James Morrow - Remolcando a Jehová

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Remolcando a Jehova

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—Sí lo está si Él es ya-sabe-quién —dijo Thomas—. Piénselo. Siempre y cuando Dios se mantuviera distante, su decisión de entrar en el olvido seguiría siendo un secreto. Pero si se encarnaba, venía a la Tierra…

—Perdone —le interrumpió Di Luca—, pero al menos uno de los que estamos sentados a esta mesa cree que ese acontecimiento preciso sucedió hace unos dos mil años.

—Yo también creo que sucedió —siguió Thomas—. Pero la historia sigue adelante, Eminencia. No podemos vivir en el pasado.

Fowler tomó un sorbo de té oolong.

—¿Qué está diciendo exactamente, padre? ¿Está diciendo que se suicidó?

—Sí.

—Caray.

—¿Sabiendo perfectamente que sus ángeles morirían de empatia? —preguntó Van Horne.

—Eso demuestra lo mucho que amaba el mundo —dijo Thomas—. Deseó con todas sus fuerzas dejar de existir y, al mismo tiempo, nos dio una prueba pesada del hecho.

—¿Y dónde está la carta de despedida? —preguntó Fowler.

—Quizá nunca la escribió. Quizá está inscrita en su cuerpo de un modo críptico. —Thomas llenó el tenedor con una imitación de calamares bañados en salsa de judías negras—. No sé ustedes, pero a mí, por lo pronto, me conmueve mucho el desinterés de nuestro Creador.

—Y, yo, por lo pronto, creo que se ha aventurado en exceso —replicó Di Luca, entrecerrando los ojos—. ¿Podría decirnos cómo llegó exactamente a esta curiosa conclusión?

—Deducción jesuítica —respondió Thomas—, combinada con un hecho crucial que me dijo Miguel esta tarde.

—¿Qué hecho?

—Dios nunca pidió que le enterrasen. Los arcángeles actuaron completamente por su cuenta. Miraron hacia abajo, vieron su cuerpo y con las últimas fuerzas que les quedaban le construyeron una tumba.

—Son unos datos bastante exiguos —dijo Di Luca—, para una hipótesis tan arrogante.

Van Horne se lanzó sobre su sucedáneo de pollo Hunan.

—Cuando me llamó por radio desde el Regina, dijo que sabía cuál debía ser nuestro próximo paso.

—Nuestro deber está claro, al menos, eso creo yo —dijo Thomas—, después de cenar, debemos darle la vuelta al Maracaibo y regresar a Svalbard. Volveremos a entrar en la tumba, nos engancharemos al cuerpo otra vez y lo llevaremos a dar un viaje de recorrido por el mundo.

—¿Un qué? —dijo Di Luca.

—Un viaje de recorrido por el mundo.

—Y una mierda —le espetó Fowler.

—¿Ha perdido el juicio? —exclamó Di Luca.

—Visitaremos todos los puertos occidentales importantes, con el cadáver a remolque —insistió Thomas, levantándose de la mesa—. Si el Maracaibo no puede con la carga, presionaremos para que haya un servicio de petroleros por el camino. La noticia llegará antes que nosotros. Podemos contar con la CNN. Sí, seguro, al principio el público reaccionará con rechazo, terror, pena, todo lo que observamos en el Val cuando les explicamos la situación a los marineros, y, sí, a medida que la Idea del Cadáver ejerza su dominio tal vez haya una epidemia de anomia como la que ocurrió en la isla Van Horne, aunque, por supuesto, como el capitán le explicó a Tullio en la sala de oficiales, eso fue principalmente un efecto del contacto prolongado e íntimo con el cuerpo, pero en cualquier caso el imperativo categórico pronto hará efecto y, después, seguirá la euforia. ¿Se dan cuenta? ¿Se imaginan a la muchedumbre emocionada cruzando en estampida las calles de Lisboa, Marsella, Atenas, Napóles y Nueva York, entrando en tropel en el puerto, ansiosa por echar una miradita? La raza humana ha estado esperando una hora así. Puede que no lo sepan, pero han estado esperando. Tocarán orquestas. Ondearán banderas. Vendedores ambulantes pregonarán perritos calientes, palomitas de maíz, camisetas, banderines, adhesivos gigantes, programas de recuerdo. «¡Somos libres!», gritará todo el mundo. «Hoy somos hombres hechos y derechos, hoy somos mujeres hechas y derechas, ¡el universo es nuestro!»

