—No podemos permitir que hagan eso —dijo Dan Forrester. Se inclinó hacia adelante y habló resueltamente. Había olvidado dónde estaba, el largo vagabundeo hacia el norte, tal vez incluso la caída del cometa—. Tenemos que salvar la central. Podemos construir de nuevo una civilización si tenemos electricidad.
—Tiene razón —dijo Rick Delanty—. Es importante...
—También es importante conservar la vida —dijo el senador Jellison—. Pero hemos oído que la Nueva Hermandad tiene más de un millar de hombres, tal vez muchos más. Nosotros podemos disponer de quinientos, y muchos de ellos no estarán bien armados. Pocos tienen alguna clase de instrucción para el combate. Seremos afortunados si podemos salvar este valle.
—Papá —dijo Maureen—. Creo que el doctor Forrester tiene algunas ideas al respecto. Me preguntó sobre... Dan, ¿por qué quería datos sobre disolventes de grasas y tiendas de material para piscinas? ¿En qué pensaba?
Dan Forrester suspiró de nuevo.
—Tal vez no debería sugerir esto. He tenido una idea, pero puede que no les guste.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Al Hardy—. Si sabe algo que puede ayudarnos, dígalo. ¿Qué es ello?
—Bueno, probablemente ya habrán pensado lo mismo —dijo Forrester.
—Maldita sea... —empezó a decir Christopher.
El senador Jellison alzó la mano.
—Créame, doctor Forrester, no va a ofendernos. ¿Qué se le ha ocurrido?
Forrester se encogió de hombros.
—Gas mostaza, bombas de termita, napalm. Y creo que también podríamos fabricar gas nervioso, pero no estoy seguro.
Se hizo un largo silencio, que finalmente rompió el senador Jellison.
—Que los diablos se me lleven —dijo en voz baja y entre dientes, pero todos le oyeron.
El mundo debe llegar a su fin esta noche,
y el Hombre se perderá de vista,
Pero de vez en cuando anhelaremos
las cosas que hemos dejado atrás...
Balada europea, 1000 d. C.
Tim Hamner terminó su cena mientras Eileen llenaba una mochila con prendas de vestir. Soplaba un fuerte viento frío procedente de la Sierra, un viento cargado de cellisca que se abatía contra la cabaña, pero no encontraba ningún resquicio por donde colarse. La pequeña lámpara de keroseno de Eileen emitía un resplandor cálido, y la estufa mantenía la cocina caliente y seca. Por el momento, Tim se sentía tranquilo. Miraba la abertura de ventilación de la estufa, donde diminutas llamas azuladas se retorcían y elevaban.
—Es mejor que molestes al tigre en su madriguera —dijo como si hablara consigo mismo.
Eileen alzó la vista.
—¿Cómo?
—Es la introducción de un relato de ciencia ficción escrito por Gordon Dickson. No sé si es una cita real o se la inventó Dickson. Dice: «Es mejor que molestes al tigre en su madriguera antes que al sabio entre sus libros, pues para ti los reinos y sus ejércitos son objetos poderosos y duraderos, más para él no son sino juguetes del momento, que serán derribados sólo con el movimiento de un dedo.»
—¿Puede hacerlo de veras? —preguntó Eileen.
—¿Forrester? Es un mago. Si Forrester dice que puede fabricar napalm, bombas y gas mostaza, es que puede hacerlo. —Tim suspiró—. Ojalá no tuviéramos que hacerlo. Me educaron para que odiara el gas venenoso. Naturalmente, no creo que importe si se trata de gas o de una bala. Un muerto es un muerto.
Cogió su rifle y un trapo grasiento de una bolsa sobre la mesa y empezó a limpiar el cañón.
—¿Es preciso que vayas? —inquirió Eileen.
—Convinimos en que no hablaríamos de esto —dijo Tim.
—No me importa lo que convinimos. No quiero que vayas. Yo...
—A mí tampoco me gusta mucho la idea —confesó Tim—. Pero ¿qué podemos hacer? Forrester insistió. El se quedará aquí y construirá armas terribles para defender la fortaleza si enviamos refuerzos a la central nuclear. —Tim movió la cabeza, con un gesto admirativo—. Es el único hombre en el mundo que ha podido chantajear al senador y a George Christopher. No parecía tener tanto aplomo, con todas esas excusas y parpadeos, pero estoy seguro de que no pensaba decir una palabra más sobre armas hasta que ellos accedieran a sus peticiones.
