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James Morrow: Remolcando a Jehová

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James Morrow Remolcando a Jehová

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I looked over Jordan, an’ what did I see,
Comin’ for to carry me home?
A band of angels comin’ after me,
Comin’ for to carry me home.

—Está bien, profesor Ockham, usted gana —dijo Di Luca, acariciándose la estola—. Esto tenía que ser así, ¿verdad?

—Creo que sí.

Swing low, sweet chariot,
Comin’ for to carry me home…

—Esta noche redactaré una carta. —El cardenal se apoyó en la barandilla del puente para recobrar el equilibrio—. Le diré a Roma que se incineró el cuerpo de acuerdo con los deseos del consistorio y, luego, con el permiso de Van Horne, la enviaré.

—No se moleste —dijo el padre Thomas—. Hace tres horas que le envió un fax al Santo Padre con ese mensaje preciso.

—¿Qué?

—No me gusta la ética situacional más que a usted, Tullio, pero éstos son tiempos difíciles. No cuesta mucho falsificar su firma. Es cuidadosa y clara. Las monjas le enseñaron bien.

If you get there befare I do,
Comin’ for to carry me home,
Jes’ tell my friends that I’m a-comin’ too,
Comin’ for to carry me home.

Cassie no estaba segura de qué aspecto de ese intercambio de palabras la inquietaba más: el descenso del padre Thomas a la conveniencia o comprender que Roma no tenía ninguna intención de acabar el trabajo que Oliver había hecho tan mal.

Swing low, sweet chariot,
Comin’ for to carry me home…

El cardenal frunció el ceño pero no dijo nada. Thomas besó su Biblia. Cassie cerró los ojos, dejando que el espiritual se le enroscara por el alma intranquila y, cuando el último eco de la última sílaba se había apagado, supo que ningún ser, supremo o no, había recibido jamás una despedida más sonora a las puertas oscuras y heladas del olvido.

El Maracaibo navegó hacia el sudeste, chocando contra el océano Ártico a una velocidad rápida de dieciséis nudos mientras se dirigía hacia la costa de Rusia. Para Thomas Ockham, el ambiente a bordo del petrolero era difícil de descifrar. Naturalmente, los marineros estaban encantados de irse a casa, pero debajo de esa felicidad intuía una melancolía profunda y un dolor incomprensible. La noche en que partieron de Kvitoya, unos diez o doce marineros que no estaban de guardia se reunieron en la sala de juegos para una especie de encuentro musical espontáneo y pronto la superestructura entera estaba resonando con canciones como Rock of Ages, Kum-Ba-Yah, Go Down Moses, Amazing Grace, A Mighty Fortress Is Our God y He’s Got the Whole World in His Hands[10] Canciones de índole religiosa. (N. de la T.). Al día siguiente al mediodía, Thomas celebró la misa, como de costumbre, y por primera vez se presentó la friolera del noventa por ciento de los cristianos que estaban libres.

Resultó que el puerto de Murmansk contaba con un atracadero de aguas profundas, el tipo de plataforma que permitía que un petrolero descargara directamente en las tuberías del fondo del mar sin entrar en el puerto. Van Horne organizó la operación por la radio de barco a tierra y, a las cuatro horas de engancharse, habían dejado seco al Maracaibo. Aunque los rusos no entendían por qué la Iglesia Católica les daba treinta y seis millones de litros de petróleo crudo árabe gratis, pronto dejaron de mirarle el dentado al caballo regalado. El invierno se acercaba.

La mañana del 25 de septiembre, cuando el Maracaibo se acercaba a las Hébridas, a Thomas le entraron unas ganas enormes de pensar. Sabía exactamente lo que debía hacer. Al principio del viaje había descubierto que la pasarela central de la superestructura era el lugar perfecto para la meditación, tan propicio para la quietud como la arcada de un monasterio. Una marcha lenta de ida y vuelta a lo largo de la pasarela y había penetrado un gran misterio con eficacia —por qué las ecuaciones existentes de la TDT no contemplaban la gravedad, por qué el universo contenía más materia que antimateria, por qué había muerto Dios—. Una segunda marcha igual, y había generado despiadadamente mil razones para invalidar su respuesta.

