El bosque estaba formado en su mayor parte por abetos occidentales y arces de hoja grande, con vástagos de alisos que crecían como cizaña en casi todo lo que antiguamente había sido zonas despejadas. Era muy distinto de los secos bosques que cruzó en el lado este de las Cascadas, donde había sido asaltado bajo los escasos pinos ponderosa. Aquí se percibía un olor a vida más acusado que cualquiera que recordase desde antes del Invierno de los Tres Años.
Los ruidos animales habían sido escasos hasta que dejó de moverse. Pero cuando se quedó quieto, pronto empezó a percibir un aluvión de parloteos y movimientos de pájaros. Ladrones de campo de gris plumaje revoloteaban en pequeños grupos de un lado a otro, jugando a la guerrilla con grajos más pequeños por los claros donde más abundaban las sabandijas. Los pájaros de menor tamaño brincaban de rama en rama, gorjeando y hurgando.
Estos pájaros no sentían gran amor por el hombre, pero tampoco volaban grandes distancias para rehuirlo, si se estaba quieto.
«Entonces, ¿por qué estoy tan nervioso?»
Se oyó un leve chasquido a su izquierda, cerca de una de las omnipresentes matas de zarzamora, a unos quince metros. Gordon se volvió, pero allí también había pájaros.
Un pájaro, para ser exactos. Un sinsonte.
La criatura voló sobre la maleza y se posó sobre un montón de ramitas que Gordon supuso constituían su nido. Se quedó allí, como un pequeño señor, altivo y orgulloso; luego, graznó y descendió a la maleza otra vez. Cuando quedó fuera de su vista oyó otro leve susurro y el sinsonte reapareció.
Gordon picoteó con el arco en el barro con gesto distraído mientras soltaba el seguro del revólver, tratando de aparentar una fría indiferencia. Silbó con los labios resecos por el miedo mientras caminaba lentamente, sin acercarse ni alejarse de la maleza, en dirección a un gran abeto.
Detrás de aquella maleza se hallaba algo que había llevado al sinsonte a su nido en un acto de precavida defensa, y ese algo estaba intentando no hacer caso de las molestias consiguientes y permanecer escondido en silencio.
Alertado, Gordon reconoció un puesto de caza y vagó con exagerada despreocupación. Pero tan pronto como pasó tras el abeto, sacó el revólver y corrió hacia el bosque en ángulo agudo para esconderse, tratando de mantener la masa del árbol entre él y las zarzamoras.
Permaneció bajo la protección del árbol sólo un momento. La sorpresa lo protegió un instante más. Luego, el estampido de tres disparos, de diferentes calibres, se esparció bajo la celosía formada por los árboles. Gordon se desplazó hasta un tronco caído en lo alto de una pequeña elevación. Resonaron tres disparos más cuando se arrojó sobre el tronco podrido y cayó al suelo al otro lado con un fuerte ruido y un punzante dolor en el brazo derecho.
Por un instante lo cegó el pánico cuando se le agarrotó la mano que sostenía el revólver. Si se había roto el brazo…
La sangre le empapaba el puño de la camisa con la inscripción de EE UU. El temor exageró el dolor hasta que se subió la manga y vio un largo corte superficial, con astillas de madera colgando de él. Era el arco, que se había roto al caerse.
Gordon extrajo las astillas y gateó hacia una angosta zanja situada a su derecha, manteniéndose agazapado para aprovechar la protección que le ofrecían el lecho del arroyo y la maleza. Por detrás de él los aullidos de unos perseguidores que se divertían llegaron hasta el montecillo.
Los minutos siguientes fueron una confusión de crujidos de ramas y súbitos zigzagueos. Gordon se zambulló en un estrecho arroyo, dio la vuelta y echó a correr contra corriente.
Recordó que los cazadores se desplazan con frecuencia siguiendo el curso de las aguas; mientras se apresuraba en el sentido opuesto, esperó que sus enemigos conocieran ese detalle. Saltó de piedra en piedra, tratando de no remover el barro del fondo. Luego saltó de nuevo hacia el bosque.
