Las barricadas habían sido abandonadas hacía mucho tiempo. El muro protector de la Autopista 58, en el extremo oeste de Oakridge, se había convertido en un montón de escombros de hormigón y acero retorcido y oxidado. La ciudad estaba en silencio. Era evidente que al menos aquel sector llevaba un largo período despoblado.
Gordon bajó la vista hacia la calle principal y en ella leyó la historia de lo ocurrido. Dos, posiblemente tres, violentas batallas se habían librado allí. Una fachada con un letrero inclinado, CLÍNICA DE SERVICIOS DE URGENCIA, se encontraba en el centro de un círculo mayor de devastación.
Tres vidrios de ventana intactos reflejaban los rayos del sol de la mañana desde el último piso de un hotel. En el resto del edificio, incluso donde los escaparates habían sido tapiados, los trozos esparcidos de cristal relucían sobre el destrozado pavimento.
En realidad no es que hubiera esperado algo mejor, pero algunos de los sentimientos que lo acompañaban desde Pine View le habían llevado a creer en la posibilidad de hallar otras islas de paz, sobre todo ahora que se encontraba en la próspera vertiente de Willamette Valley. Si no una ciudad viva, Oakridge al menos podía haber mostrado algunos signos que permitieran ser optimista. Podía haber indicios de una metódica restauración, por ejemplo. Si existía una civilización industrial allí en Oregón, las ciudades como aquélla debían de haber sido despojadas de todos los objetos que tuvieran alguna utilidad.
A unos dieciséis metros de su ventajosa posición, Gordon vio una gasolinera destruida. Una gran bolsa de herramientas yacía a un lado; su provisión de llaves inglesas, alicates y cables de repuesto estaba esparcida por el suelo manchado de aceite. Una hilera de neumáticos nunca usados colgaba aún de una viga encima de los elevadores de servicio.
De esto Gordon dedujo que Oakridge era la peor de todas las Oakridges posibles, al menos desde su punto de vista. Las cosas necesarias para una cultura mecánica estaban al alcance de cualquiera, intactas y herrumbrosas… lo que indicaba que no había tal sociedad tecnológica en las proximidades. Al mismo tiempo, tendría que recoger entre los destrozos producidos por cincuenta saqueos previos cualquier cosa útil para un viajero como él.
«Bueno —suspiró—. Ya lo he hecho otras veces.»
Aunque habían cribado las ruinas del centro de Boise, a los expoliadores anteriores se les había pasado por alto un tesoro consistente en comida enlatada guardado en el almacén trasero de una zapatería… las reservas de algún acaparador, intactas durante largo tiempo. Existía una regla para tales cosas, desarrollada a través de los años. El tenía sus propios métodos para realizar una búsqueda.
Descendió hacia el bosque situado a uno de los lados del muro protector. Caminó zigzagueando ante la posibilidad de haber sido observado. En un lugar donde encontró mojones en tres direcciones distintas, Gordon dejó caer la mochila de cuero y la gorra bajo un cedro de otoñales tonos rojizos. Se quitó la chaqueta marrón oscuro del cartero y la puso encima; luego cortó algunas ramas para ocultar el escondite.
Haría lo imposible por evitar conflictos con cualquier suspicaz habitante del lugar, pero sólo un tonto prescindiría de sus armas. Había dos tipos de lucha que podían resultar de una situación como aquélla. Para una, el silencio del arco sería la mejor. Para la otra, valdría la pena gastar algunos valiosos e irremplazables cartuchos del 38. Gordon comprobó el mecanismo de la pistola y volvió a enfundarla. Cogió el arco, junto con flechas y un saco de tela para lo que encontrara.
En las casas de las afueras de la ciudad los saqueadores precedentes habían sido más entusiastas que meticulosos. A menudo, los destrozos realizados en tales lugares desalentaban a quienes llegaban después, con lo que dejaban cosas útiles. Lo había comprobado con frecuencia anteriormente.
