El guardián debía de estar muy distraído, ya que Gordon se situó a unos seis metros de distancia sin que le diera el alto. Vio un centinela entre las sombras, sobre un parapeto, cerca del extremo opuesto de la empalizada, pero el idiota estaba mirando a otra parte.
Gordon respiró hondo, se llevó el silbato de Abby a los labios y sopló tres veces con fuerza. Los estridentes pitidos resonaron en los edificios y el bosque como el grito de un ave rapaz. Del parapeto le llegó el ruido de pasos apresurados. Tres hombres, con escopetas y lámparas de aceite, aparecieron sobre la puerta y lo miraron a la luz del atardecer.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
—Debo hablar con alguien que tenga autoridad —voceó Gordon—. ¡Se trata de un asunto oficial y exijo entrar a la ciudad de Oakridge!
Aquello ciertamente los sacó de su rutina. Hubo un largo y anonadado silencio mientras los guardias miraban con sorpresa, primero a él y luego entre sí. Al fin, uno de los hombres se marchó mientras el que había hablado se aclaraba la garganta.
—Mmm… ¿vuelve? ¿Tiene fiebre? ¿Ha cogido la Enfermedad?
Gordon negó con la cabeza.
—No estoy enfermo. Estoy cansado y hambriento. Y furioso por haber sido tiroteado. Pero esos asuntos pueden esperar hasta que haya cumplido con mi deber aquí.
Esta vez la voz del jefe de la guardia denotó una confusa perplejidad:
—Cumplir con su… ¿De qué demonios está hablando, amigo?
Le llegaron los ecos de pasos rápidos procedentes del parapeto. Aparecieron varios hombres más, seguidos de varios niños y mujeres que se situaron a izquierda y derecha. La disciplina, aparentemente, no era práctica común en Oakridge. El tirano local y sus compinches habían hecho las cosas a su manera durante largo tiempo.
Gordon repitió, lenta y firmemente, adoptando su mejor voz de Polonius:
—Exijo hablar con sus superiores. Están poniendo a prueba mi paciencia dejándome aquí fuera, y esto habrá de constar en mi informe. ¡Ahora traiga a alguien que tenga autoridad ahí para abrir esa puerta!
El número de personas aumentó hasta que un tupido bosque de siluetas llenó la empalizada. Miraban a Gordon cuando un grupo de figuras portando linternas apareció en la parte derecha del parapeto. Los espectadores de ese lado abrieron paso a los recién llegados.
—Mire, solitario —dijo el guardián jefe—, está pidiendo una bala a gritos. No tenemos ningún «asunto oficial» con nadie fuera de este valle, desde que rompimos las relaciones con el centro comunista de Blakeville, hace años. Puede apostar el cuello a que no voy a molestar al Alcalde por un chiflado…
El hombre se volvió, sorprendido, cuando el grupo de dignatarios llegó.
—Señor Alcalde… Lamento el alboroto, pero…
—Estaba cerca de todas formas. Lo he oído. ¿Qué está pasando aquí?
El guardián señaló.
—Tenemos fuera a un tipo que habla de una forma que no había oído desde los tiempos locos. Debe de estar enfermo, o quizá sea uno de esos solitarios que solían venir.
—Yo me ocuparé de esto.
En la creciente oscuridad la nueva figura se asomó al parapeto.
—Soy el Alcalde de Oakridge —anunció—. Nosotros no creemos en la caridad. Pero si usted es el sujeto que ha encontrado las mercancías esta tarde y las ha donado cortésmente a mis muchachos, admitiré que estamos en deuda con usted. Haré que le bajen buena comida caliente a la puerta. Y una manta. Puede dormir junto a la carretera. Mañana, sin embargo, tendrá que irse. No queremos enfermedades aquí. Y por lo que los guardianes me cuentan, usted debe de estar delirando.
Gordon sonrió.
—Su generosidad me impresiona, señor Alcalde. Pero he venido desde demasiado lejos con un asunto oficial para marcharme ahora sin cumplimentarlo. Ante todo, ¿puede decirme si Oakridge tiene en funcionamiento una línea telegráfica o de fibra óptica?
