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Orson Card: Nacidos en la Tierra

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Orson Card Nacidos en la Tierra

Nacidos en la Tierra: краткое содержание, описание и аннотация

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En esta nueva entrega de «La Saga del Retorno», Shedemei y el Alma Suprema supervisan, ya en la Tierra, la evolución de los humanos descendientes de Nafai y Elemak y su interacción con las nuevas especies que habían evolucionado en el planeta. Surgen de nuevo los problemas de siempre: racismo, explotación, enfrentamientos tribales, etc. El recurso de la hibernación permite mantener la presencia de Shedemei y su poderoso manto de capitana en un papel que deviene mítico y, en cierta forma, bíblico. Pero el misterio sigue siendo al paradero del Guardián de la Tierra cuya presencia, pese a todo, Shedemei y el Alma Suprema creen percibir, de vez en cuando, de forma siempre sutil e imprecisa.

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—Pero tu padre sí —dijo Akma.

—Mi padre tenía que seguir al rey. Es el deber de los sacerdotes. El rey ordenó a los soldados que abandonaran a sus esposas e hijos, pero mi padre se negó, o al menos me llevó a mí. Me cargó a hombros y no se rezagó, aunque yo no era tan pequeño ni él tan joven. Por eso yo estaba presente cuando los soldados comprendieron que era muy probable que estuvieran exterminando a sus esposas e hijos en la ciudad. Así que desnudaron al viejo Nuak, lo amarraron a una estaca y le apoyaron leños ardientes contra la piel. El no dejaba de gritar. —Didul sonrió—. Es increíble cuánto gritaba aquel viejo inútil.

Era espantoso imaginarlo. Era estremecedor que Didul, que recordaba la escena, pudiera contarla tan tranquilo.

—En ese momento mi padre comprendió que ya se estaba decidiendo quién ardería a continuación; evidentemente los sacerdotes serían las víctimas, así que pronunció algunas palabras en el lenguaje de los sacerdotes y nos condujo a un sitio seguro.

—¿Por qué no regresasteis a la ciudad? ¿Fue destruida?

—No, pero mi padre dice que la gente de allí no era digna de tener auténticos sacerdotes que conocieran el idioma secreto, el calendario y demás. Ya sabes. Lectura y escritura.

Akma quedó desconcertado.

—¿No todos saben leer y escribir? De pronto Didul se enfadó.

—Eso fue lo peor que hizo tu padre. Enseñar a todos a leer y escribir. A todos los que se creyeron sus mentiras y se largaron de la ciudad para unirse a él, aunque fueran simples labriegos. A todos. Había hecho votos solemnes. Al ordenarse, tu padre juró no revelar a nadie los secretos del sacerdocio. Y luego los difundió a los cuatro vientos.

—Mi padre dice que todas las personas deberían ser sacerdotes.

—¿Personas? ¿Eso es lo que dice? —Didul se echó a reír—. No sólo las personas, Akma. No se proponía enseñar a leer sólo a las personas.

Akma imaginó a su padre tratando de enseñar a leer al capataz. Imaginó a un cavador encorvado sobre un libro, tratando de coger una pluma y trazar los signos en la cera de las tablillas. Se estremeció.

—¿Tienes hambre? —preguntó Didul.

Akma cabeceó, asintiendo.

—Ven a comer conmigo y mis hermanos. —Didul lo condujo a la sombra de una arboleda, detrás de la colina del ejido.

Akma conocía el lugar. Antes de que los cavadores llegaran y los esclavizaran, era el sitio donde su madre reunía a los niños para enseñarles y jugar con ellos mientras su padre enseñaba a los adultos en la colina. Tuvo una sensación extraña al ver allí un gran cesto con fruta y pasteles y un tonel de vino; los cavadores servían comida a tres humanos, y parecían fuera de lugar en un sitio donde antes su madre jugaba con los niños.

Pero los humanos no parecían fuera de lugar. Al contrario, parecía que estarían a sus anchas en cualquier sitio. Uno era pequeño, de la edad de Akma. Los otros dos eran mayores que Didul, y más corpulentos. Hombres, no muchachos. Uno de los mayores se parecía mucho a Didul, aunque no era tan bello. Era cejijunto y de barbilla demasiado pronunciada; la imagen de Didul, pero distorsionada, inferior, inconclusa.

El otro hombre era todo lo contrario de Didul. Lo que en Didul era elegancia, en aquel joven era fuerza; si el rostro de Didul era franco y ligero, el de éste tenía un aspecto adusto y ensimismado. Era tan musculoso que Akma se maravilló que pudiera coger la fruta sin triturarla.

