James Morrow - Remolcando a Jehová
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- Название:Remolcando a Jehová
- Автор:
- Издательство:Norma
- Жанр:
- Год:2001
- Город:Barcelona
- ISBN:84-8431-322-0
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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—He oído hablar de ti. —La sábana se deslizó hasta el suelo, dejando ver el cuerpo consumido de la criatura. La carne, a pesar de estar agrietada y arenosa, era exquisita a su modo, como papel de lija fabricado para una tarea santa: pulir la Cruz, sacarle brillo al Arca. Un arpa pequeña salvaba el hueco que tenía entre las rodillas nudosas. Las alas, desnudas como las de un murciélago, descansaban sobre montones de plumas mudadas—. Llámame Miguel.
—Es un honor, Miguel. —Thomas apretó ENVIAR—. ¿Anthony?
—¿Sí?
—Teníamos razón. Un ángel.
—El último ángel —dijo con voz áspera Miguel. Su voz tenía un timbre seco y crispado, como si la laringe se le hubiera oxidado junto con el barco.
—¿Puedo hacer algo por ti? —preguntó Thomas, mientras se guardaba el walkie-talkie en el bolsillo de la parka—. ¿Tienes sed?
—Sed. Sí, mucha. Por favor, en la cómoda…
Thomas cruzó el camarote y encontró una botella de cristal de cuatro cámaras con la forma de un corazón humano y llena de agua.
—¿He llegado demasiado tarde? —El ángel levantó el arpa que tenía sobre las rodillas—. ¿Me he perdido su funeral?
—Te lo has perdido, sí. —Apretando la botella contra los labios secos de Miguel, Thomas se dio cuenta de que el ángel estaba ciego. Sus ojos, lechosos e inmóviles, se hallaban en la cabeza como perlas hechas por una ostra en fase terminal—. Lo siento.
—¿Pero ya está a salvo?
—Completamente.
—¿No se descompuso demasiado?
—No demasiado.
—¿Seguía sonriendo?
—Seguía sonriendo.
Miguel puso la mano derecha en el arpa y empezó a tocar de oído el famoso tema para cítara de El tercer hombre.
—¿D-dónde estamos?
—En las Hébridas.
—¿Está cerca de Kvitoya?
—Kvitoya está a tres mil kilómetros de aquí —admitió el sacerdote.
—Entonces ni siquiera conseguiré visitar el cuerpo.
—Es cierto. —La fiebre del ángel era tan intensa que Thomas sentía el calor en las mejillas—. Le construísteis una tumba muy hermosa.
—Así es, ¿verdad? Fue idea mía sepultarle con sus obras maestras. La ballena, la orquídea, el gorrión, la cobra. Nos costó mucho decidir qué incluir. Adabiel hizo todo un discurso a favor de los inventos humanos… argumentaba que eran de Dios por extensión. La rueda, el arado, el vídeo, el clavicémbalo, el béisbol —somos todos seguidores de los Yankees—, pero entonces Zafiel dijo: «Vale, pongamos una Magnum .356» y eso liquidó la cuestión.
Un camarote crepuscular en un carguero abandonado en medio del deprimente Mar del Norte: no era un entorno probable para una revelación, sin embargo eso fue lo que en aquel momento le vino a Thomas Wickliff Ockham, S. J., una revelación, una verdad luminosa que resplandeció por su alma mortal.
—Hay algo que tengo que saber —dijo—. ¿Fue Dios quien solicitó la tumba de Kvitoya? ¿Vino a veros y dijo: «Enterradme en el Ártico»?
Miguel tosió de forma explosiva, salpicando la Anunciación de Campin de gotitas de sangre.
—Atisbamos por encima del borde del cielo. Vimos su cuerpo a la deriva junto a Gabón. Dijimos: «Hay que hacer algo».
—A ver si lo he entendido bien. ¿Él nunca pidió que le enterraran?
—Parecía que era lo correcto —dijo el ángel.
—Pero Él nunca lo pidió.
—No.
—De manera que al enviar su cadáver a la Tierra, ¿podría haber estado pensando en otra cosa en vez de un funeral?
—Es posible.
Era posible. Era probable. Era seguro.
—¿Quieres la extremaunción? —preguntó Thomas—. No tengo crisma, pero hay una tonelada de espuma contra incendios consagrada en el Maracaibo.
