Poul Anderson - La gran cruzada

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Poul Anderson, gran amante de las justas y torneos medievales, ha querido dar un homenaje a una de sus pasiones, la época medieval, escribiendo una singular space opera ambientada en dicho período.
Sir Roger está preparándose para partir a luchar en Tierra Santa, cuando un gigantesco ingenio volador
por extraños seres de intenciones poco amistosas aterriza en sus tierras.
Los visitantes esperaban que su superioridad tecnológica les diera una victoria fácil, pero iban a descubrir que un ejército primitivo posee recursos inesperados. Los contrastes entre la mentalidad civilizada de los alienÌgenas y la mentalidad medieval de los cruzados proporciona muchos momentos francamente divertidos.

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Al fin, dio a su pueblo, cada vez más vacío, algunas explicaciones: tenía que reunirse con su señor durante un tiempo. Embarcó con sus hijos y dos sirvientas. Sir Owain había aprendido lo suficiente del arte de la navegación celeste como para dirigir el navío hacia un destino concreto y conocido —sólo tenía que apretar estos y aquellos botones—, de modo que podía ir con ella sin más preámbulos. La noche precedente, había hecho subir a escondidas a los wersgorix: Branithar, el médico, el piloto, el navegante y dos soldados expertos en el empleo de las bombardas que erizaban el casco.

Las armas resultaban inutilizables desde el interior del navío. Owain y Catalina eran los únicos que portaban fusiles. En el cofre de ropa de sus aposentos se ocultaban otras armas de mano, y ante el cofre siempre se encontraba una sirvienta. Las dos mujeres se aterraban ante los rostros azules; sólo uno intentó acercarse a por un arma, pero sus gritos llamaron la atención de sir Owain, que no tardó en aparecer.

Sin embargo, el caballero y la dama no podían dejar de vigilar a sus socios. Branithar, evidentemente, habría podido dirigir el navío hacia Wersgonxan y decir a su emperador dónde se encontraba la Tierra. Con toda Inglaterra de rehén, sir Roger se habría tenido que rendir. El mero conocimiento del hecho de que no pertenecíamos a una gran civilización que sabía navegar por el espacio, sino que más bien éramos una congregación de sencillos e inocentes cristianos, pobres corderos conducidos hacia el matadero, habría reconfortado y animado a los wersgorix y desmoralizado a nuestros aliados, de modo que no podían consentir bajo ningún concepto que Branithar pudiera comunicar en secreto con su mundo.

No antes de que los planes de sir Owain hubieran fructificado. Y quizá nunca. Estoy seguro de que el propio Branithar preveía un momento de embarazo cuando hubiera dejado a sus camaradas humanos en tierra inglesa. Y, sin duda alguna, tenía algún plan tortuoso en mente para impedirlo. De momento, no obstante, sus intereses corrían paralelos.

Estas consideraciones acallarán ciertas cínicas historias acerca de lady Catalina. Sir Owain y ella no se atrevían a velar nunca al mismo tiempo. Habían de estar continuamente en guardia, empuñando las armas, para no correr el riesgo de ser capturados por la tripulación, de tal modo que tuvieron las mejores carabinas del Mundo. La baronesa no tuvo ocasión de comportarse mal. Habría podido flaquear por la turbación y el miedo, pero nunca fue infiel.

Sir Owain pensaba que las indicaciones dadas por Branithar eran exactas, pues confiaba en su interés común por el buen término del plan, pero insistió en recibir pruebas. El navío voló durante diez días por la región designada del espacio. Durante otras dos semanas, vagaron y examinaron diferentes estrellas de utilidad. No intentaré relatar en esta crónica lo que sintieron los humanos cuando las constelaciones empezaron a resultar familiares y en lo alto de los cielos pudieron percibir, durante un instante, los estandartes flotando al viento sobre el castillo que se alzaba en los blancos acantilados de Dover. Creo que nunca lo mencionarán.

Su navío salió de la atmósfera con largos silbidos agudos y volvió a ponerse en marcha hacia las hostiles estrellas.

Capítulo 20

Sir Roger estableció su cuartel general en el planeta que denominamos Nueva Avalón. Los nuestros necesitaban reposo y él, tiempo para arreglar muchas cuestiones. Tenía que asegurarse del poder necesario para poder guardar el vastísimo reino que había caído en sus manos. El barón emprendió, igualmente, conversaciones secretas con el gobernador wersgor de un grupo de estrellas que quería ceder su jurisdicción a cambio de vituallas y garantías suficientes. El trato se cerraba lentamente, pero sir Roger confiaba en los resultados.

