—Idos —dijo sin hacer siquiera un movimiento.
—Me habéis hecho llamar.
—No sabía lo que hacía. Es un asunto entre yo y… Idos.
Su voz carecía de cualquier expresión y necesité todo mi escaso coraje para hacerle cara y decir:
—Presumo que vuestro receptor habrá grabado el mensaje como de costumbre…
—Sí, sin duda. Mejor borrarlo.
—No.
Levantó hacia mí su gris mirada. Me recordó la de un lobo que había visto en una trampa y los ojos de la multitud que se aprestaba a matarlo.
—No querría haceros daño, hermano Parvus —dijo.
—Entonces, no me lo hagáis —respondí bruscamente, agachándome para pulsar el botón que repetía los mensajes.
Sir Roger pareció reunir todas sus fuerzas, como si se recuperase de un inmenso cansancio.
—Si oís el mensaje, habré de mataros para salvar mi honor.
Pensé en mi infancia. Recordé que solía emplear palabras cortas y concretas, muy inglesas, en tales casos. Elegí una y se la espeté. Con el rabillo del ojo, en cuclillas delante de los cuadrantes, vi cómo caía su mandíbula. Se hundió en el sillón. Para poner más énfasis, dije algo más en inglés.
—Vuestra felicidad es la seguridad de los vuestros —le aseguré—. No podéis juzgar ecuánimemente algo que os quebrante en tan gran medida. Quedaos sentado y dejadme escuchar.
Se encogió. Moví un interruptor. El rostro de sir Owain saltó a la pantalla. Vi que su rostro se mostraba desfigurado, que era de belleza menos aparente y que tenía los ojos secos y ardientes a causa de la fiebre.
No puedo recordar las palabras que empleó, pero carecen de importancia. Le decía a su señor lo que había pasado. Que se encontraba en el espacio a bordo de una nave robada. Que se había acercado a Nueva Avalon para enviar su mensaje y que había huido tras hablar. No cabía esperanza alguna de encontrarle en aquella inmensidad. Si nos rendíamos, decía, arreglaría las cosas para que llevasen a los nuestros hasta la Tierra; Branithar aseguraba que el emperador de Wersgor prometería no atacar nuestro planeta. Si no nos entregábamos, el renegado acudiría a Wersgorixan y revelaría toda la verdad sobre nosotros. En ese caso, si era necesario, el enemigo reclutaría los mercenarios suficientes, bien franceses, bien sarracenos, para destruirnos. Pero era probable que la desmoralización de nuestros aliados cuando se enterasen de nuestra debilidad bastase para hacerles pactar con el enemigo. En todo caso, sir Roger no volvería a ver ni a su mujer ni a sus hijos.
Lady Catalina apareció en la pantalla. Me acuerdo de sus palabras, pero prefiero no consignarlas aquí. Cuando el mensaje terminó, yo mismo borré la grabación.
Mi señor y yo nos quedamos en silencio durante un instante.
—¿Y bien? —preguntó con la voz de un viejo.
Mantuve la vista clavada en mis pies.
—Montbelle dice que volverán a estar al alcance de nuestras comunicaciones mañana a determinada hora para saber vuestra decisión —rezongué—. Podríamos enviar muchas naves sin tripulantes, cargadas de explosivos provistos de nariz magnética (así es como comprendía el invento) y capaces de seguir el rayo de la máquina de hablar a distancia. Podríamos destruirle.
—Ya habéis exigido mucho de mí, hermano Parvus —dijo sir Roger; seguía hablando con una voz muerta—. No me pidáis que asesine a mi mujer y a mis hijos… y que mueran sin confesión.
—Sí. ¿No podríamos capturar el navío? No —respondí yo mismo—. Es una imposibilidad práctica. Un solo disparo a cierta distancia de un navío tan pequeño bastaría para convertirlo en polvo y era imposible intentar alcanzar sólo los motores. Si el daño no fuese de importancia, huiría a mayor velocidad que la luz.
El barón alzó hacia mí un rostro que parecía una máscara inmóvil.
—Pase lo que pase, nadie debe saber el papel de mi dama en este asunto. ¿Me habéis comprendido? Ha de tener el alma destrozada. Quizá un demonio se haya apoderado de su mente. Está poseída.
Le miré con acrecentada piedad.
