—Harvey no me preocupa —dijo Lewis.
—Ya lo sé. No sé si Thomas podrá volver. Anoche le di tranquilizantes con la cena. No sé qué puede pasar de un día al siguiente.
—No podemos arrastrar un peso muerto hasta casa —dijo Lewis, ceñudo—. Aun con un racionamiento estricto, tendremos problemas con la comida. Aunque esté tranquilizado tendrá que comer, y alguien remará en su lugar…
—Lo llevaremos de vuelta —dijo Ben y, súbitamente, se hizo cargo del mando—. Necesitaremos estudiarlo, aunque tengamos que llevarlo con un chaleco de fuerza.
Durante un momento, ambos guardaron silencio.
—Es la separación, ¿verdad? —Lewis miró hacia el sur, hacia el hogar—. Nadie previo algo así. ¡No somos como ellos! Tendremos que destruir el pasado, los libros de historia, todo. Nadie previo esto. Si volvemos, tendremos que hacerles entender lo que nos sucede cuando nos alejamos de los nuestros.
—Volveremos —dijo Ben—. Y por eso necesito a Thomas. ¿Quién podría haber previsto esto? Ahora que tenemos consciencia de que somos muy distintos de ellos, investigaremos más. Me pregunto qué otras diferencias inesperadas pueden aparecer.
Lewis se puso en pie.
— ¿Volvemos?
—Iré dentro de un minuto.
Vio cómo Lewis se deslizaba por la pendiente y entraba en la barca; luego volvió a mirar el cielo. Los hombres habían subido allí, pensó admirado, y no entendía para qué. Solos o en grupos pequeños, habían ido a tierras desconocidas, cruzado anchos mares, trepado a montañas que ningún pie humano había hollado. Y no entendía para qué habían hecho esas cosas. ¿Qué impulso los había alejado de los suyos para perecer solos o rodeados de extraños? Todas las casas derruidas que habían visto, como la vieja granja Sumner en el valle, diseñadas para una, dos, tres personas, donde vivía tan poca gente, que se aislaba deliberadamente de los suyos. ¿Por qué?
La familia usaba el aislamiento como castigo. Un niño desobediente a quien se dejaba solo en una habitación pequeña durante diez minutos, emergía arrepentido, sin traza de rebeldía. Habían utilizado el aislamiento para castigar a David. Los doctores conocían la historia completa de los últimos meses que David había pasado entre ellos. Cuando se transformó en una amenaza lo habían aislado de forma permanente. Un castigo terrible. Y sin embargo, esos otros hombres del distante pasado habían buscado la soledad y Ben no entendía por qué.
Hacía dos días que estaba lloviendo; el viento soplaba a treinta nudos y aumentaba.
—Tendremos que sacar la barca del agua —dijo Lewis.
Habían cubierto la barca con telas enceradas, pero el agua se filtraba y de vez en cuando una ola reventaba contra la quilla y entraba. Con más y más frecuencia, cosas pesadas rozaban el casco y lo golpeaban.
Molly bombeaba y visualizaba el río detrás de ellos. Hacía unas horas habían visto un banco; desde entonces no habían encontrado un lugar donde desembarcar a salvo.
—Una hora —dijo Lewis, como si respondiera a sus pensamientos—. En una hora podríamos volver a ese banco.
— ¡No podemos quedarnos aquí! —Le respondió Harvey—. ¡No seas idiota! ¡Nos vamos a hundir!
— ¡No volveré!
— ¿Qué te parece, Ben? —preguntó Lewis.
Estaban apiñados en la proa; Molly estaba en la parte central, dándole a la bomba, tratando de olvidar sus músculos doloridos. La barca se estremeció con un nuevo impacto y Ben asintió.
—No podemos quedarnos aquí. Tampoco será un paseo volver a bajar.
—Intentémoslo —dijo Lewis, poniéndose en pie.
Estaban todos mojados, tenían frío y sentían miedo. Tenían a la vista los remolinos del Shenandoah, donde desembocaba en el Potomac, y esos mismos remolinos que casi los habían hundido en la primera etapa del viaje, ahora amenazaban con partir la barca en dos.
No podrían acercarse al Shenandoah hasta que la inundación cesara.
—Thomas, releva a Molly en la bomba. Y recuerda, Thomas, ¡no pienses en nada más que en bombear! ¡Y sigue haciéndolo!