—Por aquí, apenas saben cómo encontrar y utilizar a los traidores —observó un día en mi presencia—, de modo que puedo comprar a ese cara azul por menos de lo que vale una ciudad italiana. Nuestros aliados nunca habían intentado hacerlo, pues se imaginaban que la nación Wersgor era tan sólida como las suyas. Y, sin embargo, ¿no era lógico que tan vastos dominios separados unos de otros por días y semanas de viaje fuesen parecidos a los países europeos? Aunque quizá sean más corruptibles…

—Naturalmente, pues no poseen la fe verdadera —dije.

—Hum, sí, sin lugar a dudas… Aunque nunca me he encontrado con ningún cristiano que rechazase un frasco de vino por razones religiosas.

Lo que quería decir es que el gobierno wersgor no pide ni fe ni homenaje alguno.

Sea como fuese, disfrutamos de algunos instantes de paz, acampados en un valle bajo acantilados de vertiginosa altura. Una cascada caía recta como una flecha en un lago más claro que el cristal, totalmente rodeado de árboles. Nuestro campamento inglés, desordenado, ruidoso, no conseguía romper tanta belleza.

Me encontraba yo sentado en una silla rústica plantada ante mi tiendecilla. Había abandonado por el momento mis difíciles estudios y me entregaba a la lectura de un libro muy apreciado entre nosotros, una incansable crónica de los milagros de san Cosme. Oía, desde muy lejos, los sonidos producidos por los ejercicios de tiro, los silbidos de los arcos, el alegre estrépito de la esgrima con bastón. Casi estaba dormido cuando un ruido de pasos apresurados me sobresaltó.

Parpadeé y vi ante mí a un escudero del barón, de aspecto aterrado.

—¡Hermano Parvus! ¡En el nombre de Dios, venid inmediatamente!

—¡Eh… qué…! —exclamé, somnoliento.

—Todo ha terminado —gimió.

—Me levanté la sotana y corrí tras él. La luz del sol, los maravillosos prados floridos, los cantos de los pájaros, todo aquello me pareció de repente muy lejano. No oía otra cosa que los sordos latidos de mi corazón al descubrir lo débiles y lo lejos que estábamos del hogar.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé —respondió el escudero—. Ha llegado un mensaje por el hablador de distancia, enviado desde el espacio por uno de nuestros patrulleros. Sir Owain Montbelle ha pedido hablar en privado con el barón. No sé lo que se habrán transmitido mediante las ondas. Pero sir Roger ha vuelto tambaleándose como si se hubiera quedado ciego y ha rugido que fuesen a por vos. ¡Oh, hermano Parvus, era un espectáculo horrible!

Me dije que nada quedaba sino rezar, si la fuerza y la inteligencia del barón no podían ya sostenernos. Y me apiadé de él plenamente. Había soportado demasiadas cosas durante mucho tiempo sin un alma amiga que le ayudase a llevar su cruz. Ojalá le apoyen todos los santos valientes, rogué.

John Hameward el Rojo montaba guardia ante el refugio portátil, regalo de los jairs. Vio a su amo volver en terrible estado y se apresuró a regresar él mismo del campo de tiro. Con el arco en la mano, aullaba a la multitud que se apretujaba a su alrededor, murmurando:

—¡Idos! ¡Volved a vuestros puestos! ¡Por los clavos de Cristo, atravesaré al primer miserable que ose importunar a mi señor y le romperé el cuello al segundo! ¡Idos! ¡Atrás!

Aparté al gigante y entré. En el refugio hacía calor. La luz del sol se filtraba a través de sus paredes traslúcidas con un color casi cegador. La alcoba estaba amueblada con cosas que eran casi todas nuestras, cuero, tapices, armaduras. Pero, en una estantería, se veían artefactos de naturaleza extranjera, y un gran aparato de hablar a distancia estaba colocado en el suelo.

Sir Roger se encontraba en un sillón, con el mentón clavado en el pecho y sus grandes manos colgándole entre las piernas. Me acerqué a él sin hacer ruido y apoyé una mano en su hombro.

—¿Qué pasa, sire? —pregunté con tanta suavidad como pude.

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