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Orson Card: Nacidos en la Tierra

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Orson Card Nacidos en la Tierra

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En esta nueva entrega de «La Saga del Retorno», Shedemei y el Alma Suprema supervisan, ya en la Tierra, la evolución de los humanos descendientes de Nafai y Elemak y su interacción con las nuevas especies que habían evolucionado en el planeta. Surgen de nuevo los problemas de siempre: racismo, explotación, enfrentamientos tribales, etc. El recurso de la hibernación permite mantener la presencia de Shedemei y su poderoso manto de capitana en un papel que deviene mítico y, en cierta forma, bíblico. Pero el misterio sigue siendo al paradero del Guardián de la Tierra cuya presencia, pese a todo, Shedemei y el Alma Suprema creen percibir, de vez en cuando, de forma siempre sutil e imprecisa.

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En cuanto a Mon, envidiaba las alas del pueblo del cielo. Mon envidiaba incluso las viejas alas correosas del viejo Bego, tan corpulento que apenas podía planear desde un piso alto hasta el suelo. Su mayor decepción infantil fue enterarse de que los humanos no se convertían en ángeles al crecer; si uno no tenía alas al nacer, velludas e inservibles al principio, nunca le crecían. Debía sufrir para siempre la maldición de aquellos brazos inútiles y desnudos.

A sus nueve años, Mon sólo podía trepar a la azotea al caer la tarde y mirar a los jóvenes del cielo —los que tenían su misma edad o eran más pequeños, pero mucho más libres— que retozaban sobre los árboles junto al río, sobre los campos, sobre los techos, elevándose, bajando, remontándose, rodando en el aire y cayendo como piedras hasta llegar a poca distancia del suelo, para luego desplegar las alas y recorrer las calles como bólidos mientras los humanos, condenados a caminar, alzaban los puños rezongando contra aquellos jóvenes gamberros que representaban una amenaza para la gente trabajadora. Ojalá fuera un ángel, exclamó Mon en su corazón. Ojalá pudiera volar y mirar desde arriba los árboles, las montañas, los ríos y los campos. Ojalá pudiera espiar a los enemigos de mi padre desde lejos y volar hacia él para prevenirlo.

Pero nunca volaría. Sólo podía sentarse en la azotea y rumiar mientras otros bailaban por los aires.

—Podría ser peor.

Mon hizo una mueca. Su hermana Edhadeya era la única que conocía su ansia de volar. Ella había tenido la discreción de no contárselo a nadie, pero cuando estaban solos se burlaba de él sin piedad.

—Hay quienes te envidian a ti, Mon. El hijo del rey, alto y fuerte; dicen que serás un poderoso guerrero.

—Por la altura del niño no se puede saber la talla que alcanzará el hombre —dijo Mon—. Y soy el segundogénito del rey. Cualquiera que me envidie es un tonto.

—Podría ser peor —insistió Edhadeya.

—Eso dices tú.

—Podrías ser la hija del rey —comentó Edhadeya con cierta amargura.

—Bien, si no te queda más remedio que ser mujer, es mejor ser la hija de la reina —dijo Mon.

—Nuestra madre ha muerto, por si no lo recuerdas. Actualmente la reina es la mierdosa Dudagu, no lo olvides. — Mierdosa era una palabra que usaban los niños y que se traducía a la antigua lengua como dermo, un término mucho más grosero. A los niños les encantaba llamar Dudagu Dermo a su madrastra.

—Oh, eso no significa nada —dijo Mon—, salvo que el pobre y pequeño Khimin es irremediablemente feo comparado con los demás hijos de Padre. —Aquel niño de cinco años era el único hijo de Dudagu, y aunque ella insistía en hablar de Ha-Khimin y no de Ha-Aron, era imposible que el rey o el pueblo se avinieran a reemplazar a Aronha. El hermano mayor de Mon y Edhadeya tenía doce años y estatura suficiente para que el pueblo viera que sería un poderoso soldado en la batalla. Y todos veían que era un jefe nato. Si en aquel preciso momento hubiera necesidad de guerrear, Padre pondría una compañía de soldados al mando de Aronha, y los soldados obedecerían con orgullo a aquel joven que un día sería rey. Mon veía el modo en que los demás miraban a su hermano, les oía hablar de él, y ardía por dentro. ¿Por qué su padre insistía en tener hijos varones cuando su madre le había dado el más perfecto desde un principio?