Miguel cerró sus ojos sin vida.
—Eso me recuerda un chiste viejo. «¿Sabes hacer agua bendita?» ¿Lo has oído, padre?
—No lo sé.
—«Coges agua estancada y la hierves para que no huela a mil demonios.» ¿Extremaunción? No. Gracias, pero no. Los sacramentos ya no importan. Ya hay muy poco que importe. Ni siquiera me importa si los Yankees están los primeros. ¿Lo están?
Thomas nunca sabría si Miguel oyó la buena noticia, ya que en el instante en que ofreció su respuesta, «Sí, los Yankees aún van los primeros», los ojos del arcángel se licuaron, sus manos se derritieron y su torso se desintegró como la Torre de Babel desmoronándose bajo el aliento debilitado de Dios.
Thomas se quedó mirando la litera, contemplando los restos cenizos de Miguel con una mezcla de incredulidad y sobrecogimiento. Sacó el walkie-talkie. «¿Estás ahí, Anthony?»
—¿Qué está pasando? —preguntó Van Horne.
—Le hemos perdido.
—No me sorprende.
El sacerdote pasó los dedos por las cosas efímeras, suaves y grises del colchón.
—Capitán, creo que tengo la respuesta.
—¿Ha descubierto una TDT?
—Sé por qué murió Dios. No sólo eso, he decidido cuál debería ser nuestro siguiente paso.
—¿Por qué murió?
—Es complicado. Escuche, la cena de esta noche será privada. Sólo invitaré a cuatro personas: usted, Miriam, Di Luca, su novia.
—Sea cual sea su teoría, dudo que mi novia la acepte.
—Por eso exactamente la quiero allí. Si puedo convencer a Cassie Fowler de que hay que desenterrar el cadáver, podré convencer a cualquiera.
—¿Desenterrarlo?
Thomas lió el polvo divino y las plumas santas con la sábana y amarró las esquinas con un nudo retorcido.
—Contésteme, Thomas. ¿Qué quiere decir con «desenterrarlo»?
Por razones que sólo él sabía, Sam Follingsbee prescindió de las provisiones normales del Maracaibo aquella noche y cocinó un abundante buffet chino con lo que quedaba de la carne que habían salvado del Valparaíso antes de que se hundiera. Después de que Thomas bendijera la mesa, él y sus invitados atacaron. Comieron despacio, con reverencia de hecho, incluso la habitualmente sacrilega Cassie Fowler. También Di Luca parecía abordar su comida con piedad, como si de algún modo intuyera la fuente.
Después de tragarse un bocado de mu gu gai pan artificial, Thomas dijo:
—Tengo una teoría que contarles.
—Ha resuelto la gran adivinanza —explicó Van Horne, devorando un won-ton de imitación.
—Empezaré con una pregunta —dijo Thomas—. ¿Cuál es la metáfora más exacta de Dios?
—Amor —dijo la hermana Miriam.
—Inténtenlo otra vez.
—Juez —intervino Di Luca.
—¿Además de eso?
—Creador —propuso Fowler.
—Casi.
—Padre —dijo Van Horne.
Thomas se comió un trozo de buey Szcheuan falso.
—Exacto. Padre. ¿Y cuál dirían que es la obligación primordial de todos los padres?
—Respetar a sus hijos —añadió Van Horne.
—Proporcionarles un amor incondicional —dijo Miriam.
—Una base moral fuerte —propuso Di Luca.
—Darles de comer, vestirles, darles una casa —dijo Fowler.
—Perdónenme, pero creo que están todos equivocados —soltó Thomas—. La obligación primordial es dejar de ser un padre. ¿Me siguen? En algún momento, debe hacerse a un lado para permitir que sus hijos e hijas se hagan adultos. Y eso es precisamente lo que creo que hizo Dios. Se dio cuenta de que nuestra fe constante en Él nos estaba constriñendo, conteniendo, infantilizando, si quieren.
—Ah, ese viejo razonamiento —dijo Di Luca con sorna—. Debo decir que me entristece oírlo de boca del autor de La mecánica de la gracia de Dios.
—Creo que quizá Tom ha dado con algo —dijo Miriam.
—Cómo no —dijo Di Luca.
—Un padre está obligado a hacerse a un lado —continuó Van Horne—. No está obligado a morirse.
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