Kate Wilhelm - Donde solían cantar los dulces pájaros

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La posibilidad de producir un gran número de individuos a partir de un mismo material genético (clonación) no es nueva ni en el campo de la investigación científica ni en el de la ciencia ficción.
Pero faltaba una obra que hiciera con el tema de los clones lo que un Asimov y un Lem con la robótica o un Van Vogt y un Kuttner con la telepatía: llevar a cabo su sociología novelada, analizar con detalle la nueva cultura a la que podrían dar lugar.
Y eso es precisamente lo que hace Kate Wilhelm en
, premio Hugo a la mejor novela de 1977, y llamada a convertirse en un clásico del género, en la medida en que da cumplida expresión, consolidando, a uno de sus temas más inquietantes.

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—Debemos estar cerca de la confluencia de las dos ramas del Shenandoah —dijo Molly, volviéndose para mirar los farallones—. Probablemente a unos tres kilómetros como máximo, en aquella dirección.

Señaló el farallón que había detrás de ambos.

Lewis asintió.

—Tendremos que retroceder hasta que encontremos un lugar que permita sacar la barca del agua, e ir por tierra.

Molly consultó su mapa.

—Mira este camino. Aquí llega casi hasta el río, luego pasa por un par de colinas y después vuelve al río. Podremos sobrepasar la cascada. A este lado sólo hay farallones, desde aquí a la rama norte. Ni camino, ni sendero ni nada.

Lewis ordenó almorzar y después de comer y descansar invirtieron la dirección de la barca y comenzaron a remar contra la corriente, manteniéndose cerca de la costa, tratando de encontrar el camino. La corriente era rápida, y por primera vez se apercibieron de que el camino de vuelta, luchando contra la corriente, sería muy duro.

Molly descubrió el lugar por donde pasaba el viejo camino entre dos colinas. Se acercaron y encontraron un sitio donde la barca podía ser sacada del agua y preparada para un recorrido por tierra. Habían traído ruedas y ejes y hachas para cortar árboles y hacer un carretón, y cuatro de los hermanos comenzaron a desempacar lo que necesitaban.

Cuidadosamente doblados aparecieron gruesos pantalones largos y camisas de manga larga y botas, protección contra los rasguños más que contra el frío, que no esperaban durante el viaje. Molly y Lewis se cambiaron rápidamente y se alejaron buscando la mejor manera de llegar hasta el camino por el monte bajo.

Esa noche tendrían que dormir en el bosque, pensó Nolly de pronto, y sintió un estremecimiento. Sus hermanas levantarían la mirada de su trabajo, inquietas, se mirarían y volverían a su tarea sin muchas ganas, tocadas por el mismo temor que ella sentía. Si hubiese estado a su alcance habrían acudido, incapaces de explicar por qué, pero impulsadas por una fuerza irresistible.

Tuvieron que volver atrás varias veces antes de encontrar la forma de llevar la barca hasta el camino. Cuando volvieron al río, los otros ya habían preparado el carretón y la barca estaba atada encima. Habían encendido fuego y estaban calentando agua para el té. Ahora todos llevaban pantalones largos y botas.

—No podemos detenernos —dijo Lewis impaciente, mirando el fuego—. Nos quedan cuatro horas hasta la noche y tendríamos que llegar hasta el camino y acampar antes.

Ben dijo con calma:

—Podemos empezar mientras Molly bebe el té y come queso. Está fatigada y debe descansar.

Ben era el médico. Lewis se encogió de hombros.

Molly los observó mientras se colocaban los arneses. Sostenía un jarro de té y un pedazo de queso color marfil antiguo, y a sus pies el fuego se estaba apagando. Se alejó un poco; sentía calor con los pantalones gruesos y la camisa. Estaban empezando a mover la barca, cuatro tirando juntos, Thomas empujando desde atrás. La miró y sonrió y la barca pasó por encima de una piedra, se levantó y siguió su camino hacia la izquierda y hacia arriba.

Molly llevó el té y el queso hasta la orilla del río, se quitó las botas y se sentó, metiendo los pies en el agua tibia. Había una razón para que cada uno de ellos hiciese este viaje; lo sabía y no se sentía superflua. Las hermanas Miriam eran las únicas que podían recordar y reproducir exactamente lo que veían. Desde su primera infancia habían sido adiestradas para desarrollar ese don. Era lamentable que las hermanas Miriam fueran menudas; había sido elegida sólo por esa habilidad, no por su fuerza u otras posibilidades, como los hermanos, pero nadie dudaba de que era tan necesaria como cualquier otro.