Sin embargo, estaba ya en la cuarta casa y poco de lo que había conseguido reforzaba su teoría. El saco contenía un par de botas casi inservibles a causa del moho, una lupa y dos carretes de hilo. Había buscado en los escondites usuales y en algunos desacostumbrados donde era posible que los acaparadores guardaran sus provisiones, y no había hallado comida de ninguna clase.
Aún le quedaba carne de la que le habían dado en Pine View, pero había consumido más de lo que hubiera deseado. El arco le era de gran utilidad, y hacía dos días había cazado con él un pavo pequeño. Pero si no tenía mejor suerte en la búsqueda, se vería obligado a dejar Willamette Valley por el momento y conseguir trabajo en un campamento de caza invernal.
Lo que realmente deseaba era otro refugio como Pine View. Pero el destino había sido bastante amable últimamente. La excesiva buena suerte despertaba recelos en Gordon.
Hasta que llegó a la quinta casa.
La cama de cuatro columnas se hallaba en lo que fuera el hogar de dos plantas de un médico próspero. Como el resto de la casa, el dormitorio había sido despojado de casi todo salvo el mobiliario. No obstante, al acuclillarse sobre la gran alfombra Gordon pensó que podría encontrar algo que hubiera pasado inadvertido a los anteriores saqueadores.
La alfombra parecía estar fuera de lugar. La cama descansaba sobre ella, pero sólo las patas de la derecha. Las de la izquierda lo hacían directamente sobre la dura madera del suelo. O el propietario se había descuidado al colocar la gran alfombra ovalada o…
Gordon soltó su carga y cogió el borde de la alfombra.
«Bien. Es pesada.»
Empezó a enrollarla hacia la cama.
«¡Sí!» Bajo la alfombra había una delgada rendija cuadrada en el suelo. Una pata de la cama sujetaba la alfombra sobre una de las dos bisagras de latón. «Una trampilla.»
Empujó con fuerza la columna de la cama. La pata se levantó y volvió a caer con estrépito. Lo intentó dos veces más y el eco resonó.
Al cuarto empujón, la columna se partió en dos. Gordon se libró por poco de quedar empalado por la afilada astilla cuando cayó sobre el colchón. El dosel le siguió y la vieja cama se desplomó con un enorme crujido. Gordon maldijo, luchando con la asfixiante cubierta. Estornudó violentamente formando una nube de polvo.
Al fin, recobrado parcialmente el sentido, consiguió deslizarse fuera de la antigua y polvorienta tela. Salió de la habitación dando traspiés, estornudando y tosiendo aún. Poco a poco el ataque remitió. Se asió a la barandilla, bizqueando en ese tortuoso y semiorgásmico estado que precede a un descomunal estornudo. En sus oídos se produjeron zumbidos que casi parecían voces.
«Lo próximo que oirás serán campanas de iglesia», se dijo.
El gran estornudo llegó al fin, estrepitosamente. Secándose los ojos volvió a entrar en el dormitorio. La trampilla había quedado al descubierto, bajo una nueva capa de polvo. Gordon tuvo que hacer palanca en el borde del panel secreto. Al fin la trampilla se alzó con un fuerte y agudo chirrido.
De nuevo, le pareció que parte del ruido procedía de fuera de la casa. Pero cuando se detuvo y escuchó atentamente, no oyó nada. Dominado por la impaciencia, se agachó y apartó las telarañas para escudriñar el escondite.
Dentro había una caja metálica grande. Buscó alrededor esperando hallar algo más. Después de todo, las cosas que un médico de preguerra podía haber guardado en un cofre cerrado, dinero y documentos, serían menos útiles para él que alimentos enlatados escondidos en un arrebato de acaparamiento propio de tiempos de guerra. Pero no había nada más que la caja. Gordon la sacó con esfuerzo.
«Bueno. Pesa mucho. Ahora esperemos que no sea oro o alguna fruslería por el estilo.» Las bisagras y la cerradura estaban oxidadas. Alzó el mango de su cuchillo para romper la pequeña cerradura. Entonces se detuvo bruscamente.
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