Olas altas y picadas rodeaban el Maracaibo. Caminando hacia popa, Thomas se imaginó como Moisés conduciendo a los hebreos fugitivos por la cuenca del Mar Rojo, guiándoles junto a las rocas resbaladizas y a los peces perplejos, un acantilado de agua suspendida elevándose a cada lado. Sin embargo, Thomas no se sentía como Moisés en ese momento. No se sentía como ningún tipo de profeta. Se sentía como el bufón del universo, un hombre que apenas sabía resolver una adivinanza de una caja de comida rápida y mucho menos sacar una Teoría del Todo o descifrar el acertijo del fallecimiento de su Creador.

¿Un asesinato cósmico?

¿Un virus sobrenatural inimaginable?

¿Un corazón roto?

Miró hacia babor.

El barco abandonado llevaba el nombre de Regina Maris: un carguero a la antigua con cabinas de cubierta tanto en medio del barco como en la popa, silencioso en el agua y moviéndose sin rumbo empujado por la corriente a través de la bruma escocesa como una fragata fantasmal de La balada del viejo marinero. A las 1400 Thomas subía por su pasarela, con Marbles Rafferty justo detrás. La niebla fría les envolvía como un manto, convirtiendo su aliento en vapor y poniéndoles la piel de gallina.

Al subir a la cubierta principal, Thomas vio que los mismísimos restos del cielo habían estado incluidos en el viaje desventurado del Regina. Al parecer, lo habían tripulado querubines. Sus cadáveres grises e hinchados estaban por todas partes, decenas de miniángeles regordetes pudriéndose encima del castillo de proa, descomponiéndose junto a los pendolones, supurando en el alcázar. Plumas diminutas bailaban en la brisa del Mar del Norte como copos de nieve.

—Capitán, aquí hay una escena bastante rara —dijo Rafferty por el walkie-talkie—. Unos cuarenta niños con alas en la espalda muertos.

La voz de Van Horne farfulló por el altavoz.

—¿Niños? Dios…

—Déjame hablar con él —insistió Thomas, adueñándose del walkie-talkie—. Niños no, Anthony. Querubines.

—¿Querubines?

—Aja.

—¿No hay supervivientes?

—Creo que no. Es increíble que llegaran tan al norte.

—¿Está pensando lo mismo que yo? —preguntó Van Horne.

—Cuando vienen querubines —dijo Thomas—, los ángeles no pueden estar muy lejos.

Marcado por el óxido, agujereado por la corrosión, el Regina no estaba en mejor condición que su tripulación. Era como si Dios mismo lo hubiera recogido, lo hubiera chupado —haciéndolo chocar contra los colmillos, quemándolo con la saliva—, y luego lo hubiera vuelto a escupir al mar. Thomas se dirigió a la camareta alta de en medio del barco, siguiendo un olor acre y afrutado de tal intensidad que dominaba el hedor de los querubines. La yugular le latía con fuerza. La sangre le palpitaba en los oídos. Siguiendo el aroma bajó por un pasillo húmedo, subió una escalera de cámara estrecha y entró en un camarote lúgubre.

En el mamparo del fondo colgaba la magistral Anunciación de Robert Campin, una copia o el original de los Claustros de Manhattan, el sacerdote no lo sabía con seguridad. Un resplandor de luz tenue emanaba de la litera. Thomas se acercó con el mismo paso respetuoso que había usado tres meses antes al saludar al Papa Inocente XIV.

—¿Quién anda ahí? —preguntó el ángel, apoyándose sobre los codos. Una aureola negra y caída le colgaba del cuello como una correa de ventilador desechada de la isla Van Horne.

—Thomas Ockham, Sociedad de Jesús.

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