Thomas se sentó y rellenó en silencio una crêpe hojaldrada con pseudo cerdo mu shu.

Fowler dio un resoplido.

Van Horne suspiró.

—Debo decir, profesor —dijo Di Luca—, que ésa es la proposición más ridicula que he oído en mi vida.

A pesar de la profunda falta de respeto de Thomas por Di Luca, el rechazo del cardenal le dolió, cortándole como la reseña negativa que The Christian Century había hecho de La mecánica de la gracia de Dios.

«¿He razonado correctamente?», se preguntó.

—Quiero saber lo que piensan. Me prometí que no continuaría con este plan si no lo apoyaba una mayoría de los que están a la mesa esta noche.

—Le diré lo que opino yo —dijo Fowler—. Si el género humano se entera en masa alguna vez de que Dios Todopoderoso ya no puede empañar un espejo, no tendrá ganas de salir a toda prisa a escalar montañas, tendrá ganas de arrastrarse hasta un agujero y morir.

—Bien dicho, Dra. Fowler —intervino Di Luca.

—Y también creo, como he dicho siempre, también creo que, cuando regrese a la luz del día, instituirá una teocracia tan asfixiante y misógina que hará que la España medieval parezca el show de Phil Donahue.

Thomas mordió un rollito de primavera y señaló con el cabo hacia la hermana Miriam.

—Eso son dos votos contra mi proposición y uno, el mío, a favor.

La monja se dio unos toques en los labios con una servilleta blanca de lino.

—Dios mío, Tom, nos costó tantísimo enterrarle. La idea de deshacer nuestros esfuerzos… es un poco abrumadora. —Se enrolló la mano firmemente con la servilleta, como si estuviera vendando una palma herida—. Pero cuanto más lo pienso, más me doy cuenta de que es probable que tengamos la responsabilidad de compartir el Corpus Dei con el resto de la humanidad. Es lo que Él quería, ¿no?

—Eso hace dos a favor, dos en contra —dijo Thomas—. Depende de usted, capitán.

—Si votas que sí —dijo Fowler—, no te volveré a hablar jamás.

Durante un minuto entero, Van Horne no dijo nada. Se quedó sentando en silencio delante de sus fideos de huevo, peinando distraídamente las hebras amarillo pálido con el tenedor. Thomas se imaginó que veía el funcionamiento del cerebro del capitán, el latido y el brillo de sus cinco mil millones de neuronas.

—Creo…

—¿Sí?

—… que lo consultaré con la almohada.

30 de septiembre.

Noche. Un cielo sin estrellas. Un viento de diez nudos del este.

Así que los ángeles nos mintieron. No, no nos mintieron, exactamente. Se aventuraron más allá de la verdad; permitieron que su dolor oscureciera la voluntad de Dios. Y si Rafael exageraba el caso por una sepultura, quizá también exageraba otras ideas, como que mi padre era el hombre que debía absolverme.

¿Cuando los ángeles fingen, Popeye, en quién puedes confiar?

Navegamos echando humo alrededor de las Hébridas una y otra vez y mi mente tampoco deja de dar vueltas. Veo ambas partes y me está volviendo loco. Si le doy al padre su viaje de recorrido, no será por un beneficio personal. «Exhúmale —me dice Cassie— y me iré de tu vida para siempre».

Aun así, me preguntó si Ockham y la hermana Miriam no tienen razón.

Me pregunto si no le debemos la verdad a nuestra especie.

Me pregunto si oír la mala noticia no sería lo mejor que le haya pasado jamás al Homo sapiens sapiens.

Durante los primeros cuatro años vivieron como campesinos en una casita estrecha que Cassie había estado alquilando en Irvington, pero después de que hicieran fortuna decidieron darse el gusto y se mudaron a la ciudad. A pesar de su nueva riqueza, Cassie conservó su trabajo, explicando obstinadamente la selección natural y otras ideas inquietantes a los estudiantes temerosos de Dios del colegio universitario de Tarrytown mientras Anthony se quedaba en casa y se ocupaba del pequeño Stevie. Mejor no arriesgarse, decidieron. Su dinero podía acabarse antes de lo esperado.

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