bajo su piel palpitaban un millar de pequeñas hebras. La sangre manaba de cientos de rasguños por todo su cuerpo. Respiraba pesadamente, mirando al vacío.
—Ellos cambiaron su política, ¿verdad? —preguntó Gordon—. Al final, redescubrieron la sabiduría.
Sabía que George Powhatan le había oído, y había comprendido. Pero no hubo respuesta.
Gordon se enojó. Necesitaba una respuesta. Por alguna razón, muy profunda, tenía que saber si Estados Unidos había sido regido, en aquellos últimos años antes de la Calamidad, por hombres y mujeres de honor.
—¡Dime, George! Antes te he oído decir que dejaron de utilizar el tipo guerrero. ¿Quién más había allí, entonces? ¿Seleccionaron a los contrarios? ¿A los que sentían aversión por el poder? ¿A hombres que lucharan bien, pero sólo por cumplir su cometido?
Recordó a un estupefacto Johnny Stevens, siempre ansioso por aprender, siempre tratando de comprender el enigma de un gran líder que despreció una corona de oro por un arado. Nunca se lo había explicado del todo al chico. Y ahora era demasiado tarde.
—¿Y bien? ¿Revivieron el viejo ideal? ¿Buscaron soldados que se vieran a sí mismos principalmente como ciudadanos?
Asió los palpitantes hombros de Powhatan.
—¡Maldito seas! ¿Por qué no me lo dijiste, cuando hice todo el camino desde Corvallis para suplicarte?
¿No crees que yo, al menos, lo hubiera comprendido?
El Propietario de Camas Valley parecía hundido. Cruzó la mirada con Gordon brevemente; luego la apartó otra vez, estremeciéndose.
—Oh, suponías que yo lo comprendería, Powhatan. Sabía a lo que te referías cuando dijiste que las Grandes Cosas son insaciables —Gordon apretó los puños—. Las Grandes Cosas te arrebatarán todo lo que amas, y aún exigirán más. Tú lo sabes, yo lo sé… ese podre idiota de Cincinatus lo sabía, cuando les dijo que podían quedarse con su estúpida corona.
»¡Pero tu error fue creer que eso puede acabar alguna vez, Powhatan! —Gordon se puso en pie, gritando al otro su ira—. ¿Crees sinceramente que tu responsabilidad terminó alguna vez?
Cuando Powhatan habló al fin, Gordon hubo de inclinarse para oírlo debido al rugido de la tormenta.
—Esperaba… estaba tan seguro de que podría…
—¡Tan seguro de que podrías decir no a todas las grandes mentiras! —Gordon rió sarcástica y amargamente—. ¿Seguro de que podías decir no al honor, a la dignidad y a la patria?
»Entonces, ¿qué te hizo cambiar de opinión?
»Te reíste de Cíclope y de la promesa de tecnología. ¡Ni Dios, ni la compasión, ni Estados Unidos Restablecidos hubieran podido moverte! Dime pues, Powhatan, ¿qué poder fue lo bastante fuerte para hacer que siguieras a Phil Bokuto hasta aquí y me buscaras?
Sentado con las manos juntas, el más poderoso hombre vivo, la única reliquia de una época de semidioses, parecía replegarse en sí mismo como un muchacho, exhausto, avergonzado.
—Tienes razón —gruñó—. Nunca acaba. ¡Yo he cumplido mi parte, lo he hecho más de un millar de veces…! Lo único que quería era que me dejaras envejecer en paz. ¿Era demasiado pedir? ¿Lo es? —Tenía los ojos empañados—. Pero nunca, jamás acaba.
Powhatan alzó la mirada, encontró la de Gordon por primera vez y la sostuvo.
—Fueron las mujeres —prosiguió con voz baja, respondiendo al fin a la pregunta de Gordon—. Desde tu visita y aquellas condenadas cartas, no dejaron de hablar, de hacer preguntas.
»Luego llegó la historia de esa locura del norte, incluso a mi valle. Intenté… intenté explicarles que era un disparate lo que hicieron tus amazonas, pero ellas…
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