—¿Pero por qué has de ir tú? —insistió Eileen. Metió un par de calcetines recién tejidos, confeccionados con pelo de perro.
—¿Para que más puedo servir? Tú lo sabes muy bien, pues ayudaste a Hardy a preparar los programas de trabajo. No sé nada de cultivos y no soy tan buen mecánico como Brad, no monto bien a caballo y no puedo ir con el grupo de Christopher... Podría formar parte del escuadrón suicida. Es lo único que queda.
—Oh, no hables así.
Eileen dejó su tarea y se acercó a su lado. Tim le dio unas palmaditas en el vientre.
—No te preocupes. Volveré, nadando si es preciso, o repitiendo el numerito del coche que avanza por el agua. Quiero ver a nuestro niño o niña. ¿O serán mellizos? Ya tienes un poco el aspecto de un signo de interrogación.
Se dio cuenta de que hablaba por hablar y que se notaba el miedo bajo aquella cháchara.
—Tim...
—No lo hagas más difícil, Eileen.
—No. Ya está todo preparado.
Tim oprimió el botón de su reloj.
—Aún queda una hora para la partida —dijo. Se levantó y tomó a Eileen de un brazo—. Te cogí.
—Tim...
—¿Sí?
—¿Has hecho la reserva en el Savoy?
—Todo estaba reservado. Encontré un sitio más cerca.
—Estupendo.
Eran doce hombres, al mando de Johnny Baker. Tres de ellos eran rancheros de Deke Wilson. También estaba Jack Ross, cuñado de Christopher. A Tim no le sorprendió ver a Mark Czescu y Hugo Beck entre los voluntarios. Reconoció a la mayor parte de los otros como rancheros del valle, pero uno de los hombres, de edad mediana y que vestía unas ropas demasiado grandes para su talla, era desconocido. Tim se acercó a él y se presentó.
—Me llamo Jason Gillcuddy —dijo el hombre—. Vi sus programas de televisión. Encantado de conocerle.
—Gillcuddy. Ese nombre me suena. ¿Dónde lo habré oído?
Jason sonrió.
—Tal vez por mis libros. Es lo más probable. Harry y yo estamos casados los dos con Donna... Donna Adams. Su madre armó un escándalo por eso.
—Oh. —Tim siguió la mirada de Gillcuddy y vio a una muchacha esbelta, rubia, que no tendría veinte años, al lado de Eileen. Colocó la mochila en el camión y se puso el rifle al hombro—. ¿Cuánto falta para salir? —preguntó al escritor.
—Están esperando algo —dijo Jason—. No sé qué será. No hace falta que nos quedemos aquí. Hasta luego.
Jason se dirigió hacia Harry y la muchacha. Esta abrazó a Gillcuddy mientras Harry los miraba.
Tim se preguntó qué pensaría Hardy de aquello. Le gustaban las cosas claras. ¿Y qué vínculo tenían Jason y Harry? ¿Seguían siendo cuñados aunque los dos fueran maridos de la misma mujer? Sin duda era un arreglo conveniente, pues Harry se pasaba semanas enteras fuera del rancho, en expediciones de vigilancia, y alguien tenía que cuidar del rancho Chicken mientras Harry estaba ausente. Tim encontró a Eileen con Maureen Jellison.
—Parece que mi cometa está alterando las normas convencionales —dijo inclinando la cabeza en dirección a Harry, Jason y Donna.
Eileen le cogió la mano y se la apretó con fuerza.
—Hola, Maureen —saludó Tim—. ¿Dónde está el general Baker?
—Saldrá dentro de un momento.
Eileen, Maureen y Donna tenían las tres el mismo aspecto. Tim sintió un impulso de reír, pero se contuvo. Se parecían exactamente a las mujeres de las películas de John Wayne, cuando los soldados de caballería estaban a punto de cruzar las puertas del fuerte. ¿Habrían ellas visto las películas o John Ford supo captar la realidad?
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