—Sois demasiado valiente para ocultaros detrás de tales tonterías —le dije.
—Entonces, ¿qué puedo hacer? —gruñó.
—Podéis combatir…
—Si Montbelle llega a Wersgorixan, sin esperanza…
—O aceptar sus condiciones.
—¿Y durante cuánto tiempo creéis que los rostros azules dejarían en paz a la Tierra?
—Sir Owain debe tener alguna razón para creerles —adelanté con precaución.
—Es un loco, un imbécil —Sir Roger golpeó con el puño en el brazo del sillón; se incorporó y la dureza de su voz fue para mí como una pobre muestra de esperanza—. O un negro Judas que quiere convertirse en virrey después de la conquista. ¿No veis que los wersgorix tendrán que invadir nuestro planeta por más motivos que por el aumento de sus territorios? Nuestra propia raza ha demostrado ser mortalmente peligrosa para ellos. De momento, en nuestro Mundo, los hombres no tienen defensa. Pero dadles algunos siglos para prepararse y podrían construir sus propios navíos del espacio y conquistar el Universo.
—Los wersgorix han sufrido mucho con esta guerra —intenté decir, débilmente—. Les hará falta mucho tiempo para recuperar lo perdido, aunque nuestros aliados renuncien a todos los mundos conquistados. Quizá encontrasen más cómodo dejar en paz a la Tierra durante uno o dos siglos.
—¿Hasta que todos hayamos muerto y estemos seguros? —Sir Roger sacudió la cabeza, agotado—. Esa es la mayor tentación. El mejor modo de comprarnos. Pero, si traicionamos a los niños que aún no han nacido, ¿no mereceríamos arder en el Infierno?
—Quizá es lo mejor que podemos hacer por nuestra raza —expresé—. Lo que no está en nuestro poder se encuentra en manos de Dios.
—No, no, no —se retorció las manos—. No puedo. Mejor morir ahora como hombres… Pero, Catalina…
Tras un pesado silencio, dije:
—Quizá no sea tarde para persuadir a Owain de que renuncie a su plan. Un alma nunca se pierde irremisiblemente mientras queda un instante de vida. Podríais apelar a su honor, mostrarle lo insensato que es contar con las promesas wersgor u ofrecerle el perdón y un alto rango…
—¿Y lo ocurrido con mi esposa? —preguntó, tenso.
Pero, tras un instante, añadió:
—Podríamos intentarlo. Pero preferiría hacer estallar su diabólico cerebro. Pero, quizá… una conversación… Intentaré mostrarme humilde, rebajarme… ¿Me ayudaréis, hermano Parvus? No quiero maldecirle ni injuriarle. ¿Intentaréis dar fuerza a mi alma? ¿Os atreveréis a darme valor?
Salimos de Nueva Avalon al día siguiente.
Sir Roger y yo partimos solos a bordo de un minúsculo barco de salvamento espacial, sin armas. Nosotros mismos éramos más fuertes. Yo, como de costumbre, vestía la sotana y el rosario, nada más. El barón llevaba un jubón y calzas de colono, pero también portaba espada, daga y espuelas de oro en el calzado. Su corpachón se sentaba en la silla del piloto como si se tratase de una silla de montar, pero sus ojos, levantados hacia el cielo, eran como el cielo de una tormenta invernal.
Les dijimos a los capitanes que íbamos a realizar un vuelo muy breve para ver algo especial traído por sir Owain. El campamento olió la mentira y accedió de mal grado. John el Rojo rompió dos bastones repujados de hierro antes de restaurar el orden. Cuando embarcamos, me pareció de golpe que nuestra empresa conducía a un estancamiento. Los hombres se mantenían en calma, sentados ante sus tiendas. Era una tarde sin viento y las banderas colgaban inmóviles de los mástiles; percibí hasta qué punto se veían descoloridas y desgarradas.
Nuestro barco hendió el cielo azul y penetró en la obscuridad como cuando a Lucifer lo expulsaron del Paraíso. Vi brevemente un navío de combate que patrullaba en órbita y me habría reconfortado sentir aquellos cañones a mis espaldas para protegerme. Pero no podíamos llevar otra cosa que un esquife indefenso. Sir Owain había sido categórico en aquel punto cuando estuvimos hablando por segunda vez a través de la distancia.
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