Didul pronto notó cuál de sus hermanos había llamado la atención de Akma.

—Ah, sí. Todos lo miran así. Pabul, mi hermano. Él conduce ejércitos de cavadores. Ha matado con sus propias manos.

Al oír estas palabras, Pabul miró a Didul de mal talante.

—A Pabul no le gusta que yo lo mencione, pero una vez le vi desnucar a un cavador corpulento como si quebrara una rama seca. ¡Crac! La bestia se orinó encima.

Pabul sacudió la cabeza y siguió comiendo.

—Sírvete algo —ofreció Didul—. Siéntate con nosotros. Hermanos, os presento a Akma, el hijo del traidor. El hermano más parecido a Didul escupió.

—No seas grosero, Udad —dijo Didul—. Dile que no sea grosero, Pabul.

—Díselo tú mismo —masculló Pabul. Pero Udad reaccionó como si Pabul hubiera amenazado con matarle. Guardó silencio y se concentró en la comida.

El hermano menor miraba a Akma como si lo evaluara.

—Podría darte una tunda —dijo al fin.

—Cállate y come, mico —repuso Didul—. Éste es el menor, Muwu, y no estamos seguros de que sea humano.

—Cállate, Didul —dijo el pequeñín, irritándose como si supiera lo que venía a continuación.

—Creemos que nuestro padre se embriagó y se apareó con una cavadora para engendrarlo. ¿Ves ese hocico de rata?

Muwu gritó con furia y se lanzó contra Didul, quien lo esquivó fácilmente.

—Basta, Muwu, llenarás la comida de tierra. ¡Basta!

—Basta —dijo serenamente Pabul, y Muwu desistió de su ataque.

—Come —dijo Didul—. Debes de tener hambre. Sí, Akma tenía hambre, y la comida tenía un aspecto apetitoso. Iba a sentarse cuando Didul añadió:

—Nuestros enemigos padecen hambre, pero nuestros amigos comen.

Akma recordó que sus padres también tenían hambre, y su hermanita Luet.

—Permite que lleve algo a mi hermana y a mis padres —dijo—. O deja que vengan a comer con nosotros. Udad soltó una carcajada.

—Estúpido —murmuró Pabul.

—Te he invitado a ti —murmuró Didul—. No me pongas en un aprieto tratando de hacerme alimentar a los enemigos de mi padre.

Sólo entonces Akma comprendió lo que sucedía. Didul podía ser bello y fascinante, con sus anécdotas, su afabilidad y su ingenio, pero no sentía el menor interés por Akma. Sólo trataba de conseguir que Akma traicionara a su familia. Por eso insistía en hablar así de su padre, tildándolo de traidor. Para que Akma se alzara contra los suyos.

Eso sería como… como hacerse amigo de un cavador. Era antinatural e indigno, y Akma comprendía que Didul era como un jaguar, astuto y cruel. Era atractivo y bello, pero te tumbaba de un zarpazo si te acercabas demasiado.

—No tengo hambre —dijo Akma.

—Mientes —repuso Muwu.

—No miento —replicó Akma. Pabul se enfrentó a él por primera vez.

—No contradigas a mi hermano —dijo. La voz era neutra, pero la amenaza era inequívoca.

—Sólo he dicho que no mentía —puntualizó Akma.

—Pero mientes —dijo Didul jovialmente—. Te estás muriendo de hambre. Las costillas te sobresalen tanto que te podrías cortar con ellas. —Rió satisfecho y le ofreció una torta de maíz—. ¿No eres mi amigo, Akma?

—No —negó Akma—. Y tú tampoco eres mi amigo. Sólo has venido a verme porque te ha enviado tu padre. Udad se rió de su hermano.

—Vaya, eres listo, Didul. Asegurabas que podías hacerte amigo suyo, que lo conquistarías el primer día. Bien, te ha calado enseguida.

Didul le puso mala cara.

—No habría sido así si supieras callarte. Akma perdió los estribos.

—¿Todo esto era un juego?

—Siéntate —dijo Pabul.

—No —se negó Akma. Muwu rió entre dientes.

—Rómpele la pierna, Pabul, como hiciste con aquel otro.

Pabul miró a Akma como si se lo pensara.

Akma quería suplicarle, rogarle que no le hiciera daño. Pero sabía por instinto que no podía mostrarse débil frente a una persona de esa clase. ¿Acaso su padre no se había enfrentado al mismísimo Pabulog sin pestañear?

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