El silencio producido por su inesperada salida fue largo y pesado. Gordon podía imaginar el estupor del Alcalde. Al fin, el cacique respondió:
—Durante diez años no hemos tenido ni radio. Nada funciona desde entonces. ¿Por qué? ¿Qué tiene eso que ver con…?
—Es una lástima. Las ondas han sido un desbarajuste desde la guerra, desde luego… —improvisó—, toda la radiactividad, ya sabe. Pero creía que me sería posible usar su transmisor para informar a mis superiores.
Pronunció esas palabras con aplomo. Esta vez no se produjo silencio en el parapeto, sino una oleada de asombrados murmullos. Gordon imaginó que la mayoría de la población de Oakridge debía de estar ya allí arriba. Deseó que el muro estuviera bien construido. No formaba parte de su plan entrar en la ciudad como Josué.
Tenía otra idea en la mente.
—¡Traed una linterna! —ordenó el Alcalde—. ¡Esta no, idiota! ¡La que tiene reflector! Sí. Ahora enfócala sobre ese hombre. ¡Quiero echarle un vistazo!
Llevaron una voluminosa lámpara y se oyeron susurros cuando la luz iluminó a Gordon. Lo estaba esperando y no se cubrió los ojos ni parpadeó. Se cambió de mano la mochila de cuero y se giró para mostrar su atavío desde el mejor ángulo. Llevaba la gorra de cartero, con su bruñido emblema, inclinada hacia el rostro.
El murmullo de la muchedumbre creció en intensidad.
—Señor Alcalde —gritó—, mi paciencia tiene un límite. He de hablar con usted sobre el comportamiento de sus muchachos esta tarde. No me obligue a ejercer mi autoridad de un modo que a ambos nos parecería desagradable. Está a punto de perder su privilegio de comunicarse con el resto de la nación.
El Alcalde se balanceaba adelante y atrás con rapidez.
—¿Comunicación? ¿Nación? ¿Qué broma es ésta? Sólo existe la comuna de Blakeville, esos adustos mentecatos de Culp Creek, y Satán sabe qué otros salvajes además de ellos. ¿Quién demonios es usted, en cualquier caso?
Gordon se tocó la gorra.
—Gordon Krantz, del Servicio Postal de Estados Unidos. Soy el mensajero asignado para restablecer una ruta de correo entre Idaho y el bajo Oregón, e Inspector Federal General para la región.
¡Y pensar que se había avergonzado de representar a Santa Claus en Pine View! Gordon no pensó en las consecuencias de ser «Inspector federal» hasta que la expresión hubo salido de su boca. ¿Era inspiración o una temeridad?
«Bueno, igual da ser colgado por poco que por mucho», pensó.
La muchedumbre se había convertido en un tumulto. Varias veces, Gordon oyó las palabras «fuera» e «Inspector», y especialmente «cartero». Cuando el Alcalde pidió silencio, éste llegó despacio, remolcado por un expectante bisbiseo.
—Así que es usted cartero —el tono era sarcástico—, ¿por qué clase de idiotas nos toma, Krantz? ¿Un brillante traje lo convierte en oficial del gobierno? ¿De qué gobierno? ¿Qué prueba puede darnos? ¡Demuéstrenos que no es un insensato lunático, que delira con la fiebre de la radiación!
Gordon extrajo los papeles que había preparado hacía sólo una hora, utilizando el sello encontrado en las ruinas de la estafeta de correos de Oakridge.
—Aquí tengo credenciales… —Pero fue interrumpido al instante.
—Guárdese sus papeles, solitario. ¡No vamos a dejar que se acerque lo bastante para contagiarnos su fiebre!
El Alcalde se irguió y agitó un brazo en el aire, dirigiéndose a sus súbditos.
—Todos recordáis cómo solían venir los locos y los impostores, durante los años del Caos, fingiendo ser todo, desde el Anticristo al cerdito Porky. Bien, hay un hecho del que todos podemos estar seguros. Los locos vienen y los locos se van, pero sólo hay un «gobierno»… ¡el que tenemos aquí! —Se volvió hacia Gordon—. Tiene suerte de que ahora no sea como en los años de la plaga, solitario. Entonces un caso como el suyo hubiera reclamado una cura inmediata… ¡mediante cremación!
Читать дальше