Sonaban gritos a su espalda. Los pasos del propio Gordon parecían lo bastante ruidosos para despertar a un oso dormido. En dos ocasiones contuvo el aliento tras un montículo de piedra y un macizo de vegetación, tanto para pensar como para no producir ruido alguno.
Finalmente, los gritos se perdieron en la lejanía. Gordon suspiró al apoyarse contra un gran roble y sacó el botiquín de la bolsa del cinturón. La herida no le causaría problemas. No había motivos para esperar que la limpia madera del arco le produjera una infección. Dolía como un infierno pero el corte estaba lejos de las venas y los tendones. Lo cubrió con una tela esterilizada y procuró no hacer caso del dolor mientras se enderezaba y miraba alrededor.
Para su sorpresa, reconoció dos indicadores a la vez… el alto y deteriorado rótulo del motel Oakridge, visible sobre las copas de los árboles, y una cerca para ganado tras un trillado camino de asfalto, en el lado este.
Gordon se dirigió rápidamente al lugar donde había escondido sus cosas. Estaban tal como las había dejado. En apariencia, los hados tenían la suficiente sutileza para no propinarle otro golpe en tan poco tiempo. Sabía que no actuaban de ese modo. Siempre permitían conservar la esperanza; luego la destruían antes de dejar que realmente la poseyeras.
Aumentó sus precauciones. Buscó con cautela la mata de zarzamoras, con su airado habitante sinsonte. Como esperaba, estaba vacía. Reptó por detrás para tener el punto de vista de los emboscados y se quedó allí hasta unos minutos después de que se desvaneciera la tarde, mirando y pensando.
Lo habían tenido a tiro, eso era seguro. Desde este punto de mira era difícil comprender cómo habían errado los tres hombres al dispararle.
¿Tan sorprendidos quedaron por su repentina reacción? Debían de tener armas semiautomáticas, pero sólo recordaba seis tiros. O estaban siendo muy ahorradores con las balas o…
Se aproximó al gran abeto situado frente al claro. Dos muescas recientes marcaban la corteza, a unos tres metros de altura.
«Tres metros. No podían ser tan malos tiradores.»
Así, todo encajaba. En ningún momento habían pretendido en absoluto matarlo. Habían apuntado alto a propósito, para asustarlo y ahuyentarlo. No era extraño que sus perseguidores nunca hubieran estado demasiado cerca en su huida hacia el bosque.
Los labios de Gordon se curvaron. Irónicamente, esto hacía más odiosos a sus asaltantes. Había llegado a aceptar la maldad irracional, como uno debe aceptar el mal tiempo o las bestias salvajes. Muchos antiguos americanos se habían convertido en algo poco mejor que bárbaros.
Pero una diversión calculada como ésa tenía que tomarla como cosa personal. Aquellos hombres poseían el concepto de la piedad; pero le habían robado, herido y aterrorizado.
Recordó a Roger Septien, burlándose de él desde aquella ladera de colina seca como un hueso. Estos bastardos no eran mejores.
Gordon siguió su rastro a lo largo de unos ochenta metros al oeste del puesto. Las huellas de botas eran claras… casi arrogantes por indisimuladas.
Se tomó tiempo, pero en ningún momento pensó en la posibilidad de volverse.
El crepúsculo se aproximaba cuando apareció a la vista la empalizada que rodeaba Nueva Oakridge. La zona abierta que una vez había sido un parque urbano estaba cerrada por una alta valla de madera. Desde dentro podía oírse el mugir del ganado. Un caballo relinchó. Gordon percibió el olor del heno y otros olores producidos por el ganado.
Cerca de allí, una valla aún más alta rodeaba tres bloques de viviendas de lo que fuera el sector sudeste de la ciudad de Oakridge. Una hilera de edificios de dos plantas de un largo aproximado de medio bloque ocupaba el centro de la ciudad. Gordon vio los tejados que sobresalían del muro y un depósito de agua con un nido de cuervos en la parte más alta. La silueta de una figura vigilaba, mirando hacia el bosque en penumbra.
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