Pero era imposible odiar a Aronha. Las mismas cualidades que lo convertían en buen líder a los doce años también despertaban el amor de sus hermanos. No era prepotente. Rara vez se ensañaba con alguien. Siempre ayudaba y alentaba a los demás. Era paciente con el mal humor de Mon, las rabietas de Edhadeya y la terquedad de Ominer. Incluso era amable con Khimin, aunque sin duda estaba al corriente de las maquinaciones de Dudagu para reemplazar a Aronha por su hijo. El resultado era que Khimin adoraba a Aronha. Una vez Edhadeya había dicho que tal vez ése fuera el plan de Aronha: lograr que todos sus hermanos lo amaran desesperadamente y así no conspirasen contra él.

—Y en cuanto llegue al trono —añadió—, nos hará degollar o desnucar.

Edhadeya hacía aquellos comentarios porque había leído la historia de la familia. No siempre había sido plácida. El primer rey agradable después de muchas generaciones había sido el abuelo de Padre, el primer Motiak, que había abandonado la tierra de Nafai para unirse a la gente de Darakemba. Los primeros reyes eran déspotas sanguinarios. Aunque tal vez era inevitable que fuera así en esos tiempos, cuando la gente de Nafai vivía en guerra constante. La supervivencia no permitía sucesiones controvertidas ni guerra civiles. Así que con frecuencia los nuevos reyes hacían ejecutar a sus hermanos, junto con los sobrinos, y uno de ellos mató a su propia madre porque… bien, era imposible saber por qué esa gente de la antigüedad hacía tales barbaridades. Pero al viejo Bego le gustaba narrar esas historias, siempre enfatizando que el pueblo del cielo no hacía tales cosas cuando estaba al mando.

—La llegada de los humanos fue el comienzo del mal entre la gente del cielo —dijo una vez. A lo cual Aronha replicó:

—¿Qué? ¿Y vosotros llamabais diablos a la gente del suelo sólo de broma? ¿Sólo para hacerles rabiar?

Bego, como de costumbre, se tomó con calma la impertinencia de Aronha.

—No permitíamos que la gente del suelo viviera entre nosotros, ni nos gobernara. Su maldad nunca pudo contagiarnos. Permaneció fuera de nosotros, porque el pueblo del cielo y el pueblo del suelo nunca cohabitaron.

Si nunca hubiéramos cohabitado, pensó Mon, tal vez yo no me pasaría todo el tiempo deseando volar. Me contentaría con andar por la superficie de la tierra como un lagarto o una culebra.

—No te pongas tan serio —dijo Edhadeya—. Aronha no degollará a nadie.

—Lo sé —dijo Mon—. Sé que lo decías en broma. Edhadeya se sentó junto a él.

—Mon, ¿crees esas viejas historias sobre nuestros antepasados? ¿Sobre Nafai y Luet? ¿Crees que hablaban con el Alma Suprema? ¿Crees que Hushidh podía mirar a la gente y ver sus conexiones?

Mon se encogió de hombros.

—Tal vez sea cierto.

—Issib y su silla volante… Y a veces también él podía volar, como cuando estuvo en la tierra de Pristan.

—Ojalá fuera cieno.

—Y esa esfera mágica, sobre la que apoyabas las manos para hacer preguntas y obtener respuestas.

Edhadeya estaba embelesada con sus evocaciones. Mon siguió mirando el sol que caía sobre el río distante, hasta que desapareció y el río dejó de titilar.

—Mon, ¿crees que Padre tiene esa esfera? ¿El índice?

—No lo sé —dijo Mon.

—Cuando Aronha cumpla trece años y se inicie en los secretos, ¿crees que Padre le mostrará el índice? ¿Y la silla de Issib?

—¿Dónde escondería semejante cosa? Edhadeya sacudió la cabeza.

—No lo sé. Sólo me pregunto por qué nosotros ya no tenernos esos objetos maravillosos que ellos tenían.

—Tal vez sí.

—¿Lo crees? —De repente Edhadeya demostró mayor interés—. Mon, ¿crees que a veces los sueños son verdaderos? Porque yo sigo soñando el mismo sueño. Todas las noches, a veces dos veces por noche, o tres. Es tan real, tan diferente de mis otros sueños. Pero yo no soy sacerdote, y los sacerdotes no hablan con las mujeres. Si Madre estuviera viva, podría preguntárselo, pero no se lo preguntaré a Dudagu Dermo.

—Yo sé menos que los demás —dijo Mon.

—Lo sé —dijo Edhadeya.

—Gracias.

—Sabes menos, así que escuchas más. Mon se sonrojó.

—¿Puedo contarte mi sueño? Él asintió.

—Vi a un niño de la edad de Ominer. Y tenía una hermana de la misma edad que Khimin.

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