El agua parecía más fresca ahora y comenzó a quitarse la ropa. Entró en el río y nadó, dejando que el agua fluyera por sus cabellos, lavara su piel, la tranquilizara. Cuando salió, el fuego estaba casi agotado, y usando su jarro lo apagó cuidadosamente, volvió a vestirse y luego comenzó a seguir la huella dejada por los hermanos y la pesada barca.

De pronto, y sin advertencia alguna, sintió que estaba siendo observada. Se detuvo, escuchando, tratando de ver algo en el bosque, pero no había más sonido entre los árboles que el murmullo de las hojas en lo alto. Se dio la vuelta. Respiró hondo y echó a andar nuevamente. No era miedo, se dijo firmemente, y se apresuró. No había nada que temer. Ningún animal, nada. Sólo los insectos que cavaban habían sobrevivido: hormigas, termitas… Trató de seguir pensando en hormigas…, ahora eran las polinizadoras…, y se descubrió mirando una y otra vez hacia los árboles que ondulaban.

El calor era opresivo y parecía que los árboles se iban acercando, acercando, aunque nunca estaban más cerca. Era que estaba sola, por primera vez en su vida, se dijo. Realmente sola, inalcanzable, intocable. Era la soledad lo que la obligaba a correr entre las matas aplastadas y cortadas. Y pensó: por eso los hombres se volvían locos en los siglos pasados. Se volvían locos de soledad, por no conocer el consuelo de hermanos y hermanas que eran un solo ser, con los mismos pensamientos, las mismas alegrías, los mismos deseos.

Estaba corriendo, jadeante, y se obligó a detenerse y respirar hondo unos minutos. Se apoyó contra un árbol y aguardó hasta que su pulso se aquietó. Después empezó a andar de nuevo, a buen paso pero sin permitirse correr. Pero hasta que no vio a los hermanos su miedo no desapareció.

Esa noche acamparon en medio del deteriorado camino, en lo más profundo del bosque. Los árboles se cerraban encima de ellos, borrando el cielo, y su pequeña hoguera parecía débil y pálida en la inmensa oscuridad que los oprimía desde todos lados. Molly yacía rígida, quieta, tratando de oír algo, cualquier cosa, un sonido que dijera que no estaban solos en el mundo, que ella no estaba sola en el mundo. Pero no hubo ningún sonido.

La tarde siguiente Molly dibujó a los hermanos. Estaba sentada sola, disfrutando del sol y el agua que se había vuelto calma y profunda. Pensó en los hermanos, en cuan diferentes eran unos de otros, y sus dedos empezaron a dibujarlos de una manera en que nunca había dibujado antes, que nunca había visto.

Le gustaba el aspecto de Thomas. Sus músculos eran largos y suaves, sus pómulos altos y prominentes dividían netamente su cara. Dibujó su cara usando sólo líneas rectas que sugerían los planos de sus mejillas, la nariz estrecha y larga, el mentón puntiagudo. Parecía joven, más joven que las hermanas Miriam, aunque tenían diecinueve años y él veintiuno.

Cerró los ojos y visualizó a Lewis. Muy alto, más de un metro ochenta. Muy fornido. Dibujó una forma parecida a una roca, una cabeza larga y una cara que parecía fluir, redonda, carnuda, sin armazón óseo visible, salvo por su gran nariz. La nariz no le satisfizo. Cerró los ojos y después de un momento borró la que había dibujado y puso otra ligeramente desviada y un poco ganchuda. Todo era demasiado exagerado, lo sabía, pero, de algún modo, al exagerar lo había retratado.

Harvey era alto y más bien delgado. Y con pies grandes y largos, pensó, sonriendo a la figura que surgía en su cuaderno. Manos grandes, ojos redondos como sortijas. Uno sabía, pensó, que tenía que ser torpe, tropezar, tirar cosas.

Jed era fácil. Redondo; cada línea era una curva. Manos pequeñas, casi delicadas, huesos pequeños. Rasgos pequeños centrados en la cara, demasiado juntos.

Ben era el más difícil. Bien proporcionado, salvo por la cabeza, más grande que la de los demás; no era tan musculoso como Thomas. Y su cara era meramente una cara, no tenía ningún rasgo marcado. Dibujó sus cejas más espesas de lo que eran y le hizo entornar los ojos, como hacía cuando escuchaba con atención. Estudió el dibujo con los ojos entrecerrados. No estaba bien. Demasiado duro. Demasiado firme, demasiada personalidad, pensó. Dentro de diez años se parecería más al dibujo que ahora.

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