Molly se puso de pie y siguió achicando hasta que Thomas estuvo en su sitio, pronto para continuar sin interrupción. Cuando se dirigió al remo de popa, Lewis dijo: —Ve a proa.
Volvieron a colocar los remos; la lluvia los golpeaba y Thomas le dio a la bomba con más fuerza. El agua les mojaba los pies, y cuando soltaron las amarras la barca se inclinó. El agua que había dentro se balanceaba.
— ¡Tronco! ¡Viene muy rápido! ¡A las ocho! —gritó Molly.
La barca viró y se lanzó hacia adelante y se deslizaba por el río, yendo más rápido que el tronco, que había quedado a su izquierda.
— ¡Tocón! ¡A las doce! ¡Veinte metros!
Molly apenas tuvo tiempo de gritar las palabras. Se desviaron a la izquierda y pasaron volando junto al tocón. La inundación lo había cambiado todo. El tocón estaba en tierra cuando habían pasado por allí. La corriente ganaba fuerza y lucharon para no desviarse.
— ¡Árbol! ¡A la una! ¡Veinte metros!
Viraron de nuevo y ahora el tronco que los seguía se acercó peligrosamente.
— ¡Tronco! ¡A las nueve! ¡Tres metros!
Y así siguieron en la cegadora lluvia, corriendo ante una costa recién creada, manteniéndose emparejados con el enorme tronco que giraba a su lado. Súbitamente, Molly vio el banco y gritó: — ¡Tierra! ¡A las dos! ¡Veinte metros!
Se dirigieron directamente a la costa. La barca se arrastró sobre algo que estaba oculto en las aguas barrosas y la parte delantera giró nuevamente hacia el río. Se balanceó violentamente y el agua entró por la borda. Lewis y Ben saltaron rápidamente y con el agua hasta el pecho vadearon hasta la costa, arrastrando la barca, que se deslizó sobre el barro y las piedras, y entonces los demás saltaron al agua y la arrastraron más arriba, hasta que quedó en seco, torcida pero a salvo, por el momento.
Molly se tendió en el lodo, jadeando, hasta que Lewis dijo: —Tenemos que llevarla más arriba. El río está subiendo.
Llovió toda la noche y tuvieron que mover la barca por segunda vez. Luego la lluvia paró y salió el sol, y esa noche heló.
Ben volvió a disminuir las raciones. La tormenta les había costado cinco días más, y como el río corría más rápido cuando volvieron a él, su progreso era más lento que nunca.
Thomas era el que estaba peor, pensó Ben. Estaba encerrado en sí mismo, hundido en una depresión de la que nadie podía sacarlo. Jed era quien lo seguía. Con el tiempo, sin duda, sus síntomas serían tan graves como los de Thomas. Harvey estaba irritable; se había vuelto taciturno y desconfiaba de todos. Sospechaba que Ben y Lewis robaban alimentos y los vigilaba atentamente a la hora de la comida. Molly estaba demacrada y parecía embrujada; sus ojos iban siempre hacia el sur, hacia el hogar, y parecía estar escuchando, siempre escuchando. Lewis se dedicaba a preservar la barca, pero cuando dejaba de trabajar su gran cara tenía la misma expresión: escuchaba, vigilaba, aguardaba. Ben no podía juzgar sus propios cambios. Pero sabía que existían. A menudo levantaba bruscamente los ojos, seguro de que alguien había pronunciado suavemente su nombre, pero no había nadie cerca, nadie le prestaba atención. A veces tenía la sensación de que existía un peligro que no veía, algo suspendido sobre él que le hacía mirar al cielo, buscar en los árboles. Pero nunca pudo ver nada…
De pronto se preguntó cuándo se había detenido toda la actividad sexual. En Washington, o inmediatamente después de la partida. Había decidido que así no servía. Era demasiado difícil fingir que los otros hombres eran sus hermanos; finalmente resultaba muy poco satisfactorio. De algún modo, había sido mejor con Molly, aunque no fuera más que porque no había tenido que fingir, pero aun eso había fracasado. Dos personas tratando de transformarse en una, y ninguna de las dos sabía bien qué quería o necesitaba la otra. O quizá el hambre mataba el deseo sexual. Escribió en sus cuadernos de notas.
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